La batalla de Lepanto, año 1571


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ADOLFO PÉREZ

Durante el siglo XVI, mientras los europeos se destrozaban entre sí en los campos de batalla del continente, en Oriente aumentaba y se solidificaba el poderío turco. A los ojos de los cristianos el imperio turco les aparecía como admirable, pero algunos cristianos, y en especial los españoles, no sólo aborrecían a los turcos, sino que les temían. Ese temor estaba justificado por las frecuentes incursiones de piratas turcos y berberiscos en las costas del Levante, que las más de las veces se realizaban con tal impunidad que presagiaban lo peor: una invasión de envergadura. Tal temor y su deriva quedó muy bien expresado por las Cortes de Toledo de 1558, donde se dijo que “las tierras marítimas se hallaban incultas y bravas y por labrar y cultivar, porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan las gentes estar y así, y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras y todo el pasto”. O sea, el terreno de una franja costera de cuatro o cinco leguas tierra adentro, a lo largo de la cuenca mediterránea, estaba sin cultivar por temor a las incursiones de los corsarios. Una legua equivale a unos 4.500 metros de longitud.

Los corsarios turcos y berberiscos causaban graves daños en los dominios españoles e italianos de Felipe II, que dispuso diversas expediciones de castigo contra ellos a partir de 1560 (isla de Gelves, Peñón de Vélez de la Gomera, isla de Malta) que no obtuvieron el éxito deseado. En 1570 la amenaza turca se consumó sobre la isla de Chipre, posesión veneciana y adelantada de la Cristiandad en el Mediterráneo oriental. El gran empuje logrado por el Imperio turco había alcanzado su máximo esplendor con Solimán el Magnífico. En la Europa continental su territorio lindaba con Hungría. El sucesor de Solimán fue Selim II, al parecer un ser avaro, lujurioso y cruel. Se cuenta que la pasión de Selim II por la bebida le impulsó a la conquista de Chipre, tan celebrada por sus vinos. Hasta el sultán turco llegó la petición de socorro de los moriscos granadinos. Selim II se inclinó por hacerse de Chipre y envió a la Señoría de Venecia un ultimátum mediante el que se le exigía la entrega inmediata de Chipre. Pero al no ceder los venecianos, en agosto de 1570 la flota turca arribó en Chipre y después de un largo asedio, con el hambre haciendo estragos, la República de Venecia, no pudiendo resistir más, aceptó una honrosa capitulación.

Las fuerzas de Venecia no eran las de antaño, para mayor desgracia, poco antes de la pérdida de Chipre, un fuego había destruido el arsenal. Entonces Venecia imploró el auxilio de las potencias cristianas. Ni el Imperio alemán, ni Francia, y menos Portugal o las ciudades – estado italianas le prestaron auxilio alguno, cada una por diversos motivos; sólo quedaban la España de Felipe II y la Santa Sede del papa Pío V. Ambos: el poder temporal y el espiritual habrían de salvar a Venecia y a la Cristiandad del poderío turco. El papa, que llegó a ser san Pio V, enseguida ofreció a la Señoría veneciana 12 galeras equipadas a su costa. Este papa italiano, desde su elevación al pontificado soñó con organizar una cruzada contra el turco, cosa que logró al formar con España y Venecia la Liga Santa, que culminó en Lepanto. Para lograr su sueño, en 1570 escribió a Felipe II una carta, pues estaba seguro que el rey de España, que ya había liberado Malta de las acometidas de Solimán, no abandonaría a los venecianos, aunque los lazos de amistad con aquella República no fueran muchos. En seguida Felipe II adoptó las medidas oportunas para coronar la acción pretendida, en tal sentido ordenó su almirante en Sicilia, Juan Andrea Doria, que se uniera a la flota de Venecia y a las galeras del papa. Pero no fue fácil acordar las condiciones de la Liga debido a que los venecianos entorpecían queriendo imponer su criterio.

