La plusvalía contada a los niños


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Hay dos impuestos de rancia tradición en la hacendística municipal: la Contribución y la Plusvalía. La modernización legislativa de lo fiscal, y no sólo de lo fiscal, suele consistir en un alargar los nombres y un oscurecer todo lo posible los conceptos, para hacerlos cada vez más ininteligibles y misteriosos al contribuyente y al vulgo, siempre maligno, con el propósito de obligarlo a asumir su ignorancia y pagar sin hacer demasiadas preguntas.

Así la Plusvalía, hace ya muchas lunas, se convirtió en Impuesto Municipal sobre el Incremento del Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana.

Era un impuesto, pese a su impresionante nombre, de solera y tradición, que partía de la antigua realidad, aceptada e indiscutida, de que la vivienda siempre se vendía por una cantidad superior al precio de adquisición, y la modesta plusvalía no dejaba de ser un pequeño inconveniente que se sumaba a los gastos de notaría y registro, de un hecho que, a fin de cuentas, no era normalmente reiterado para el contribuyente medio.

La costumbre como fuente del derecho es mucho menos residual de lo que podría pensarse.

Pero llegó la burbuja inmobiliaria y su posterior explosión y se produjo un fenómeno contrario a las leyes de la física: hubo que vender viviendas por un precio inferior a su adquisición. Esa circunstancia contra natura de pagar dinero por perderlo, no conmovió al legislador que suele estar a sus cosas, pero sí interesó al Tribunal Constitucional, que con matices dio respuesta al desafuero en tres sentencias: STC 59/2017,126/2019 y la presente de 26 de octubre de 2021.

La sentencia del TC 126/2019 de 31 de octubre ya declaraba la inconstitucionalidad del precepto de la Ley de Haciendas Locales (107.4): “en aquellos casos en los que la cuota tributaria supera la plusvalía realmente obtenida, (...), aunque en el supuesto examinado no se sometía a tributación una situación de minusvalía o falta de incremento real, la aplicación del tipo de gravamen previsto en el art. 108.1 TRLHL a la base imponible calculada ex art. 107.4 LHL comportaba exigir al sujeto pasivo una carga ‘excesiva’ o ‘exagerada’”.

Es decir, en ese supuesto no había objetivamente una pérdida, pero la estructura del impuesto permitía que de su aplicación se infiriese la misma. El legislador silbó ligeramente mientras se ponía de perfil.

La doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos permitía deducir que cuando de la aplicación de la regla de cálculo prevista en el art. 107.4 TRLHL se derive un incremento de valor superior al efectivamente obtenido por el sujeto pasivo, “la cuota tributaria resultante, en la parte que excede del beneficio realmente obtenido, se corresponde con el gravamen ilícito de una renta inexistente en contra del principio de capacidad económica y de la prohibición de confiscatoriedad que deben operar, en todo caso, respectivamente, como instrumento legitimador del gravamen y como límite del mismo” (FJ 4).

Todo impuesto que no sea medieval y no exija la intervención de Robin Hood, exige que exista una capacidad económica observada con el ojo de halcón inmisericorde del Fisco: si uno pierde dinero con una operación, es obvio que esa pérdida no puede considerarse un beneficio ni una manifestación suntuaria de riqueza, especialmente si la pérdida se produce no por la aritmética de la diferencia del valor entre adquisición y la enajenación del inmueble, sino por la desconfiada estructura misma del impuesto. Esa fue la conclusión lógica del primer supuesto: si hay pérdida no puede haber impuesto porque que no hay incremento del beneficio.

La actual sentencia del Tribunal Constitucional, en la cuestión de inconstitucionalidad núm. 4433-2020, incide en el segundo principio vulnerado: la prohibición de la confiscación. En este supuesto si se produce una plusvalía, pero la tributación de la misma, precisamente por la estructura de diseño del impuesto, produce como efecto que la cuantía que el municipio exige, incida en lo confiscatorio, puesto que arranca, no la libra de carne de Shylock, pero sí un porcentaje (entre el 60,82 y el 58,90) que se estima que convierte el impuesto en confiscatorio.

La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos establece que la carga fiscal que supera el 52% debe considerarse confiscatoria.

El TC concluye, examinados los precedentes, que “en los supuestos enjuiciados en las SSTC 59/2017 y 126/2019, de la aplicación de las normas impugnadas resultaba siempre una cuota tributaria superior a la plusvalía real, dando lugar al gravamen de capacidades económicas inexistentes”. En el caso que se examina, existiendo enriquecimiento, la carga que se deriva de este enriquecimiento, resulta confiscatoria.

La Abogacía del Estado se opuso con el argumento de que aunque “la confiscatoriedad fiscal es una forma de expropiación indirecta de las fuentes de generación de la riqueza de un patrimonio y su producción, este principio sólo es predicable del sistema tributario en su conjunto y no de cada tributo en particular de forma aislada”. Un argumento perfectamente irracional, pero algo hay que decir.

La Fiscalía General del Estado intentó salvar el artículo con la excusa, tampoco muy sólida, de que ya lo decía la sentencia de 2019 ya se limitaba la demasía confiscatoria que la ciega mecánica del artículo pudiera producir y que en el caso concreto que se examina solo vulnera los principios de capacidad económica y no confiscatoriedad (art. 31.1 CE) en los supuestos donde la cuota tributaria es superior a la plusvalía realmente obtenida. Por lo que estima que “resultaría redundante un nuevo pronunciamiento sobre la inconstitucionalidad del art. 107.4 TRLH”.

La Sentencia es inusualmente clara y en su redacción se comprende perfectamente la razón de la misma, especialmente en este párrafo: “el legislador establece “la ficción de que ha tenido lugar un incremento de valor susceptible de gravamen al momento de toda transmisión de un terreno por el solo hecho de haberlo mantenido el titular en su patrimonio durante un intervalo temporal dado” (STC 59/2017, FJ 3). Razón por la que, en los supuestos de no incremento o de decremento en el valor de los terrenos de naturaleza urbana, “lejos de someter a gravamen una capacidad económica susceptible de gravamen, les estaría haciendo tributar por una riqueza inexistente, en abierta contradicción con el principio de capacidad económica del citado art. 31.1 CE” (FJ 3). Y ello porque “la crisis económica ha convertido lo que podía ser un efecto aislado ‒la inexistencia de incrementos o la generación de decrementos‒ en un efecto generalizado”.

Sin embargo, pese al absoluto sentido común que emana de la lectura de la sentencia, la Sala concluye con un estrambote inmotivado, político y probablemente inconstitucional: “B) Por otro lado, no pueden considerarse situaciones susceptibles de ser revisadas con fundamento en la presente sentencia aquellas obligaciones tributarias devengadas por este impuesto que, a la fecha de dictarse la misma, hayan sido decididas definitivamente mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada o mediante resolución administrativa firme. A estos exclusivos efectos, tendrán también la consideración de situaciones consolidadas (i) las liquidaciones provisionales o definitivas que no hayan sido impugnadas a la fecha de dictarse 31 esta sentencia y (ii) las autoliquidaciones cuya rectificación no haya sido solicitada ex art. 120.3 LGT a dicha fecha”.

La pregunta es ¿por qué?. Es una pregunta retórica, obviamente, pero no hay que preocuparse, la Ministra de Hacienda nos lo arregla en una tarde.