La autobiografía imposible


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AMANDO DE MIGUEL

Llegada cierta edad, quien más, quien menos, se dispone a realizar para sí mismo una especie de autobiografía interior. En algunos casos más destacados, ese relato se publica. Cabe la duda de si tal escrito pudiera ser un tanto parcial o sesgado. Sucede que los recuerdos suelen traicionarnos, seleccionando los que nos convienen o nos justifican. Por eso, alguien puede argüir la paradoja de que las biografías de las personas destacadas, hechas por investigadores solventes, son más justas que las autobiografías o memorias.

En uno u otro caso, sucede algo misterioso. A lo largo de una vida, a veces, se presentan sucesos que parecen nimios, aleatorios. Pero, luego, resultan trascendentales para uno mismo. Tanto es, así, que determinan inesperados cambios de rumbo en la estela biográfica. Al principio, no parece que vayan a tener tanta importancia. En la historia, un caso paradigmático fue la “caída del caballo” de Saulo en el camino de Damasco. Por cierto, el griego Saulo, y luego Pablo, lo más probable es que fuera caminando, no a caballo.

El primer hombre en escribir su autobiografía fue otro converso trascendental, Agustín de Hipona (en la actual Libia). Debe anotarse otra novedad. Fue el primer individuo con la extraña capacidad de poder leer sin tener que pronunciar en voz alta. Hoy, es una tarea corriente, pero empezó con él. Más interesante es, todavía, la idea novedosa de San Agustín, al percatarse de que había concluido, definitivamente, el tiempo del imperio romano. Sus contemporáneos lo presumían eterno, aunque, Roma no fuera, ya, la única capital. La nueva interpretación nos lleva a la idea de la “historia”, tal como ha sido desde entonces.

Siempre, me fascinó el mito (en el mejor sentido) del Valle de Josafat, una vaguada en las afueras de Jerusalén. Sería la última revisión de las biografías de toda la humanidad. Cada uno revelaría las incidencias de su vida. La operación llevaría muchos años o siglos. Hay que suponer que, para entonces, ya, no existirá el tiempo.

He citado a San Pablo y San Agustín. Es otra constancia que me fascina: la de los egregios conversos. Se puede añadir San Ignacio de Loyola o San John Henry Newman, entre otros varios. Lo que me atrae es su fabulosa capacidad de cambiar de vida y de pensamiento, de lectura de su conciencia. Es algo que los humaniza en extremo. Digamos que las personas corrientes no somos capaces de dar esos saltos en el vacío.

Se comprende, ahora, la enorme dificultad de que pueda trazarse una autobiografía completa. La cual exigiría dar cuenta de la historia entera de la familia de uno. A su vez, ese enlace nos llevaría a las anteriores generaciones hasta completar la auténtica autobiografía de toda una estirpe. En la vida, hay muchas ocasiones en las que lo perfecto se presenta como imposible. Si no fuera, así, no habría “camino de perfección”, en lo espiritual o en lo material.

Muchas personas (incluso, intelectuales) presumen de que la narración de su vida no interesará a nadie. Están equivocadas. Se trata de una falsa modestia. En el Valle de Josafat nos llevaremos grandes sorpresas.

Lo más delicado de una autobiografía, se escriba o no, es contrariar la lógica actitud defensiva de querer tener razón. Es un sentimiento que condiciona muchos de nuestros actos, convertidos por ello en “actuaciones” con su característico tono dramático o teatrero. Otra cosa no, pero, cómicos somos todos en muchas ocasiones. El que no lo vea así, no sabe lo que se pierde. La esencia del argumento dramático de la vida real es que todos queremos tener razón; y eso es imposible. Es tanto como pretender ser fiel al juramento de los juicios en las películas de habla inglesa: “decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Es algo que, solo, se conseguirá en el verdadero Juicio Final, el del Valle de Josafat.