Claro que la alianza tenía otras perspectivas más amplias, no sólo para la defensa de Chipre, que era la pretensión de los venecianos, sino acabar con el dominio de los turcos en el Mediterráneo. Gracias al celo y al empeño del gran pontífice Pio V se soslayaron los recelos de unos y otros. Felipe II se hizo cargo de la dirección de la empresa y se firmaron las estipulaciones de la Liga, entre ellas que la Liga tendría carácter permanente a fin de aniquilar el poderío turco; que ninguna de las tres potencias por sí misma podría pactar paces o treguas con los turcos sin el acuerdo de los otros aliados. Como socio mayoritario, Felipe II nombró generalísimo de la Liga a su hermanastro don Juan de Austria, hijo bastardo de Carlos I y de la dama alemana Bárbara Blomberg. Nacido en Ratisbona (Alemania) y educado en España. Sus contemporáneos lo describen como un personaje adornado de excelentes virtudes y bien dotado físicamente, con mucho éxito entre las mujeres. Al ponerse al frente de la flota de la Liga contaba 24 años y la experiencia de su participación en la guerra causada por la sublevación de los moriscos de las Alpujarras. El 20 de julio de 1571 embarcó en Barcelona y puso rumbo a Nápoles donde recibió el estandarte de la Liga Santa y el bastón de generalísimo, bendecido por Pío V.

De Nápoles se trasladó a Mesina donde fue obsequiado con muchos festejos. Allí permanecía concentrada una poderosa flota integrada por naves venecianas, españolas y pontificias. Eran 166 las galeras que portaban la insignia de España, incluidas las genovesas, napolitanas y sicilianas, que dependían del dominio hispánico. Estaban las 12 del papa, 144 venecianas y nueve de Malta. La escuadra, comandada por el generalísimo Juan de Austria, iba a las órdenes de experimentados marinos, uno de ellos Juan Andrea Doria. Las naves iban tripuladas por 50.000 hombres, entre marineros y remeros, con más de 30.000 soldados, en su mayor parte españoles, bien es verdad que los soldados eran gente bisoña, nueva en las lides del mar, porque los tercios de veteranos estaban en Flandes. El 16 de septiembre de 1571, del puerto de Mesina donde estaba fondeada, zarpó la escuadra cristiana en busca de la turca. El 26 de septiembre llegaron a la isla de Corfú (isla griega del mar Jónico) donde supieron que la armada turca se hallaba en el golfo de Lepanto. La flota turca la comandaba Alí Pacha, Kapudán Bajá (Gran almirante), joven inexperto favorito del sultán, con mandos duchos en el combate naval. Los turcos contaban con fuerzas superiores a la de la Liga, en barcos y hombres, un contingente de soldados que pasaba de 100.000, entre los que iba un buen número de los temibles jenízaros (soldados cuya misión era proteger al sultán).

La flota cristiana iba al encuentro de la turca cuando en una nave de la Liga surgió un hecho desagradable. Al ir escasos de hombres los navíos venecianos, hubo que completar sus dotaciones con soldados españoles, y se dio la circunstancia de que surgió una pelea entre vénetos e hispanos, que el capitán del navío resolvió mandando ahorcar a dos arcabuceros españoles, lo que indignó a don Juan de Austria al que costó trabajo tranquilizar en beneficio de la misión que trataban de cumplir con éxito. El domingo 7 de octubre de 1571 la escuadra de la Liga Santa llegaba a la altura de la isla de Curzolari. Una goleta divisó las velas enemigas. Fue enarbolado el estandarte de la Liga y un cañonazo anunció la proximidad del combate. Don Juan de Austria arengó a los cristianos y se aprestó a la lucha decidido a poner fin cuanto antes al poderío naval turco en el escenario de una gran batalla.

