Hombres de luz o de agua


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SAVONAROLA

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Éste era el principio con Dios. Todas las cosas por Él fueron hechas; y sin Él nada de lo que es hecho fue hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Así comenzó nuestro amado Juan su buena noticia. No obstante, hermanos, el milesio Tales, uno de los siete sabios de Grecia, concibió el orto de todo en un primer y último elemento: el agua. Para el filósofo presocrático, esa unión de dos átomos de hidrógeno por cada uno de oxígeno, es el principio de todas las cosas que existen. Es el origen que dio comienzo al universo, una idea que los griegos llamaban arjé. De esta manera nació la primera teoría occidental sobre el mundo físico.

Mas éste vuestro anciano y cansado fraile, que de físico apenas si tiene el cada vez más consumido cuerpo –quienes me conocéis, ya lo sabéis, apenas hueso y pellejo-, confía mucho más en el heleno que en el Padre de todas las cosas, y perdóneme el Altísimo, que pensar jamás debiera ser pecado.

Llegados a este punto, seguiréis mi relato sólo aquellos a los que disentir no escandaliza, aun rayando en la delgada frontera del cisma.

Pues bien, yo os digo cómo observé el devenir de la Historia en el mismo sentido de los ríos. Cuando el primero de vuestros antecesores buscó un hogar, eligió la proximidad de un cauce cuyas aguas calmaran su sed y alimentara los campos que habrían de proporcionarle cosechas y atraer animales que cazar. Nadie fundó, en ninguno de los tiempos, ciudades en mitad de los desiertos.

Al principio, el agua no era mucho más abundante que hogaño, amadísimos discípulos. Empero el éxito de nuestra especie, la que llamamos humana, ha logrado que seamos muchos más. Dicen que rondamos los ocho mil millones ¡Qué lejos andamos de aquel paraíso habitado tan sólo por Adán y Eva! De esa manera, cada vez tocamos cada uno de sus descendientes a menos de todo. A ese fenómeno –cuantos más somos a menos tocamos- lo bautizamos con la palabra carestía.

¡Ay, caros míos! Pensad que ese término proviene del latín caristia, y ésta del griego jaristia, el nombre que daban entonces a un banquete familiar del que hoy ha devenido en escasez, sinónimo y antecedente de hambruna.

Y el hombre, que a lo largo de su transitar por la Tierra ha conseguido que todo evolucione y progrese de forma cada vez más acelerada, ha hecho lo propio también con esa carestía de que os hablo, con la falta de agua, mayor minuto a minuto. Segundo a segundo.

Gracias a la tecnología, la humanidad ha logrado separar las aguas de las sales que la habitan, y tanto contento halló en ello, que en lugar de aprovechar las dulces que fluyen por arroyos, torrentes y regatos, las dejan trabarse con todo el cloruro sódico que atesoran los océanos para entretenerse en volver a aislarlas más tarde. Y, después, vuelta a empezar. Por cierto, que alguien debiera ofrecer alguna explicación sobre el motivo que le indujo a apellidar a nuestra especie ‘sapiens’ por dos veces, pues una debiósele antojar muy poco.

Porque ese ‘inocente’ pasatiempo –ahora salo, ahora desalo-, no es una afición gratuita, ¡voto a bríos, hermanos! Que es preciso aplicar a aquesta empresa una cantidad asaz ingente de energía, mas no animal. Tampoco humana ¡Eléctrica!

No es baladí estotro que os refiero, mis carísimos hermanos en Cristo. Carísimos, sí, empero no tanto como el recibo de la otrora Sevillana.

Porque, recapitulemos, hijos míos. En el principio era el Verbo. Todas las cosas por Él fueron hechas; y en Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y yo os pregunto, ¿acaso no es la vida el bien más preciado de todos, muy por encima del oro, del loro y hasta del moro? ¡Mecachis en la mar!

Pues el oro, el loro y el moro -sí, los tres juntos-, es lo que nos cobran a todos por esa energía que nos dijeran venía del Padre porque era el mismísimo Altísimo. Tal vez por eso que se ha puesto tan altísima ella y todo lo que toca, debidamente aliñado, ¡cómo no!, con un poquito de impuesto a la electricidad por aquí y unas ramitas de IVA por allá, que en todo plato o fuente ha de poder rebañar esotro dios, el bajísimo Estado.

Y entre todo lo que toca la luz, no podía faltar el agua, ese bien que fluye a caudales sobre la tierra, producto del parto de las montañas fecundadas por el cielo. Como los hombres, cuando nace, el agua nunca sabe a dónde va a parar. Sí, ya sé que alguno estará pensando, como el poeta, que “a la mar, que es el morir”. Mas, del mismo modo que ninguna criatura conoce el final que la vida le depara, tampoco extrañaría una gota de agua desembocar en el Atlántico, el Cantábrico o un trozo de tierra productiva cercana al Mediterráneo, quinientos kilómetros más arriba o más abajo.

Eso sí, habría quien tendría que buscar otra forma de entretenimiento y andar jodiendo menos con esa pelota de ahora salo, ahora desalo. Tal vez dejaríamos de vivir con la incertidumbre de, una vez conocidos los disparatados precios que han alcanzado productos básicos de primera necesidad, como los combustibles –más de 1,80 el litro de gasóleo- y la electricidad –superando los 1.000 el kilowatio-, ahora sólo nos queda saber hasta dónde llegará el del agua. A quienes nos la venden y hacen llegar a nuestros grifos, le han multiplicado por tres la factura.

Y del campo ya ni hablemos. El coste para el agricultor supera ya al del kilo de naranjas bien pagadas. Como decían nuestros abuelos, hermanos míos, ya no sé adónde vamos a parar.

De momento, mirad que el himno de Andalucía dice aquello de “queremos volver a ser lo que fuimos: hombres de luz” ¡Y quién no! O aunque fuera de agua. Vale.