El Gran Capitán (1453 – 1515)


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ADOLFO PÉREZ

Dice don Marcelino Menéndez y Pelayo que hoy, con la misma verdad que repite la voz unánime de la Historia y afirma el sentir común de nuestro pueblo, que en tiempos de los Reyes Católicos fue en España la mayor empinación, triunfo, honra y prosperidad que nunca España tuvo.

Claro que, a pesar de la certera observación del ilustre académico, no se puede obviar la realidad inmediata anterior de Castilla, la de un reino alborotado antes de la llegada de Isabel y Fernando. A la muerte de Enrique IV (1454 -1474), hermanastro de la reina Isabel, la situación del reino era más que desastrosa. Una triste época, caracterizada por su tenebrosidad y anarquía, que parecía el inicio de la disolución de un Estado decrépito. La autoridad real había perdido su prestigio y hasta su decoro, la nobleza vivía en continua subversión; los alcaides de las fortalezas y castillos actuaban a su antojo; bandas de malhechores infestaban los campos; la vida económica estaba arruinada; y no había lugar en el reino donde no se cometieran robos, atropellos y delitos de todas clases.

A la muerte del rey de Castilla Enrique IV (1474), fue proclamada reina su hermanastra Isabel, que junto con su esposo Fernando V de Aragón, hubo de hacer frente a Juana la Beltraneja, hija de Enrique IV, apartada de la sucesión por considerar que no era hija del rey, sino de Beltrán de la Cueva, su favorito. El bando de Juana la Beltraneja, que la consideraba legítima heredera de Enrique IV, estaba decidido a colocarla en el trono deponiendo del mismo a la reina Isabel. Para lograrlo, como sus fuerzas eran inferiores consiguieron casar a la Beltraneja con Alfonso V de Portugal, sobrina suya, a fin de que se aliara a la causa pensando en ser rey de Castilla. La guerra civil estaba servida, la cual duró cuatro años, de 1475 a 1479, con diversos episodios bélicos, siendo el más significativo el de la batalla de Toro a favor de Isabel y Fernando (marzo de 1476). El tratado de Alcáçobas puso fin a la guerra: los Reyes Católicos fueron reconocidos como reyes de Castilla, Juana la Beltraneja renunció a sus derechos y se clausuró en un convento de Coimbra.

A partir de entonces la labor de los Reyes Católicos se encaminó a buscar los medios para conseguir la reunión de todos los Estados peninsulares, con su casamiento ya habían logrado la unión de Aragón y Castilla, ahora le tocaba al reino de Granada, territorio peninsular que deseaban librar de la dominación musulmana. La guerra duró diez años, aprovechándose con gran habilidad los Reyes Católicos de las discordias internas entre el sultán, su hijo y un hermano del primero. En esta guerra brilló con luz propia Gonzalo Fernández de Córdoba, que ha pasado a la historia con el nombre de Gran Capitán. Nacido en Montilla (Córdoba) el 1º de septiembre de 1453, en el seno de una familia de la alta aristocracia andaluza, sus padres fueron Pedro Fernández y Elvira de Herrera, de la familia Enríquez de Castilla. El padre reunió en su torno diversos señoríos pertenecientes a Córdoba.

El futuro Gran Capitán era el segundón de la casa cordobesa de Aguilar en la que pronto recibió los estímulos para realizar grandes gestas, que lo elevaron al más alto nivel social. Ya siendo muchacho entró en los manejos políticos de su hermano mayor, Alonso, pero parece probable que fuera años más tarde cuando se encontrara por primera con la reina Isabel en su visita a Córdoba en 1478. Para entonces el futuro gran soldado era un joven gallardo de veinticinco años. A partir de entonces, su puesto en la corte se afianzaba, y es que tenía condiciones para ello. Triunfaba tanto en los torneos, armas en la mano, como en los saraos cortesanos, por su especial don de gentes.

Encendida la guerra de Granada, pronto destacó en ella, significándose en el sitio de la ciudad de Loja, cuya intervención aceleró la rendición de la plaza, defendida por el propio rey moro Boabdil. Por su actuación en la guerra, la reina Isabel recompensó a Gonzalo con la recién conquistada plaza de Íllora (1486); asimismo, le encomendó su custodia personal. Lo hizo llamar y le hizo la entrega del servicio: ‘Por mi servicio, tomadla’. Y este sería el comienzo de una brillante carrera, tanto militar como cortesana. Y tanto le ayudó que cuando se produjo un fuego que destruyó la tienda de la reina estando en la campaña de la guerra de Granada, María Manrique, esposa del Gran Capitán, al momento le envió, desde Íllora, todo lo suyo. Y lo hizo con tanta premura y esplendidez, que con su donaire Isabel le dijo a Gonzalo: ‘Gonzalo Fernández: Sabed que alcanzó el fuego de mi cámara en vuestra casa (Íllora), que vuestra mujer más y mejor me envió lo que se me quemó’. A partir de entonces, la protección de la reina sería una constante, siempre bien correspondida por la lealtad con que la sirvió aquel gran soldado. De forma que cuando la reina quiso ver de cerca Granada en el verano de 1491, entre el séquito que la acompañaba y protegía estaba Gonzalo Fernández; y en la batalla que se libró con aquel motivo – la de Zubia – el Gran Capitán luchó con tal arrojo luchó que a punto estuvo de costarle la vida.

