Jesús desokupando el Templo


..

SAVONAROLA

Ya conocéis, queridísimos hermanos, que Dios es hospitalidad pura. Nos acoge tal como somos; nos ofrece el alimento de su palabra y quiere que vivamos siempre con Él en su Reino.

La hospitalidad es una virtud que se ejercita con peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades. Así nos lo enseñó y transmitió Jesús, nuestro Señor.

Fue una exigencia de las primeras comunidades cristianas y de sus primeros dirigentes. Harto habréis oído y visto a este humilde fraile predicar y practicarla; compartir el exiguo alimento contenido en la escudilla que reconforta el viejo y ajado cuerpo con aquél que lo necesita. Es una manera de dar testimonio de Cristo.

El gran Libro de los libros está plagado de ejemplos de esta conducta entre los santos varones que nos precedieron en el siglo.

Pensad, hermanos, en la hospitalidad de Abraham hacia Dios en la figura de tres viajeros. Recordad cómo los acogió, hizo reposar y puso la mesa delante de ellos. No es sino una expresión de hospitalidad que Dios mismo nos ofrece a nosotros, porque, como cantara el rey David, “el Señor es mi pastor que me acompaña en el camino y pone la mesa frente a mí, esto me serena y me conforta”.

Haced cuenta, también, mis queridísimos discípulos, del banquete que al final de los tiempos ofrecerá Dios en la cima de sus montañas para todos los pueblos; o del festín de la Sabiduría que ofrece sus beneficios a todos los que quieran buscarla. El propio Jesús fue invitado a menudo a casa de unos y de otros. Él se dejaba agasajar. A veces, incluso buscaba ser convidado. Para Cristo constituía una magnífica ocasión de encontrarse con las personas y hablarles al corazón. Eran encuentros transformadores.

Pero él también invita y hace de anfitrión. Hospedó en su casa a los dos discípulos del Bautista; convidó a la multitud al pan de la palabra y al hecho de harina que no dudó en multiplicar para saciarlos a todos; agasajó a los suyos en la postrera cena pascual, en la que nos legó por los siglos de los siglos la eterna presencia de su cuerpo y de su sangre, así como el mandamiento de repetir el gesto en memoria suya.

Finalmente, ya resucitado, se hizo presente en medio de los suyos cuando se encontraban reunidos alrededor de la mesa. Comió con ellos e, incluso, les ofreció un desayuno de pan y pescado cocido a orillas del lago de Galilea. Como veis, amadísimos míos, la hospitalidad fue una seña de identidad de Jesús.

Por el contrario, en el mundo abundan los ejemplos negativos que nos muestran la maldad humana de los que no quieren acoger al forastero, mas también el de quienes buscan aprovecharse de él.

Pues del mismo modo que Jesús abrió el corazón para dar su cuerpo de comer al hambriento y su sangre de beber al sediento, no dudó ni un segundo en volcar las mesas y echar del Templo a quienes lo okuparon para dedicarlo a sus negocios.

Así el Hijo de Dios nos enseña, hermanos míos, que ningún hijo del hombre debe quedar sin amparo, mas, al mismo tiempo, nadie está legitimado para entrar en corazón ajeno rompiendo a su dueño de una patada las costillas que lo protegen.

Y es que, del mismo modo que el Padre nos da cuenta en la Biblia, nuestros prójimos ofrecen testimonio constante de la hospitalidad que nos legó el Altísimo, empero también de lo contrario. Los primeros son personas como Mario Vásquez que, desde Hudea, moviliza a diario una legión de voluntarios para mitigar el hambre de los más desfavorecidos. Él y las monjas que le ayudan hacen de la Tierra un mundo más humano.

Empero, del mismo modo, podría hablaros del hombre que construyó una casa. Dedicaba los días y las noches que el trabajo le permitía para levantar paredes y obrarla a su gusto. Sólo paraba la faena cuando el sudor que corría por su frente alcanzaba tal caudal que le nublaba la vista.

Así discurrían las jornadas hasta que, en cierta ocasión, no pudo entrar a la que pretendía fuera algún día su morada. Alguien había abierto la puerta y cambiado la cerradura.

Escuchó ruido en el interior y pidió explicaciones, mas sólo encontró insultos a cambio. A través de una de las ventanas pudo ver cómo el intruso meaba contra el tabique aún húmedo por el sudor con que lo había erigido apenas unas horas antes.

Del mismo modo, no ha mucho supimos que un ruidoso ejército de okupas había conquistado buena parte de la ciudad moderna de Vera. Algo así como los hijos de Putin han hecho en el Donbás.

Tras su llegada, los intrusos se hicieron fuertes, tomaron las calles y el vecindario emprendió un éxodo en busca del Mar de la Tranquilidad, tal vez sin saber que es un paraje desierto en la cara más visible de la luna.

Y empezó la reconquista. Las huestes municipales invocaron a Nuestra Señora de las Huertas, los Desamparados y la Inhabitabilidad para recuperar los inmuebles perdidos, en pos de retornar el orden y el concierto que nunca debieron desaparecer.

Y este monje se pregunta y, al tiempo, amados míos, os inquiere ¿dó está la justicia de los hombres? Pues tan humanos son los Vásquez que alberga el universo como el de aquellos que orinan sobre el sudor ajeno.

So la divina, ya sabemos. Si es preciso, los panes y los peces se multiplican. Empero, de ser menester, el Hijo de Dios expulsará a los okupas a golpe de correa. A fuer de ser quemado en vida, este anciano fraile siempre estuvo del lado del Padre. Pensad, pensad y, en tanto, vale.