La calle opina


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PEPE BALLESTA

HABLO DE UNA opinión culta, aunque no forzosamente o no siempre erudita. Gente de formación media o superior o autodidactas no indiferentes. Es decir, gente de la calle, esa que diariamente debate en la cafetería, en el trabajo o mientras pasea con sus amigos o familiares. Hago esta aclaración porque no todo el mundo se preocupa por lo que ocurre ni se pregunta qué pasaría si las cosas sucedieran o hubiesen acaecido de otro modo. Hay por ahí mucho indiferente, multitud de adoctrinados y no pocos acomodados con la subvención.

En ese ambiente, digo, es frecuente que surja el dilema de “monarquía parlamentaria o república” y todos opinamos, quizás sin mucho rigor para un académico, pero sí con algún fundamento y con argumentaciones que hacen reflexionar. Es un hecho que las monarquías parlamentarias que hoy existen están entre los países más libres y desarrollados del mundo y que todos gozan de una larga tradición monárquica. Tan absurdo sería hoy intentar instaurar una monarquía parlamentaria en Estados Unidos como tratar de convertir a Inglaterra en una república. No parece inteligente cambiar lo que funciona bien. Además, es innegable que las libertades y el estado de bienestar de Suecia o Inglaterra, por ejemplo, nada tiene que envidiar a las de Francia. Son, sencillamente, dos modelos de democracia que tienen sobradamente demostrada su eficacia y cuya única diferencia es la forma de elección de la Jefatura del Estado.

Pero juguemos un poco con la Historia y echémosle imaginación a la cosa. Empecemos por la Europa más próxima. ¿Cómo habría evolucionado el mundo si Alemania, Francia, Italia y España hubiesen seguido en su día el modelo inglés y sus absolutismos hubiesen girado hacia una monarquía parlamentaria? Francia, pongamos por caso, a lo mejor se habría ahorrado la guillotina, a Robespierre y al loco ególatra de Napoleón y todas las guerras y muertes que causó. Alemania, quién sabe, habría evitado que el genocida Hitler llegase al poder y, con ello, el mundo se habría librado, por qué no, del horror de la segunda guerra mundial y la monstruosidad del holocausto. Por la misma regla de tres, Mussolini no habría llegado a ser nadie en Italia y en España nos habríamos librado de las dos nefastas repúblicas, la guerra civil y los cuarenta años de dictadura. Por cierto, a pesar de Napoleón, cien años después de que Inglaterra nos mostrase el camino, España estuvo a punto de conseguirlo en la “tacita de plata” de nuestra Andalucía con una constitución moderna para entonces, liberal y que empezaba a situar la monarquía donde debía estar. Pero un rey felón, cobarde y “mamón” lo impidió. Casi dos siglos después, lo estamos intentando de nuevo. Antes teníamos buenos vasallos y un mal señor. Hoy tenemos un buen señor y preparado para la tarea, esperemos que modernos felones como Zapatero y Pedro Sánchez no lo echen todo a rodar.

Viajemos ahora con la imaginación un poco más lejos. Supongamos que en Rusia y en China hubiese ocurrido otro tanto y sus monarquías se hubiesen democratizado girando hacia una monarquía parlamentaria. ¿Se habría librado el mundo de la experiencia comunista de estos cien años de miseria y esclavitud? ¿Cómo habría transcurrido la historia sin la presencia en el poder de genocidas como Lenin, Stalin, Mao y otros que están en la memoria de todos? ¿Estaría hoy el mundo sin el dique que supone esa ideología para el desarrollo y la libertad de los países? Lógicamente, no podemos saberlo. Pero resulta curioso que los países que evolucionaron del absolutismo a la monarquía parlamentaria hayan sufrido las consecuencias de las guerras ocasionadas por otras naciones, pero no hayan tenido convulsiones internas – las del Reino Unido han sido por otras causas -, llegando al máximo nivel de libertad y desarrollo conocido hoy en el mundo.

Y, ya que hemos nombrado al comunismo, está también muy presente en las tertulias de la gente la paradoja que supone el que la hoz y el martillo, símbolo de la ideología más represiva, genocida e involucionista del mundo, no sea rechazada por las sociedades libres con la misma intensidad que la esvástica, cuya sola presencia, con sobradas razones, hace estremecerse a cualquiera con un mínimo de sensibilidad. El símbolo comunista, en cambio, es lucido con orgullo en sus sedes y banderas por quienes, conservando además el nombre de “partido comunista”, pretenden hacernos creer que luchan por la libertad y la democracia. Y, esto es lo paradójico, además de no escandalizar a nadie, consiguen engañar al suficiente número de ciudadanos como para llegar a ocupar sillones del consejo de ministros de un país libre y democrático como es España. Pero bueno, como dicen que es imposible engañar a todo el mundo todo el tiempo, abrigo la esperanza de que pronto llegue ese rechazo y solamente los descerebrados sean capaces de lucir con orgullo una camiseta con el rostro del Che Guevara o enarbolar una bandera con la hoz y el martillo.