La conciencia de la culpa


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AMANDO DE MIGUEL

La culpa es el resultado de un juicio moral que hace un individuo respecto a su conducta anterior, en el supuesto de que haya hecho un daño a otro. Se constituye, así, en una especie de juez de sí mismo; por cierto, muy poco neutral.

En la cultura anglicana, el juez obliga a los testigos de la causa a declarar “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Es una pretensión imposible, pero marca la solemnidad del ritual. La sentencia es muy cuidada: “culpable o no culpable”. Es decir, el magistrado entiende que no puede decidir si el reo es “inocente”. En cambio, la versión española (y continental europea) es más cruda: “culpable o inocente”.

La culpa objetiva, dictada por los jueces, es lo menos interesante de esta historia. Realmente, pocos reos se sentirán culpables como consecuencia de un veredicto.

La expresión hecha es “sentimiento de culpa”; aunque, mejor sería referirse a la “conciencia de culpa”. Simplificando un poco, existen dos tipos polares de personas: (1) Los narcisos, que se creen el centro del mundo (cada uno del suyo) y que no están dispuestos a reconocer que han hecho mal a nadie. Antes bien, ellos son un modelo de conducta para los demás. Suelen demostrar una admirable seguridad en sus apreciaciones. (2) Los puritanos, abrumados por el peso de su conciencia escrupulosa, siempre, dispuestos a arrepentirse de sus errores. Las personas “normales” se acercan a uno u otro polo ideal, según los momentos. Que conste que, por definición, los narcisos son muy simpáticos y parecen disfrutar de la vida. En cambio, los puritanos aparecen quejumbrosos y cariacontecidos.

¿Cómo reconocer a los tipos polares, narcisos y puritanos? La primera categoría suele caracterizar a los que pasan por “famosos” en el ramo que corresponda. Mejor aún, los narcisos distinguen a las personas que aspiran a la fama y no la consiguen. Eso los hace, extraordinariamente activos, móviles y, aun, activistas y envidiosos. Los puritanos suelen ser introvertidos e inseguros, lo que hace que se concentren en su trabajo.

Sea cual fuere el grado de “conciencia de culpa”, la presencia de una suerte de juez interior resulta inquietante. A toda costa, tratamos de que ese magistrado invisible produzca veredictos de no culpabilidad; ya sabemos que los de inocencia son imposibles. Por eso, a la hora de participar en un conflicto bélico, el combatiente se ve respaldado por el argumento del patriotismo y de la defensa propia. En la vida corriente, un buen principio moral es que “las ofensas se perdonan, los favores se devuelven”.

La realidad presenta algunas dificultades. Hay ofensas que no se olvidan; es más, si no se manifiestan, se enconan con el paso del tiempo. La conciencia culposa sufre. La culpa puede templarse con la disposición a ayudar al prójimo, la persona cercana. Tampoco, es que haya que llegar al extremo altruista o heroico de los misioneros o los voluntarios de las organizaciones benéficas. Basta con asumir las obligaciones profesionales, domésticas o amicales; que no son pocas. Vivir es desvivirse.

Hay que avizorar un peligro: la tendencia del que se siente pesaroso, por haber obrado mal, a proyectar la culpa sobre los demás. Es una reacción humanísima, pero, autoderrotante. Al final, no sirve de mucho consuelo; si acaso, una fuente de nuevas tribulaciones. Es una operación que, solo, saben llevarla a cabo, sin remordimientos, los auténticos narcisos; dichosos ellos.