El edificante escándalo de las tarjetas opacas

RAFAEL PALACIOS VELASCO

27·10·2014

El reciente escándalo de las tarjetas opacas de Bankia o lo que es lo mismo, Caja
Madrid, es la última y más vergonzosa prueba del fracaso estrepitoso al que está
llamada antes o después la banca pública.

Las cajas de ahorros, sin excepción aunque en desigual grado, son ejemplos palmarios
de cómo la ausencia de los incentivos propios de la estructura de propiedad privada
conduce a las instituciones al calvario inexorable de la mala gestión y, además, en el
caso de las cajas de ahorros, a la politización más honda. El abuso inmoral de las
tarjetas opacas del que la prensa ha dado cuenta profusa en los últimos días no es más
que un ejemplo minúsculo, por más indignante que sea, de la perversión de un sistema
de gestión financiera basado en el contubernio, el cambalache y la complicidad más
turbia en el intercambio de favores políticos y económicos. El monto del desfalco de las
tarjetas (unos 16 millones de euros), aunque muy suculento para sus beneficiarios, no es
más que un porcentaje ínfimo del importe estratosférico (entre 22.000 y 36.000
millones) que supuso el agujero que sus pésimos gestores horadaron en sus cuentas, y
que hubo de ser costeado con dinero extraído de nuestros bolsillos en forma de
impuestos. Por eso, lo dramático del turbio asunto de las tarjetas opacas no es su coste,
sino su génesis, que no es otra que la perversión de los incentivos que induce de manera
sistemática el régimen institucional propio de la banca pública.

Por supuesto, nada asegura que desmanes como los vistos recientemente no puedan
ocurrir en una entidad financiera privada. Pero en un sistema institucional donde la
separación entre la política y la economía fuese nítida, el control de la conducta de los
directivos societarios debería corresponder exclusivamente a los accionistas, y
exclusivamente ellos habrían de soportar las consecuencias de un control deficiente o
insuficiente. De hecho, no han sido los bancos privados las entidades financieras
receptoras de millardos por docenas en concepto de rescate, porque el rescate de los
bancos privados ha sido, en números redondos, inexistente. Pero el bochornoso caso de
nuestra banca pública ofrece un panorama desesperantemente contrario: el descarado
aprovechamiento privado de prebendas y privilegios no sólo no encuentra obstáculo
sino que se justifica en la ilegítima tutela estatal que hace recaer en los contribuyentes el
coste gigantesco del rescate de las entidades que quiebran a causa de la pésima gestión
de sus directivos, crepusculares políticos incomprensiblemente disfrazados de
financieros, irresponsables administradores de los fondos ajenos sobre quienes no
recaerán jamás las consecuencias de su ineptitud, cuando no de su malicia.

El control político de las cajas de ahorros ha sido un instrumento eficacísimo para, con
la necia excusa de una innecesaria democratización y bajo el paraguas de la más hueca
apelación a la solidaridad, dinamitar sus cimientos empresariales, cuando los tenían, y,
en cualquier caso, para garantizar su rapidísimo declive.

Es verdad que los directivos de Bankia han sido egoístas y se han aprovechado de su
posición en beneficio propio de una manera ilegítima. Por supuesto que su conducta
merece todo desprecio. Sin duda recae sobre ellos una generosa porción de la
responsabilidad. Pero no toda. Porque estos cuestionables gestores no están hechos de
una pasta esencialmente diferente de la de cualquier otro gestor. Estos administradores
de caudales ajenos a los que la vergüenza quizás debió de abandonar hace tiempo no
están hechos de piezas averiadas a diferencia de cualquier compatriota. Los gestores de
Bankia, nos guste o nos disguste, tienen el mismo armazón moral que cualquier ser
humano y se mueven por los mismos intereses por los que se movería cualquier otro
hombre en su posición y con sus facultades. Su catadura moral es la de cualquiera y, en
consecuencia, también su conducta. Sin que de aquí se pueda extraer un veredicto
exculpatorio, es obligado reconocer que la causa de su corrupción no es exclusivamente
individual, sino también sistemática: el problema esencial de Bankia es una
extravagante delimitación de los derechos de propiedad, pues si se admite aquella
acreditada afirmación de una ministra según la cual “el dinero público no es de nadie”, a
nadie estaría robando quien dilapida e incluso se apropia del dinero público que se le
autoriza a administrar.

No ocurre así con el dinero privado, pues el administrador de una empresa privada se ve
obligado a huir de cualquier dispendio que no vaya a aportar ingresos (o, con mayor
precisión financiera, cobros) a la entidad que administra. Lo contrario iría en contra del
capital que defiende, perjudicaría su inversión y, cuando menos, pondría en peligro su
permanencia en el puesto directivo y erosionaría gravemente su prestigio de cara a otras
posibles contrataciones futuras. Cuando no se trata de dinero privado, sino público,
estos sanos incentivos desaparecen y se abren de par en par las puertas a la búsqueda del
lucro personal, pues los méritos que adornan a los políticos que ocupan puestos
directivos en empresas públicas son de otro tenor.

El escándalo de las tarjetas opacas de Bankia constituye, sin duda, una inmoralidad y,
con gran probabilidad, también una ilegalidad. Pero no conviene olvidar que no es sino
el más leve de los síntomas de una gravísima enfermedad: la nauseabunda politización
del rincón público de nuestro sistema financiero.


Rafael Palacios Velasco es economista, y ha sido profesor del Departamento de Economía y Empresa de la Universidad de Almería