Precios mínimos y salario mínimo

Descubre los verdaderos motivos por los que no encuentras trabajo, o por los que no cobras tanto por él como seguramente crees que deberías


Fotografía: Toni Castillo Quero. CC.

DIEGO JEREZ / 13·06·2016

@diegojerezg


Imagina, estimado podemita, que al gobernante de turno se le va la pinza y decide establecer un precio mínimo de 20 euros/litro para toda la priva, sin importar su calidad, graduación alcohólica o demanda.

Imagina que la litrona de la marca más pellejera de cerveza te cuesta 20 euros, igual que el cartón de Don Simón o el litro de Larios.

Ahora, piensa: ¿Cuánta gente compraría la Steinburg de Mercadona al mismo precio que otras cervezas de mayor calidad o renombre? ¿Cuánta gente compraría un cartón de Don Simón al precio de un buen Rioja o Ribera del Duero? ¿Quién compraría, por ejemplo, Gordon’s o Larios a precio de Beefeater?

Cierto es que alguna peña seguiría consumiendo su marca de siempre por fidelidad, por costumbre o por mera preferencia personal, pero las ventas en general de cualquier bebida cuyo precio anterior de mercado fuese inferior a 20 euros/litro se desplomarían, dado que, por una parte, habría gente que ya no podría consumirlas a ese precio, mientras que por otra, habría quienes optarían por comprar otras marcas mejor valoradas.

De este modo, una medida que en principio podría ser percibida como de apoyo al sector, aumentando sus márgenes comerciales, terminaría llevando al cierre a multitud de empresas, mientras que otras se marcharían a países donde la legislación no interfiera en sus estrategias de negocio.

Ahora, imagina que al mismo gobernante se le ocurriese fijar un precio mínimo de contratación de 1.017 euros/mes (14 pagas de 655 euros, más un 33% adicional de Seguridad Social y otros pagos al Estado).

Como, a diferencia del consumo de bebidas alcohólicas, la contratación no es un gasto asociado al ocio sino una inversión empresarial, solamente se producirá cuando la contribución del empleado al proceso de creación de valor sea superior a su coste. Es decir, la empresa sólo contratará a aquellos cuyo trabajo en el seno de la estructura del negocio permita generar más dinero del que cuestan —de lo contrario, quebraría—.

Así, si ese gobernante estableciese, como hemos dicho, un precio mínimo de contratación de 1.017 euros al mes, únicamente aquellas personas capaces de generar para la empresa un importe superior encontrarían acomodo en el mercado laboral, dejando al resto fuera del mismo.

Al igual que en el caso de las bebidas, una medida adoptada presuntamente para proteger a un colectivo, terminaría actuando en contra de este, condenando al desempleo tanto a jóvenes sin experiencia laboral como a trabajadores con baja capacitación profesional.

«Pero el salario mínimo es necesario para impedir que las empresas se pongan de acuerdo y paguen de menos a sus trabajadores», dirás tú.

Bien. En primer lugar, tienes que comprender que el 99 por ciento de los más de 3.11 millones de empresas radicadas en España son pymes, es decir, pequeñas y medianas empresas; y que esas pymes generan en torno a dos tercios de todos los puestos de trabajo del país.

Esto significa que, para poder pactar salarios a la baja, el comerciante chino de tu barrio tendría que ponerse de acuerdo con el propietario de Mercadona, el librero de la esquina, el director general de Amazon en España, el dueño del pub de moda en tu ciudad, el director de Recursos Humanos de El Corte Inglés y con esa familia que regenta un restaurante de menús en el polígono industrial. Si esa situación te parece poco probable, imagina a 3.11 millones de grandes, pequeños y medianos empresarios tratando de ponerse de acuerdo en un documento, y confiando los unos en los otros los suficiente como para arriesgarse a que sus competidores aprovechen la ocasión para quitarles a los mejores empleados, esto es, a los que mayor valor aportan a sus empresas.

Pero, vale, supongamos que varios millones de personas son capaces de organizarse en secreto y, de algún modo, consiguen sacar adelante un pacto que les permite multiplicar sus beneficios mediante la reducción de salarios. ¿Qué impediría entonces a esos trabajadores cualificados montar sus propios negocios y competir con sus antiguos empleadores? ¿Qué detendría a otras empresas de la UE a la hora de entrar en el mercado español y aprovechar todo ese capital humano a bajo coste?

Cierto es que no todo el mundo puede montar una fábrica de coches o de cemento —ya se encarga la administración de que sea complicado aún reuniendo el capital básico—, pero, recuerda, el 99 por ciento de las empresas españolas no son cementeras ni multinacionales del automóvil... De hecho, el 96 por ciento de ellas tienen menos de 10 empleados.

