El temor a las comparaciones


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AMANDO DE MIGUEL

Mi amigo, Carlos Díaz, una eminencia de la filosofía personalista, se ocupa, también, de las cosas menudas de la vida cotidiana. Me envía un escrito, en el que se rebela contra el sentir general de que “las comparaciones son odiosas”. En efecto, algo hay, en la mentalidad prevalente de los españoles, que se resiste a la operación de relacionar unas cosas con otras. Claro que no se pueden comparar peras con manzanas, pero, ambas son futas. El castizo matiza: “perdone usted el comparando”, como si acabara de deslizar un escarnio. En el sentido corriente, lo “incomparable” no es, solo, lo que no admite comparación, sino lo óptimo, pero, por inalcanzable. Se supone, pues, que el acto de contrastar una cosa con otra es, ya, un desdoro.

Frente a tales reservas, inscritas en el lenguaje cotidiano, resulta que el testimonio de una opinión se asocia, muchas veces, con la disposición a parangonarla con la contraria. De forma más estudiada, el lenguaje comparativo es el típico del razonamiento científico o intelectual. Concretamente, es el método que se sigue en todo tipo de experimentos.

Reconozco que la sociología que yo he practicado, en miles de páginas, ha sido, casi siempre, comparativa. Aunque enfocada a la situación española, la contrasto con otros países próximos o, a veces, el suceso de una fecha con otro parecido en un tiempo anterior. Es la mejor manera de hacer avanzar el conocimiento.

En los textos literarios, asoman, continuamente, comparaciones más finas, a través, de analogías, alegorías, metáforas o, simplemente, adjetivos. Se trata de figuras del lenguaje, que aparecen, bastante tarde, en la evolución de los idiomas. La resistencia de los españoles a establecer comparaciones es el recuerdo inconsciente de algo más sutil y miserable: la prohibición de pensar por parte de quien se cree con autoridad para proclamarlo.

Las comparaciones se establecen entre elementos desiguales, pero, que presentan algún elemento de proximidad o parentesco. Es lo normal en muchos aspectos de la vida en la sociedad. Por ejemplo, entre varones y mujeres, a igualdad de estratos etáneos. No ha mucho, en un organismo oficial, a mi me censuraron el manuscrito de un libro, que trataba, precisamente, de cotejar las diferencias entre las actitudes de varones y mujeres de las mismas cohortes de edad. La fuente era muy laboriosa: docenas de encuestas. Por lo visto, tal investigación comparativa contradecía la tesis oficial de que varones y mujeres deben de ser iguales en todo y, por tanto, deben serlo. Es la típica confusión entre deseos y realidades, otra característica de la mentalidad dominante en España.

Comprendo que la acción de cotejar A con B supone rebajar, un poco, A, cuando se parte de una preeminencia, natural o asentada, de B. Sin embargo, en la realidad, no hay tales rangos o jerarquías, y menos para siempre.