Babel reconsiderada


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AMANDO DE MIGUEL

Partamos de un hecho paradójico. Nunca, en toda la historia del último milenio, ha sido más alta que, ahora, la proporción de españoles que hablen castellano. Sin embargo, la presión política, en las regiones con dos lenguas, es la de desplazar el castellano de la enseñanza, para primar en ella la lengua regional. La paradoja se cierra con la situación de una creciente ola inmigratoria, procedente, en gran medida, de países africanos y asiáticos. A estos inmigrantes les interesa la posibilidad de chapurrear el castellano para entenderse con el resto de los españoles. Esa función integradora del idioma común se cumplió, hace un siglo, en un país (entonces, próspero) como Argentina. Pudo pasarse al italiano, pero, en el crisol lingüístico, se impuso el castellano o español, con todos los añadidos del porteño del gran Buenos Aires, que lo hace tan peculiar.

En la España actual, el proceso de aceptación de la lengua común por parte de los inmigrantes no se hace sin tensiones. Las autoridades de las regiones con dos lenguas intentan hacer que los forasteros se introduzcan, de forma predominante, en la lengua regional o “propia”. No ganarán la partida, pero, el conflicto está servido.

En el mundo, conviven (es un decir) unas seis mil lenguas, aunque, naturalmente, no lleguen a la docena las que sirven de verdadera comunicación internacional, esto es, las que se estudian, masivamente. El castellano es una de ellas. En casi todos los países se decanta un idioma común, que conoce o aprende la parte de la sociedad escolarizada.

El hecho de que un grupo social (como el de los inmigrantes extranjeros) pase de una lengua dominante a otra no significa que la originaria quede preterida u olvidada. Simplemente, en nuestro mundo, hay muchas personas que pueden manejar varias lenguas. Tal capacidad, lejos de ser un obstáculo, es un aliciente para medrar en la vida social. Recordemos el dicho: “El saber no ocupa lugar”.

La enorme diversidad de modo de hablar está pidiendo una posible explicación. Es el hecho de que hablamos para entendernos con las personas, culturalmente, cercanas. Pero, al tiempo, nos satisface que a los demás les resulte difícil entender nuestro discurso. Es decir, las lenguas sirven, también, el propósito de no comunicarse, de diferenciarse todo lo posible de los foráneos idiomáticos. Es una forma de sentirnos seguros en nuestro recinto cultural.

A lo largo de la historia, el idioma castellano no se impuso como dominante en España o en Hispanoamérica porque se considerase “español”. Su hegemonía se logró, con la mayor naturalidad, porque era una lengua común muy conveniente en medio de un mosaico de otras lenguas: las regionales en España, las indígenas en Hispanoamérica. Para el castellano, es más interesante el título de “legua común” que el de “lengua oficial” (un estatuto que, solo, se alcanzó en 1931). La razón es que las lenguas son un asunto de usos sociales más que de leyes. El idioma natural de un individuo no es, necesariamente, el que hablan sus padres, sino el que predomina en su vida cotidiana. Por eso mismo, resulta confuso el apelativo de “lengua propia” de un territorio la que se habla, mayoritariamente, o por los grupos que mandan. Las lenguas no son propiedad de los territorios, sino de los hablantes. Tampoco parece muy correcto referirse a “territorios bilingües”; es, más bien, una calificación que corresponde a un cierto número de personas, que viven en proximidad. Por cierto, una persona bilingüe posee más facilidad para aprender otras lenguas.