Vulgarismos del habla corriente


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AMANDO DE MIGUEL

Lo de vulgarismos no es despectivo; me refiero al modo de referirse a las cosas que distingue a las conversaciones corrientes. Ya, no suelen ser entre personas analfabetas, pues casi todos los españoles han recibido algún grado de escolaridad. Sus conversaciones sirven para evitar conflictos y facilitar la vida.

Obsérvese la voz bueno como introductoria de muchas intervenciones orales o respuestas. Es la misma razón por la que se evita el laconismo, que podría ser mal interpretado. Para esa función comunicativa sirve un ligero exceso de palabras; es el caso de la adversativa reduplicada, tan común: pero, sin embargo. La verdad es que tiene fuerza, aunque no parezca muy ortodoxa.

En la conversación cotidiana, se suelen deslizar algunas preguntas retóricas, que no esperan respuesta. Por ejemplo, el ¿qué quieres que te diga? O el ¿de qué estamos hablando? Esta última expresión es consecuencia del mimetismo del inglés. La frase no sé lo que te iba a decir cumple el parecido propósito latente de atraer la atención del interlocutor.

Un vulgarismo reconocido es el de sustituir la terminación correcta en -ado por la más cómoda de -ao. Por ejemplo, el consejo no pedido de ¡ten cuidao! Tan corriente es ese desliz que, socialmente, se considera, ya, correcto.

Un caso opuesto es el recurso que utiliza expresiones con intención didáctica, pero que suenan redichas. Por ejemplo, o sea. En la misma línea se sitúa la forma de señalar como más mayor a la persona que, simplemente, es mayor. Con cierto empaque intelectualoide, se puede acudir a un antes y un después, como si los adverbios estuvieran necesitados de artículo. Otro dispositivo para dar brillo a la conversación consiste en introducir un como, allí donde no significa nada. Por ejemplo, como más o como que.

Un vulgarismo muy socorrido es el de adornar la conversación con algunas palabras soeces muy comunes; tanto es así que acaban perdiendo su significación obscena. Actúan como relleno festivo para dar un poco más de énfasis a los enunciados o como simples formas de alivio o desahogo. Es el caso de coño, una de las voces más repetidas en la conversación, transformada, realmente, en una interjección más. No digamos, coñazo, que pierde todo su sentido primigenio; significa un epíteto para tachar a una persona o situación de aburrida o pesada. Normalmente, tampoco tiene que ver mucho con la sexualidad la calificación de una persona como encoñada, esto es, encaprichada con algo, sin que tenga que ser, por necesidad, una relación amorosa. Algo parecido sucede con putada, que ha perdido el posible parentesco con la prostitución; se refiere, solo, a una mala faena, una acción molesta. Algo similar se podría decir de ciertas expresiones, como jolIn, jo, jopé, jopelines; funcionan como exclamaciones, ñoñismos de una voz más sonora para el acto sexual por antonomasia.

Obsérvese que algunos de los términos considerados como típicos de una conversación corriente son, en el fondo, expresiones que quieren pasar por cultas o alambicadas. Es el caso del adjetivo propio, que se antepone a un sustantivo sin venir mucho a cuento. Es el mismo sentido que tiene el reiterar algunas expresiones manidas, que terminan siendo vulgares. Por ejemplo, la repetida observación de la luz al final del túnel, la cortesía del mejorando lo presente, el absurdo de salir el tiro por la culata, la redundancia de de una vez por todas. Aunque, nada como la expresión favorita para saludar una novedad: ha venido para quedarse.

Capítulo especial merece el tratamiento del llamado lenguaje inclusivo, el favorito del feminismo, cuando no tiene otra cosa que hacer. Sin ir más lejos, las autoridades judiciales acaban de zanjar la polémica sobre si se debe decir la juez o la jueza en el supuesto de una mujer. La sentencia salomónica es que se debe decir la persona juzgadora o algo parecido. Nada como las palmeras y los palmeros para aludir a los habitantes de la isla de La Palma, según nuestro amado presidente del Gobierno.

Hay veces en las que el cultismo se nos hace una vulgaridad. Acabo de oír una estupefaciente declaración del ministro de Agricultura: “No hemos tenido pluviometría”. Supongo que se refiere a lo que, antes, llamaban “pertinaz sequía”.