Extravagancias de la lengua castellana


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AMANDO DE MIGUEL

Los españoles estamos convencidos de que, en nuestra lengua común, “se escribe como se habla”. Puede que intervenga, aquí, un cierto aire de nacionalismo lingüístico; pero, algo hay de verdad. La prueba es que, en las escuelas del mundo hispanoparlante, no se necesita la asignatura de Spelling (Deletreo), que tanto preocupa a los angloparlantes. En las conversaciones corrientes de los hispanoparlantes, es raro que haya que deletrear alguna palabra, a no ser que se trate de una voz en otras lenguas. No es muy corriente que haya que deletrear el nombre de pila o el apellido, algo bastante frecuente en inglés. El deletreo se impone, ahora, al trasmitir, oralmente, alguna contraseña de los instrumentos de comunicación electrónica.

La claridad del idioma común de los españoles e hispanoamericanos se beneficia de disponer, solo, de cinco vocales. Es también una característica del vascuence. En cambio, las lenguas europeas de nuestro entorno (especialmente, el portugués) disponen de más sonidos vocálicos, que los españoles no sabemos distinguir bien. Esa es la razón por la que a los castellanohablantes nos cuesta tanto aprender portugués, francés, inglés o alemán y, no digamos, otras lenguas no emparentadas con los romances. En cambio, nos maravilla la facilidad que tienen nuestros vecinos europeos para aprender español. Lo de los sonidos claros (“se escribe como se habla”) debe de ser una bendición. Empero, se presentan, también, algunas dudas ortográficas. Por ejemplo, la hache suele ser muda o no se distingue el sonido de la be del de la uve. Solo algunos refitoleros del idioma se atreven a aspirar la hache (de ahí, la huelga se hizo juerga) o convierten la uve en una efe suave. La hache muda es el peculiar esfuerzo de los primeros castellanohablantes para alejarse de la efe inicial latina. Puede que fuera una influencia del árabe. O, simplemente, se hizo para distinguirse. La existencia de tantas lenguas en la humanidad se explica, sobre todo, como un dispositivo para que los de pobladores de una tribu se sientan diferentes de la vecina.

Otra cosa es la enorme diversidad léxica, dentro de la lengua castellana, según los países, las regiones e, incluso, las localidades; aunque, no se da según la clase social, como en el inglés. (En español, se hace muy difícil de traducir y de entender la deliciosa película My fair lady, título que es, ya, un juego de palabras). Desde sus orígenes, la fuerza del castellano estuvo, paradójicamente, en su enorme capacidad de absorción de los términos de otras lenguas vecinas. Además del latín nutricio, se alimentó del árabe y del vascuence. Eso hizo que se alejara de los otros idiomas romances peninsulares, el gallego y el catalán, más pegados al latín. Hoy, la capilaridad se extiende a los préstamos del inglés, un fenómeno universal. El castellano fue, en su origen, una lengua de frontera. Se dice frontera en el sentido de tierra de nadie, circunstancia muy corriente en los tiempos de la Reconquista contra los moros. Este uso se trasladó, después, al inglés estadounidense (frontier), para calificar a las tierras del Far West.

La diversidad léxica se multiplica con las variedades de la pronunciación. Sin ir más lejos, en Madrid, casi todos sus vecinos dicen Madrí, y no pasa nada. Más gracia tiene que se pluralice, popularmente, como Los Madriles. El plural, en castellano, suele ser un recurso para la alegría. Así, vacaciones, fiestas (de una localidad, como fallas o sanfermines), carnavales, Navidades, etc. Insisto en que las variedades de acentos se dan, en España, según las regiones, y no según los ambientes sociales. No es que, en España, se hablen varias lenguas, sino que, en ciertas regiones, sus habitantes suelen ser bilingües; es decir, hablan la lengua regional y, también, la lengua común (el español o castellano). En ese caso, la pronunciación de la lengua común se hace con un acento peculiar; es muy difícil de alterar.

La típica y tópica claridad del idioma castellano presenta algunas dificultades. Por ejemplo, los hispanohablantes no sabemos pronunciar las palabras que empiezan con una ese líquida. Así, la traducción de España al inglés la hacemos como Espain. Al dictador soviético lo llamamos Estalin. El letrero internacional del tráfico automóvil lo leemos como Estop, incluso, como Estó. Los mexicanos, más consecuentes, ponen el letrero de Pare.

Una peculiaridad del castellano es la letra eñe, que se introduce en el gentilicio España y en muy pocos más. Curiosamente, son escasas las voces que utilizan ese sonido; además, suelen ser despectivas (calaña, patraña, migraña, legaña, engaña, etc.). La eñe es rarísima en el comienzo de una palabra. En su día, los españoles dijeron ñudo, a lo que fue, después, el nudo. Hay un cierto orgullo étnico en disponer de un teclado con la opción de la letra eñe. Valga la historia popular de que, en Chile, a los españoles se les llama coños, al ser esta una exclamación característica de los inmigrantes españoles.

Otra aparente singularidad de la lengua castellana es la rareza de las palabras con el sonido ka. El cual existe y hasta abunda, pero, se escribe combinado con las letras ce o qu, como se hacía en el latín. Para mayor confusión, hay muchos hispanoparlantes que pronuncian algunas ces como eses (el seseo) o, también, como zetas (el ceceo). Todo esto supone cierta dificultad para los alumnos de español provenientes de otras lenguas. Pero, si no hubiera aprietos en la estructura de las lenguas, estas no habrían cristalizado. El habla de los humanos fue una etapa muy posterior a los gritos y balbuceos.