La casa


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ALMERÍA HOY / 01·07·2021

Cuando nací, hace ya un montón de tiempo, mis padres vivían aún en casa de mis abuelos. Eran años de postguerra y dificultad y mi madre, única mujer de cuatro hermanos y con poco más de veinte años, tardó en conseguir el beneplácito de mi abuelo para abandonar el nido. Llegado el momento, su padre le rogó que, puesto que iban a seguir viviendo en el mismo pueblo, permitieran que yo continuase con ellos. Me crie, por lo tanto, en casa de mis abuelos maternos. En ella nací – entonces no había hospitales – y en ella viví hasta el día que salí para casarme. Pero ni mucho menos rompí al hacerlo el cordón umbilical que a ella me unía.

Fueron mis padres, fallecido mi abuelo muy pronto, los que volvieron después a ella, todavía en vida de mi abuela, y allí vivieron hasta el día de su muerte. Mi padre murió muy joven, solo con 56 años. Mi madre tuvo más suerte, cumplió 92 años plenos de energía y ganas de vivir y ejerciendo una tremenda influencia en sus hijos, nietos y bisnietos. Pero es ley de vida y un día se fue y mis hermanos, somos seis, decidieron vender la casa. Ocurrió esto cuando yo estaba pasando por un periodo de gran dificultad económica y no pude evitar la venta. Hasta aquí el relato de una situación que se repite en miles de familias, fallecen los padres y el patrimonio es, lógicamente, troceado o vendido; sobre todo cuando, como en este caso, la casa es el único bien a repartir.

Lo extraordinario es que mi mente no acepta esa realidad – y les aseguro que estoy totalmente cuerdo – y, a pesar de que la casa ha sido derruida y, en su lugar, construida otra, cuando paso por delante yo sigo viendo mi casa, los mismos muros, el mismo zaguán en el que, de niño, esperaba con “la Dolores” a que llegase el cabrero para ordeñar la cabra que nos proporcionaba la leche del desayuno; el mismo ventanal por el que ya no asoma la cabeza de mi madre sentada en su mesa camilla; el mismo balcón desde el que mis padres veían pasar a su Señor de la Caída y bajo el cual se paraba el paso para hacer una “levantá” en honor de sus camareros; el mismo patio en el que cenaba con mi abuelo antes de irme con él al cine de verano; el mismo mirador en el que la tita Paca hacía encaje de bolillos y desde el cual mi abuela – mi mamá María – veía pasar y saludaba a sus vecinos.

Todo eso y muchas más cosas viene a mi mente cada vez que paso por el lugar donde estaba mi casa. Y lo curiosos es que solo ocurre desde su derribo. Parece que sus muros, impregnados de la esencia de sus moradores, mitigaban el dolor de la ausencia de tus seres queridos y, al desaparecer, sientes un profundo vacío que tratas de llenar con el recuerdo de las vivencias que a su amparo se produjeron y tu mente se niega a borrar para siempre esas imágenes y, además de archivarlas en tu memoria, fabrica un espejismo para que tú sigas viendo siempre tu casa tal como era, invulnerable, imposible de hacer desaparecer.

Pienso a veces que ese es un regalo que me hace la casa como agradecimiento a lo feliz que en ella he sido en todas las etapas de mi vida. Todo lo malo que me ha ocurrido ha sido fuera de sus muros. Y, mientras todo esto digo, reparo en que si dentro de esa casa siempre he sido feliz será porque sus moradores, en todas las etapas de mi ya larga vida, han conseguido que así sea. Es decir, soy un ser tremendamente afortunado que ha tenido y tiene una familia excepcional.

Fue la casa testigo y cómplice de mis desvelos por culpa de un arrebato místico que me llevó al seminario. Y ocurrió un día que estando yo paseando vestido con sotana por las glorietas, mi padre, que me contemplaba junto a mi madre desde el ventanal, le dijo que yo nunca sería sacerdote porque él estaba seguro de que no tenía vocación. La casa lo oyó y, cuando volví a ella, algo me empujó a mi dormitorio. Cogí pluma y papel y escribí a Maribel – Hoy madre de mis cuatro hijos y abuela de mis seis nietos– para comunicarle mi decisión de dejar el seminario y correr a cobijarme en sus brazos. Y en ellos sigo guarecido sesenta años después.

Ya sé yo que lo que veo son imágenes no reales que mi imaginación fabrica. Sé que es una ilusión, pero es estupendo porque evita una frustración. Dicen quienes me conocen que soy un optimista patológico y algo imaginativo. Pues muy bien. No saben los prosaicos lo que se pierden.

Las casas deben construirse con vocación de perdurabilidad y nunca, bajo ningún concepto, deben derruirse sino ir reformándose y adaptándose a los tiempos. Los pueblos con solera y embrujo son aquellos que conservan las casas construidas muchas generaciones atrás y tienen por ello, además, alma e historia. ¿Estamos aún a tiempo de que Huércal-Overa, dentro de muchos, muchos años, sea uno de ellos? No sé. Nuestro pueblo ha sido construido para usar y tirar. Como si de un decorado cinematográfico se tratase. Pero quizás merezca la pena empezar de nuevo.

PD: Con el tiempo pasa lo mismo que con cualquier otra posesión. Cuando se tiene mucho, se tiende a derrocharlo. Después, siempre falta.

Otra cosa: Hago política para defenderme del poder. Y, también, porque me gusta y porque me da la gana.

Y otra: El poder es más peligroso cuanto más incapaz y vanidoso es el poderoso.