Las complicaciones de meterse en un jardín


..

AMANDO DE MIGUEL

Me maravilla y me confunde la frase hecha, tan popular, de “meterse en un jardín”. Indica que el sujeto se encuentra perdido, confuso, desorientado. También, se puede decir “meterse en un berenjenal”, pues esas plantas pinchan. No se colige bien por qué un jardín pueda ser tan molesto. El dicho proviene de la jerga madrileña con la que se entendían los intérpretes de las obras teatrales de hace un siglo. Cuando perdían el hilo del papel aprendido, empezaban a improvisar frases de su cosecha, las llamadas “morcillas”. Eso era “meterse en un jardín”.

La metáfora es tan caprichosa que requiere una explicación. El jardín tradicional español difiere del inglés (más parecido a un botánico) o del francés (geométrico). Es un jardín o huerto cercado, oculto a la mirada del público, muchas veces rodeado de altas bardas. Preocupa, quizá, el posible hurto de frutos o flores. El modelo es el de los conventos o de los palacetes o casonas aristocráticas. Se comprende, pues, que adentrase en un jardín de tales características equivalga a traspasar una barrera. Se considera que el ignoto jardín pertenece a la intimidad del propietario.

En la conversación actual, tiende a sustituirse lo “difícil” por el más expedito “complicado”. Nada más inseguro que “andar con complicaciones”. Es un equivalente a “meterse en un jardín” ajeno; en el caso extremo, un laberinto. La idea general, contenida en una especie de sabiduría popular, es la de “no meterse en dibujos, en complicaciones o en camisa de once varas”. Es lo que hace que, popularmente, se desprecie el trabajo del científico, del escritor, del artista. Son personajes osados, ajenos a la sencillez que permite la vida cotidiana.

Típicamente, “complicado” es el papeleo requerido para resolver los enojosos trámites con las oficinas públicas. Tanto es, así, que da lugar a todo un gremio de agencias y asesores para ayudar a los administrados a despachar tales exigencias oficiales. Pensemos en Hacienda, la Seguridad Social u otras entidades abiertas al público y que exigen “cita previa”, entre otras invasiones del tiempo de los administrados. Digamos que son los inevitables “costes de rozamiento” de la máquina burocrática. Se llega, incluso, a la especialización de “agencias negociadoras” como intermediarias para que los propietarios de viviendas puedan cobrar, tranquilamente, el alquiler a los inquilinos. La Administración Pública, por mucho que se informatice, tiende a “complicar” los trámites. Eso fomenta la nube de intermediarios para lidiar con los funcionarios, las notarías, los tribunales de Justicia. El dichoso “Estado de bienestar” lo es, también, porque da de comer a mucha gente en las tareas de intermediación. Se comprende, pues, que las dificultades de cualquier operación de la vida puedan derivar en enojosas complicaciones.

Cuando uno reconoce que una tarea le resulta “difícil”, deja traslucir que se siente incapaz, que tiene alguna culpa en el fracaso. De, ahí, que prefiera decir que la cosa sea “complicada”. En cuyo caso, la posible culpa tiende a esfumarse. Ya, se sabe, el español medio suele ser reacio a reconocer que ha tenido alguna culpa.