La dificultad de comunicarse


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AMANDO DE MIGUEL

El lenguaje no es algo natural. Los animales no hablan, esto es, no emiten sonidos articulados para transmitir mensajes, piezas de comunicación con sus congéneres. Al hombre primitivo le costó millones de años discurrir el habla como un recurso utilísimo para sobrevivir en un medio hostil. Puede que las primeras palabras designaran exclamaciones (aviso, alarma, peligro, afecto, etc.). Más tarde, se añadieron algunos sustantivos útiles para cooperar en la caza, en el cultivo de algunas plantas o en la confección de utensilios. Con el tiempo, ese primitivo lenguaje, con otros elementos gramaticales, sirvió para que una horda, tribu o aldea se distinguiera de los foráneos. Fuera como fuere, la evolución exigió que los lenguajes se elaboraran y fijaran cada vez más.

Durante cientos de miles de años, el lenguaje fue, solo, oral y acompañado de gestos. Penosamente, hace unos 10.000 años se descubrió la escritura, primero, simbólica o con ideogramas, y luego con letras y números. Aunque, pueda parecer increíble, un texto escrito se retiene mucho mejor que una alocución. Obsérvese el recurso a la impresión de frases o palabras escritas, que se superponen a las imágenes de la televisión. Es más, con tal procedimiento, se entienden mucho mejor las fechas, las cantidades, que sus expresiones habladas.

La gran revolución comunicativa, hace unos 5.000 años, fue el alfabeto. Otro gran salto fue la imprenta, hace unos 500 años, que permitió hacer muchas copias de un escrito. Se acompañó de un enorme esfuerzo por alfabetizar a la población. Scripta manent: los documentos escritos tienen un gran valor, pues se conservan. Ya, en nuestro tiempo la escritura electrónica ha permitido un avance colosal en la transmisión de textos e imágenes.

Es llegado el momento en que el progreso evolutivo sea el de comunicarnos mejor oralmente y por escrito. Eso equivale a dominar la estructura de la lengua propia o familiar y, si cabe, el conocimiento rudimentario de otras. No se trata de un lujo de unos cuantos académicos, sino de una necesidad para toda la población.

Modestamente, me corresponde sumarme a los muchos esfuerzos por analizar la idoneidad del castellano o español para comunicarnos de una forma más eficiente. Mi impresión personal es que los textos escritos (ahora, electrónicos) son más útiles que el teléfono para esa tarea de la incesante interacción.

Insisto en un hecho fundamental del castellano vigente: la decidida influencia del inglés. No se trata, solo, de contaminación o de préstamos en el discurso propio, sino de la oportunidad para conocer mejor nuestro idioma. Por ejemplo, a diferencia del inglés, en castellano, el verbo no necesita conjugarlo, anteponiendo el pronombre. Así, se pueden elegir una de estas tres formas: “yo pienso”, “pienso” o “pienso yo”, siempre, para el sujeto propio. Cada una de esas tres opciones permite un tono distinto. La tendencia actual, por mimetismo hacia el inglés, es la opción de “yo pienso”, lo que conduce a un énfasis exagerado en el sujeto.

Por definición etimológica, los “polos” son los extremos del eje de la Tierra o de cualquiera otra esfera y, por extensión, de cualquier volumen. Por tanto, son, solo dos. Por influencia del inglés, se acepta el solecismo de “bipolar”, que no deja de ser una torpe redundancia. Se utiliza para contraponerlo a “multipolar” (= que tiene varios polos). Lo cual, en rigor, es otra incorrección. Pero, es igual, lo de “bipolar” y “multipolar” se han impuesto como parte de la jerga científica de hoy.

Otro peligro de la importación anglicana es el abuso de ciertos adverbios en -mente, como “exactamente, absolutamente, obviamente, básicamente”. Se encuentran en los escritos actuales de forma desmedida, como simple imitación inconsciente del inglés. Los angloparlantes manifiestan una verdadera obsesión de convencer al interlocutor, de alardear de conocimientos o de experiencia. La tacha se nos ha pegado a los españoles. Otra ilustración de lo mismo es el arbitrio de la expresión “en cualquier caso”, aunque, no se colija de qué casos se trata. Lo peor de la mímesis anglosajona es el apego a otras muletillas sin mucho sentido, como “en este sentido” o “de alguna forma”, perfectamente, prescindibles.

Aunque, nada como la reiteración del “yo diría”. Los angloparlantes se pegan a ella, una y otra vez, para rebajar el enunciado que sigue, para convenir un cierto aire de provisionalidad. Es decir, no desean parecer dominantes; prefieren pasar por tímidos o irresolutos. A los españoles no nos preocupan tales reparos.

Puede ser que, por razones que ignoro, a los españoles nos resulte muy arduo el propósito de hilar una narración, hacerla atractiva o creíble. De ahí, que nos aficionemos a la insólita expresión “en un momento determinado”, tan reiterada como inútil. Es evidente que todo sucede en un cierto momento y no en otro. Da la impresión de que el uso de las palabras es gratis, por lo que el derroche léxico está a la orden del día.