El dispositivo del combate de la Liga se dispuso con ocho galeras en vanguardia a las órdenes de don Juan de Cardona; 66 galeras en el centro al mando directo de don Juan de Austria; 54 en el ala derecha bajo las órdenes del veneciano Agustín Barbarigo, que actuó heroicamente; 54 había en el ala izquierda a cuyo mando estaba el genovés Andrea Doria; y 31 en vanguardia a las órdenes de don Álvaro de Bazán. Los turcos atacaron con gran furia, pero la batalla, pródiga en hechos heroicos, acabó con un rotundo triunfo de don Juan de Austria. La escuadra turca perdió infinidad de naves, hundidas o capturadas, con un gran número de bajas, más de 20.000 muertos, entre ellos Alí Pachá, y 8.000 prisioneros. Los muertos cristianos fueron 8.000 y los cautivos rescatados fueron más de 12.000. En este tiempo ingleses y holandeses adoptaban una moderna táctica naval cifrada en la rápida maniobrabilidad de sus ágiles navíos, mientras que en la batalla de Lepanto fue un combate a la antigua usanza en el que las naves eran fortalezas que se tomaban al asalto, como los castillos de tierra firme, con idéntico desprecio de la vida en atacantes y defensores. En ambos campos los hechos heroicos fueron múltiples. Ejemplo de bravura fue don Juan de Austria, que fue herido; igualmente fue un bravo soldado Alejandro Farnesio, nieto de Carlos I, hijo de una hija ilegítima suya.

Portada por un correo genovés, el 31 de octubre llegó a Madrid la gran noticia de la victoria. Felipe II recibió con mesura la noticia de la página más brillante de la historia de su reinado, que se celebró con solemnes ceremonias religiosas en las que el rey se conmovió hasta saltarle las lágrimas al oír el canto del salmo “Domine in virtute tua laetabitur rex” (El rey se alegrará de tu poder, oh Señor). Parece que esta alegría redundó en un gran cariño de Felipe II hacia su hermano bastardo, que aspiraba a una entrada triunfal en Madrid, pero el rey lo retuvo varios meses en Mesina. Escribe el profesor Pérez Bustamante que la batalla de Lepanto causó una gran impresión en Europa y elevó al más alto grado el prestigio de España y de Felipe II, cuya victoria se le debió en buena parte. Con el triunfo se debilitó notablemente el poderío turco y se hicieron posibles la navegación y el comercio en el Mediterráneo y se apartó del mundo cristiano la temible amenaza turca. La figura de don Juan de Austria adquirió un singular relieve por su buen hacer bravura en el combate.

Sin embargo, los provechos no se correspondieron a la importancia de la victoria, que por la división de los aliados feneció la Liga.
Como dato histórico notable de la batalla de Lepanto es que en ella participó como soldado arcabucero el más grande de los escritores de la lengua castellana, Miguel de Cervantes Saavedra. Son desconocidos los motivos que lo impulsaron a enrolarse en la Armada en julio de 1570, puede que aspirara a hacer fortuna en la milicia, pero es bien cierto que estaba orgulloso de su condición de soldado y de las heridas que recibió. Hasta llegar el combate con los turcos lo pasó con la tropa en Nápoles, enrolado en ‘La Marquesa’. El día de la batalla Cervantes estaba enfermo, aquejado de fiebre y vómitos, pero no rehusó entrar en combate y ocupó su puesto. En su nave hubo cuarenta muertos, entre ellos el capitán, y más de cien heridos, uno de ellos Cervantes con tres heridas, dos en el pecho y uno en la mano izquierda. Lo llevaron a un hospital de Mesina (daría gusto ver el hospital). Las heridas graves del pecho sanaron, pero la de la mano le invalidó, de ahí que sea conocido como ‘El manco de Lepanto’. Allí recibió la visita de don Juan de Austria por el que Cervantes sentía veneración y del que siempre tuvo un gran recuerdo.

Bibliografía. Profesor Ciriaco Pérez Bustamante: Compendio de Historia de España. Universitas: La batalla de Lepanto. Salvat, S.A. Marqués de Lozoya: Historia de España. Salvat, S.A., Barcelona.