Temo a Amancio aunque traiga regalos


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

El izquierdismo, esa herejía del cristianismo, tomó la antorcha de aquella declinante religiosidad católica, revestida de curas limosneros y huchas con forma de negritos o indios, y sigue viendo en el siglo XXI, a pobres y desfavorecidos, como evocación de aquella medieval “imagen de Cristo”, que perduró más o menos hasta la revolución francesa.

La revolución francesa nos convirtió a todos en ciudadanos y la “égalité” desterró la figura del pobre como paria perpetuo adscrito a una casta en la que se nacía y se moría, y de la que no se podía salir. En consecuencia, poco a poco, se sustituyó la compasión por el miedo.

Resulta curioso, sin embargo, que ambas religiones salvadoras, cristianismo y socialismo, para un mismo hecho utilicen palabras distintas.

Queda desterrada así la caridad cristiana como contrapuesta y enemiga de la justicia social. Siendo así que la caridad teniendo algo de superior a la justicia, no goza, como concepto, del mismo crédito: en efecto, la caridad sobrepuja a la justicia. No es ya la voluntad constante y perpetua de dar a cada cual lo suyo, sino dar algo a lo que no estamos obligados más que por nuestra generosidad y nuestra moral más íntima.

Pero para la ideología salvadora hay caridad porque no hay justicia y por tanto el que practica la caridad contribuye a la injusticia enquistada del mundo con el modesto paliativo de su óbolo en lugar de utilizar la necesaria cirugía de la revolución.

La limosna, entendida como impuesto voluntario, pese a la común tendencia cristiano-socialista, cambia de naturaleza al cambiar de nombre: la caridad es religiosa y lamentable mientras que la solidaridad es laica y se debe enseñar en las escuelas. Ni se les ocurra cambiar los términos, porque no hay peor cuña que la de la propia madera.

No es tanto el amor al pobre como el odio al rico, lo que justifica que la solidaridad solo pueda ser practicada por el Estado o por las clases medias: el estado es solidario porque practica en nuestro nombre una caridad institucional para igualar lo que el rico depredó y que apenas remedia con los escasos impuestos que satisface. Básicamente ese es el dogma.

El rico nunca puede ser solidario porque no ha sido lavado del pecado original de su riqueza en las aguas bautismales de la ideología. Ya se sabe: lo del reino de los cielos, el camello el ojo de la aguja y el rico, ha sido asumido con entusiasmo y sigue tan vigente como en el siglo XII.

La criminalidad intrínseca del rico es, además, proporcional al tamaño de su fortuna.

No otra cosa explica la actitud del izquierdista español frente a los lamentables gestos de don Amancio Ortega: una vez más se le ha ocurrido donar equipos sanitarios contra el cáncer a la sanidad de diversas comunidades autónomas, por importe de 280 millones de euros.

El ex líder de Unidas Podemos, en ocasiones precedentes, calificó estas donaciones de “limosnas de millonarios”. Un rico, de este tamaño, no puede ser solidario. Ni siquiera puede ser caritativo. La caridad y la solidaridad deben ser desterradas de la faz de la tierra, porque son enemigas de la justicia social y tributaria: yo ya no le doy nada al “Domund” porque esto debe hacerlo el Estado, que antes debe habernos ordeñado al máximo al rico y al medio pensionista, hasta convertirnos en pobres, Y así todos seremos iguales. Imagen de Cristo.

Que lo sepan el papa Francisco, el padre Ángel y el pobre oficial de cada puerta de Mercadona. Que lo sepa también Florentino Pérez, que nunca ha dado nada a nadie que no sepa jugar al fútbol y no ofende a la sociedad con sus inexistentes limosnas, por lo que esta exento de cualquier crítica.

Se acabaron las limosnas. Viva la justicia.