Veamos un caso práctico: como lo de encontrar curro está tan mal y conoces a un montón de peña, se te ocurre montar un garito, a ver si entre los colegas y demás la cosa da para vivir. El negocio, bueno, mal que bien, va tirando, y de vez en cuando se te junta más gente de la que puedes atender, de modo que metes a un camarero que te ayude por el salario mínimo.

Resulta que el chaval es un 'pasmao' que se lía con los pedidos, se lía con las vueltas y, encima, se mueve menos que el palmarés de Fernando Alonso, así que, aunque es buena persona y te cae bien, no tienes más remedio que largarlo porque —a pesar de pagarle el mínimo— te está costando dinero.

Comienzas entonces a probar, uno tras otro, distintos empleados, hasta que finalmente das con un muchacho que es la leche: se preocupa por el negocio, te da buenas ideas y sirve copas como si le fuese la vida en ello. Además, tiene un montón de amigos que se pasan entre semana a tomar café, o una birra antes de cenar, y que los fines de semana terminan de llenarte el local.

Pasado un tiempo, haces números y te das cuenta de que la caja ha subido en más de mil pavos a la semana desde que lo tienes... Vale, el mérito no es sólo suyo: el garito está en buen sitio, la gente lo va conociendo poco a poco y eres tú el que le ha dado ese aire rockero que tanto mola a los parroquianos, pero en el fondo sabes que te está metiendo casi 5.000 pavos en la caja cada mes.

Como te cuesta 1.017 euros —él cobra unos 750 euros prorrateando las dos pagas extra, pero tienes que pagarle más de 250 euros al Estado por tenerlo contratado—, y lo que más te vende son copas, que te dejan un margen del 100 por cien, resulta que está metiendo en el bolsillo unos 1.500 limpios cada mes. Has hecho un fichaje cojonudo y estás loco de contento.

Pero, ay, el mundo está lleno de envidiosos, y algún listo ya se ha dado cuenta de lo que te mueve el muchacho, así que le ofrece 200 pavos más que tú. Naturalmente, tú los igualas. Te jode, porque ya no son 1.500 lo que te va a dejar, sino 1.300, pero todavía está de puta madre.

Poco tiempo después, el mismo listo u otro cualquiera le ofrece otros 200 euros más, y te toca los cojones porque ya no serán tampoco 1.300, sino 1.100 euros lo que te deje, pero sigue siendo un muy buen dinero, por lo que vuelves a subirle el sueldo.

Al final, y tras varias subidas, llega el propietario de una discoteca y se lo lleva, confiando en que, por las características de su negocio, ese camarero generará una facturación superior a la que conseguía para ti, de modo que puede pagarle bastante más que tú y aún así le quedará más de lo que te quedaba a ti.

Tú te encabronas pero disimulas, y pasas los días probando sustitutos mientras esperas a que, por algún motivo, la discoteca no le guste o no se le de bien y acabe regresando, aunque sabes que no será así... La caja se te vuelve a llenar de telarañas y el garito, bueno, ahí va. Entonces, un día, tropiezas en una hamburguesería cutre con un camarero que te recuerda un montón al que se te marchó, y te enteras de que está cobrando el salario mínimo. ¿Qué haces?

Así, mi estimado podemita, es como funcionan las cosas: la oferta y la demanda regulan los precios, también el precio del trabajo, y la demanda de un empleado depende de su capacidad para aportar valor a la empresa que lo contrata. Las interferencias del Estado en el sistema de precios a menudo se vuelven contra aquellos a los que aseguran proteger, y, en general, contra toda la economía, impidiendo, en el caso del empleo, que un gran número de jóvenes y trabajadores poco cualificados adquieran la experiencia y capacitación necesarias para elevar su nivel salarial.

Esto no quiere decir —y es importante subrayarlo— que siempre que una persona cobre poco se deba a su falta de destreza o capacidad de trabajo: con frecuencia, un mal modelo de negocio puede malograr el esfuerzo de los empleados, convirtiéndolo en improductivo.

Una empresa, por ejemplo, que, como resultado de una política de ventas irresponsable, tenga un índice de impagos elevado, difícilmente podrá retribuir a sus empleados en función de su capacidad de generación de valor, puesto que gran parte de este termina siendo dilapidado en forma de morosidad.

Con todo, obligarla por ley a subir los salarios no beneficiará a nadie, dado que los empleados más cualificados terminarán, como tu camarero, en una empresa más eficiente, mientras que los menos cualificados se verán antes en el paro —un negocio mal gestionado tiene poco recorrido en un mercado libre, menos aún si se le elevan los costes—.

Naturalmente, no encontrarás nada de esto en esos discursos de Pablo Iglesias sobre los arroyos leche y miel que corren por las verdes praderas del paraíso socialista, pero quizá, sólo quizá, deberías considerar la posibilidad de que sus intereses sean distintos de los tuyos. Al fin y al cabo, no es la primera vez que te sucede con un político, ¿verdad?