Los errores de algunas que acaban pagando todos


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SAVONAROLA

Si hubo alguna vez un hombre que pudo estar a la altura de los dioses, queridos hermanos, éste fue sin duda el hijo de Peleo, rey de los mirmidones, y de la bellísima ninfa marina Tetis, por cuya mano lucharon y fracasaron el mismísimo Zeus y Poseidón.

La Historia está plagada de grandes errores, caros míos, que han causado el sufrimiento de los pueblos a lo largo de los siglos, porque siempre son los vasallos, y no los reyes, quienes acaban pagando las facturas.

Así, queridos hermanos, el capricho de un niñato, el menor de los vástagos de Príamo, por una doncella de Esparta, desencadenó una guerra que enfrentó a las dos mayores potencias sobre la Tierra allá por la Edad del Bronce.

En el conflicto del que os hablo brilló con fulgor superlativo el héroe de los pies ligeros, al que llamaban Aquiles.

Agamenón buscó sus servicios para escarmentar a los hijos de Príamo porque sabía de su fiereza y eficacia en el combate. Era prácticamente invulnerable. Nadie le había vencido y harto demostró su valía durante el sitio de Troya.

Hirió a Télefo, decapitó a Troilo y mató a Cicno, el hijo de Poseidón. Nadie pudo con él. Ni siquiera Escamandro, el dios de los ríos de la Tróade y de Sicilia, logró ahogarle, enfadado porque los cadáveres de los hombres muertos por Aquiles obstruían el discurrir de los cauces bajo su protección. Y es que fueron muchos los troyanos finados en la mítica contienda. También los helenos.

El último pasajero que mandó a cruzar la Estigia fue el príncipe Héctor, a quien el peleida, ahíto de cólera y dolor por la muerte de su amado Patroclo, atravesó el cuello con su lanza forjada en bronce.

Por todos esos triunfos, el rey de los aqueos quiso tener de su parte el brazo, la espada y la lanza del gran héroe de los mirmidones y el sueño de todas las doncellas de la Hélade.

Esto os refiero porque a menudo me háis oído decir que todo lo que ocurre sobre el planeta ya pasó en los tiempos antiguos.

Así, no es de extrañar que quienes rigen sus minúsculas taifas hogaño se conduzcan como los reyes de antaño. Con sus luces, pero siempre con más sombras. Cometiendo errores que luego pagan sus súbditos, si no con la vida o con más o menos sangre, sí con litros de sudor y lágrimas.

Pues, dispensad la verbigracia y, ahora, decidme, hijos míos, si no es capricho o arbitrio de sultana veleidosa desobedecer desde el sillón de una alcaldía a instancias mucho más elevadas como el Defensor del Pueblo.

Respondedme si es preciso y cabal torcer la ley negando información a quien la merece o si contratar por antojo, mas sin diligencia alguna, pero en beneficio de los propios, es conforme de quien rige los destinos de todo un pueblo.

Discutidme, en fin, amados míos, si el munícipe puede disponer a su albedrío del dinero que los vecinos le encomiendan para administras los intereses del común y comprar, sin encomendarse a Dios ni al diablo, todo aquello que le sale del moño o de la goya y que después desaparece no dejando huella ni rastro alguno.

Y más aún os digo. Tan grave como aquestos menesteres que acabo de señalaros, o más aún si cabe, parécenme las contingencias que les suceden.

Porque a cada uno de esos disparates que os he referido, ha proseguido un buen bocado en el tesoro de los administrados de tanto prócer por fuera purpurado, pero asaz inane piel adentro.

Como aquel rey de Micenas, no dudan en reclutar para su defensa al más invicto de los héroes contemporáneos. Si el Ministerio Público cuenta con un ejército de héctores, cómo no enfrentarle a quien ha mostrado altísimas cotas de eficiencia.

Las agamenonas presentes lo tienen mucho más fácil. Suyos son los errores y los dolos, pero los duelos y las facturas se reparten a escote entre todos los vecinos.

Porque el defensor más inasequible al desaliento no suele ser asequible a todos los bolsillos. Sus minutas podrían semejar más una hora que sesenta segundas, mas del todo merecidas si el resultado satisface plenamente al cliente. De cabo a rabo.

Como el mirmidón de los pies ligeros cuyas gestas transmitió Homero, el elegido ha de contar sus lides por victorias. Debe demostrar ser capaz de convencer a Salomón de que quebrantar requerimientos de la Oficina del Defensor ni siquiera merece ser discutido.

Habría de ser probo en sembrar dudas do no haya el menor atisbo de sustrato de inocencia e, incluso, conseguir que florezcan en el seso del magistrado que se tercie. Debería poder convertir el testimonio de una imputada en prueba de honradez y que la declaración de su cómplice le venga siempre de cara en lugar de ser una cruz.

Y, muy probablemente, ese campeón de los letrados buscado por las reyezuelas de aquesta historia trocaría en inocentes hasta al mismísimo Landrú o a la benefactora de la hija del Coco. Es su trabajo. Empero en tanto, vale.