Necrológica


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Pedro Sánchez no fue, y hay que reconocerlo humildemente, un político al uso. No era un personaje mediocre como lo fuera Zapatero, al que la fortuna colocó con sus caprichosos designios y sus rosados dedos en un puesto con el que jamás soñó, satisfecho como estaba de ser un silente parlamentario de la provincia de León. Todavía anda dando clases de demagogia desde la Patagonia hasta el Río Bravo.

No era tampoco un funcionario abúlico como lo fuera Mariano Rajoy, del que la Historia recordará un bolso solitario en el escaño en el que debió estar él. Tampoco era timorato como el joven Feijoo…

Si Sánchez fuese rubio, hubiera sido, como Madonna, una segunda “ambición rubia”. La voluntad del poder la traía puesta de casa, allá en sus inicios políticos, cuando le llevaba los cafés a su padrino político Pepiño Blanco, aquel político sin vanidad que ejercía un poder en la sombra, que es donde siempre ha vivido el poder de verdad, el que dura. ¿Qué fue de él, por cierto? Pocos lo saben y a nadie le interesa. Pedro Sánchez será recordado mucho tiempo. Ya está en la Historia, y no precisamente por exhumar el cadáver de Franco, lanzada menor a moro muerto.

Hasta aquí el hombre. Ahora hablaré del monstruo.

A todos los autócratas, y Pedro Sánchez lo fue - no es un insulto sino una caracterización - hay que reconocerles, al menos, que al poder no se llega solo con suerte, son necesarias siempre las suficientes dosis de psicopatía y arrojo que acompañan de forma inextricable al triunfo en los más altos empeños.

La conducta de Pedro Sánchez es comprensible. Incluso admirable.

Pero lo que de verdad es sorprendente, aunque no admirable, es que mantuviese unas expectativas de voto, que, en sus horas más bajas según los augurios estadísticos, alcanzaron, pese a todo, un envidiable treinta por ciento, y un misterioso y extendido arrobo ante su figura. Que pudo comprobarse en sus escasas y fugaces apariciones públicas documentadas, al menos entre los ancianos jugadores de petanca de su agrupación.

Sorprendió y causó pasmo entre sus contemporáneos, al mismo tiempo, la existencia de un periodismo acrítico e indulgente con decisiones tan raras como el cambio, de un día para otro y sin explicación alguna, de la política internacional con el Reino de Marruecos. Lo mismo cabe decir de esa ley “del si es si” que cada día aliviaba las condenas de algunos delincuentes sexuales e incluso los ponía en la calle como a Barrabás con extrañas explicaciones que, según se dijo en aquellos tiempos, evitarían la reincidencia en tan equivocados delincuentes, pese a la lotería inversa para la que un día tras otro su gobierno se empeñó en seguir comprando números.

Aquel raro gobierno fue así partícipe de la teoría de la reinserción social y de la extraña idea de que acaso bajando las penas los delincuentes sexuales acabarían, una vez rebajadas sus condenas y/o excarcelados, por convertirse en castos caballeros templarios. Y de que los malversadores se arrepentirían al mismo tiempo de sus dispendios y desafueros, porque, como Robin Hood, nunca un malversador distrajo los caudales públicos para su propio provecho.

Tampoco pareció muy crítica la opinión pública con supresión de la sedición, actividad, que como es fama, no constituye delito en los países de nuestro entorno (Brasil, Estados Unidos).

Después de fustigar con aladas palabras los males de la patria, sus hechos desmintieron siempre sus propósitos enunciados y nadie señaló esa rara circunstancia, que adornó siempre a aquel individuo melifluo y fascinante cuyo comportamiento pronto sería estudiado muchos años en alguna facultad de Ciencias Políticas cuyos doctorandos e investigadores no tuviesen nada mejor que hacer.