No me llames Dolores, llámame Lola


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Siempre me ha llamado la atención la fuerza misteriosa, casi diabólica, de las palabras. Cuando la escritura era cosa de minorías y esclavos griegos, los romanos estudiaban el arte de la oratoria durante nueve años, a pesar de aquel adagio, también latino, “verba volant, scripta manent”. La escritura hasta el siglo de las Luces no fue un instrumento que cambiase la realidad, mientras el discurso bien construido siempre electrizaba a las masas o a los senadores con sus fuegos artificiales y la inmediatez de la retórica.

Con el neoanalfabetismo digital la expresión verbal ha recuperado su poderosa fuerza de antaño. Ya casi nadie lee. Pero todos, a veces por desgracia, tenemos que oír.

Dudo de que los políticos profesionales dediquen nueve años de su vida a estudiar las técnicas oratorias de Quintiliano dirigidas a persuadir a los auditorios, pero, desde luego, son conscientes de la importancia de las palabras que se utilizan para seducir a las masas.

Vuelve, nunca se fue, el eufemismo. El eufemismo hace desaparecer, como por ensalmo, el concepto con la simple mutación de la palabra: la realidad que no satisface se alivia si al menos desaparece con la nueva palabra que la suaviza y enmascara. La dura y fea realidad misma de los hechos, se reviste con el disfraz de la nueva , dulce y meliflua. Y el encantamiento, casi siempre tiene lugar.

Ni siquiera hace falta ser filólogo ni lexicógrafo, a veces, cuando conviene, la lengua se inventa. Los nazis, y en general los sistemas totalitarios fueron maestros en esto. Un filólogo judío, Víctor Klemperer, contemporáneo de estos desafueros que presagiaban otros mucho mayores, lo relató en su libro “LTI. La lengua del Tercer Reich: Apuntes de un filólogo”.

El Gobierno, que como los drogadictos nunca tiene suficientes recursos, está estudiando, sin estudiar sus consecuencias, cómo implantar con vaselina un nuevo impuesto, pero el nombre que se está usando en los medios, vaya por dios, no le gusta mucho: el peaje. Un par de años después de suprimirlo en algunas autopistas “de peaje”, parece que quiere volver a implantarse no ya en las autopistas “de peaje”, sino en autovías, carreteras, caminos y cañadas de trashumancia.

Parece ser que dado el déficit público hay que ordeñar de nuevo a la triste vaca que fuera el orgullo de la transición. Europa nos lo ordena y hay que cumplir, para que el elefantiásico déficit no siga consumiendo nuestros recursos e hipotecando nuestro futuro.

El problema es la palabra. Ya le pasó esto a Zapatero y su ministro Solbes: no les gustaba la palabra “crisis” y la sustituyeron tenazmente por “desaceleración rápida”. Al final no consiguieron persuadir al auditorio y cayó el gobierno con estrépito. No funcionó la “captatio benevolentiae” de Quintiliano.

No me gusta mucho la palabra que quiere usarse para esquivar el “peaje”: “tarificación”, es fea como casi todo lo nuevo.

Pero no han de faltar palabras. Sería muy bonito recuperar del purgatorio de las palabras muertas aquellas palabras que en su día fueron suplantadas por eufemismos que fueron nuevos y cuyo propósito era siempre el mismo: hacer menos doloroso el trance de hurgar en los bolsillos del contribuyente.

Son mucho más bonitas que “tarificación”, por ejemplo: “Portazgo”, “Alcabala”, “Montazgo”, “Tercias Reales”, “Fonsadera”, “Almojarifazgo”… y la mejor: “Sisa”.

Ya que uno paga, al menos que sea usando palabras bellas y de rancio abolengo.