Unas letras sobre el idioma español


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AMANDO DE MIGUEL

El mayor capital de que disponemos los españoles e hispanoamericanos es el idioma común: el español. Pueden transitar por él todos los que lo aprenden, teniendo otra lengua familiar. Por cierto, se trata de la mayor población del mundo, después de los que aprenden o estudian el inglés.

Para empezar, “español” es, ya, una palabra, estadísticamente, rara en nuestra lengua. Aproximadamente, de los 200 gentilicios nacionales, que pululan en las sedicentes Naciones Unidas, solo hay dos que terminen con el sonido -ol: español y mongol.

Otra extrañeza es que, aun siendo el español una lengua expansiva en todo el mundo (no sé si en Mongolia), el hecho paradójico es que, en España, retrocede. Hay cinco regiones (Cataluña, Valencia, Baleares, País Vasco y Galicia) donde su sistema educativo prima el cultivo de las respectivas lenguas “propias”. A pesar de lo cual, sus habitantes se pueden desenvolver, tranquilamente, en castellano.

Uno de los inconvenientes y provechos del español o castellano es su simplicidad fonética: solo, maneja cinco vocales. Curiosamente, es la misma cualidad que tiene el vascuence, y de la que no participan los otros romances, los derivados del latín. No es casualidad. Se dice que el castellano nació como una especie de latín vulgar hablado por algunos frailes vascos.

La claridad fonética lleva a una cierta desventaja: la lengua española resulta bastante monótona. La mayoría de sus voces acaban en “a” o en “o”. Se añade la reiteración de las voces terminadas en “ón”.

Aunque se ha impuesto la etiqueta de “español” como idioma, lo más razonable sería decir “castellano”. Es el mismo argumento por el que llamamos “inglés” (y no “británico”) al idioma común del Reino Unido y de tantos otros países de similar cultura. Sin embargo, tal lógica no funciona en nuestro caso. El antiguo reino de Castilla, ya, no existe; aparece troceado en varias “comunidades autónomas” (regiones administrativas) de España.

Todas estas paradojas conducen, dramáticamente, a lo que mi amigo Luis Español Bouché ausculta como “el odio de los españoles contra una parte de ellos mismos”. Lo aplica, por ejemplo, a la aversión contra lo “castellano” o “español” en las regiones bilingües por parte de los nacionalistas hegemónicos. En inglés, se podría decir self hatred, pero es una expresión tan fuerte, que ni siquiera se emplea.

Una consecuencia de la monotonía fonética del español o castellano es el constante peligro de las rimas no deseadas en la prosa corriente. Es algo a lo que no se le da importancia en los escritos en inglés. Por lo mismo, el hispanoescribiente culto se preocupa mucho de que la misma palabra no se repita en un mismo párrafo, a no ser que sea imprescindible. En inglés, no hay cuidado de tal reiteración.

Otro escrúpulo que acomete al que redacta un texto en español es la confusión que se establece con los pronombres demostrativos (este, ese, aquel; y los correspondientes plurales). Lo mejor es evitarlos, siempre que se pueda.

Una última recomendación, como consecuencia de la constancia de la citada monotonía y por un principio de cortesía hacia los lectores. Apenas la siguen escritores renombrados, no digamos los del montón. Se trata de que las frases, entre punto y punto, no deben contar con más de 30 palabras. Es una norma que yo cumplo, pero, que algunos lectores interpretan como una extravagancia. Lo es en términos estadísticos, pero insisto en su conveniencia. Por la misma razón de claridad, las aposiciones y adverbios debe ir entre comas. La razón es simple: esas formas gramaticales suelen implicar frases implícitas. Son tantos los escritos, ahora, circulantes, que las exigencias ortográficas, que digo, se imponen por utilísimas. Algunas de ellas las he aprendido de mi amigo Ángel Martínez de Lara, que fuera alumno y, hoy, es colega y maestro.