Restablecida la vida tranquila en la Corte una vez finalizada la Reconquista con la toma de Granada, la reina siempre se mostró afectuosa con su caballero protector. Al llegar aquí, el profesor Fernández Álvarez se pregunta: ¿Fue entonces cuando surgió el rumor de que había algo más, y que la reina se había enamorado de aquel capitán de su guardia cuando ella rondaba los cuarenta años? Más fácil resulta deducir, añade el profesor, que fuera el soldado el que acabase enamorado de la reina, con ese amor platónico que tanto exaltaban los libros de caballerías y que tanto gustaban en la Corte. Lo que sí es cierto es que la reina Isabel, con su certero sentido para elegir los mejores colaboradores que habían de servirla, al prender el fuego de las guerras de Italia señaló a su esposo que en Gonzalo tenía el soldado que precisaba. Y a pesar de su recelo, el rey siguió el consejo.

En Italia dio comienzo el predominio de España en Europa, que duraría más de un siglo. Así como la política castellana de la reina Isabel, y después la del cardenal Cisneros, se orientó en dirección africana y americana, la del rey Fernando lo hizo en el sentido tradicional catalano - aragonés hacia Europa: expansión por el Mediterráneo, intervención en Italia y tendencia antifrancesa. Y en esa política culminó la carrera de un gran soldado: Gonzalo Fernández de Córdoba. Y los hechos fueron como siguen: Por el tratado de Barcelona (1493) el rey Católico adquirió los condados del Rosellón y la Cerdaña, lo que hizo suponer a Carlos VIII de Francia que tales concesiones al rey aragonés le dejarían a él las manos libres en Italia, pero cuando se apoderó de Nápoles (1495), el rey Fernando alegó que por ser feudo del papa no estaba incluido en el tratado de Barcelona, y envió un ejército al mando del Gran Capitán, que desalojó a los franceses y repuso a su rey. Asimismo, Gonzalo Fernández acudió en auxilio del papa Alejandro VI (el español Rodrigo Borja), restituyendo a Roma el puerto de Ostia ocupado por los franceses, razón por la que fue acogido en la ciudad eterna por el papa con todos los honores, otorgándole incluso la preciada distinción de la Rosa de Oro.

Se comprende que a su regreso a España, en 1498, el Gran Capitán fuera recibido como un auténtico héroe, en especial por los reyes. Un momento digno de recordarse de aquel año. Los reyes estaban viviendo una etapa muy triste y dura, pues aquel mismo año, el 23 de agosto, al dar a luz a su hijo Miguel murió en Zaragoza su hija primogénita, la princesa Isabel (princesa hispana y reina de Portugal, esposa del rey Manuel el Afortunado). Sin embargo, apartando sus penas, recibieron al victorioso soldado que llegó de Italia. “Apeado en el Aljaphería, el rey salió de su aposento e baxó hasta la mitad de la escalera principal, donde el Gran Capitán le besó la mano, e el rey le abraçó e tomó de la mano e subieron a una sala donde la Reina Católica atendía…”

La reina por su parte ya no era la misma, su arrogancia de los tiempos de la guerra de Granada había dado paso al dolor que le producía la muerte de sus dos hijos mayores, Alfonso e Isabel, dos golpes demasiado duros para no dejar huella. Pero era la propia reina la que acudió en persona a recibir a su antiguo protegido: “E como entraron el Rey y el Capitán, la Reyna se levantó en pie e salió del estrado cuatro o cinco pasos a le resçebir …” Era demostración pública de la alta estima en que se tenía al soldado, que Fernández de Córdoba aceptó conmovido: “… e el Gran Capitán, rodilla en tierra, le besó la mano, e la Reyna le abraçó e mostró su placer con su venida.” Un recibimiento extraordinario a un hombre extraordinario mediante el que los reyes quisieron honrarle públicamente. La reina Católica ya no era la mujer severa y distante, la temible representante de una justicia rigurosa, también sabía manifestar sentimientos llenos de afecto.

Ahora bien, a partir de aquellas fechas las guerras de Italia tomaron un nuevo rumbo. Ya no se trataba de reponer un rey legítimo en Nápoles, sino la lucha abierta por tomar aquel reino, para lo que en principio el rey Fernando de Aragón negoció con el rey de Francia, Luis XII, sucesor de Carlos VIII, un reparto amistoso del reino napolitano. Claro que eso ya no sería una guerra santa, ni siquiera lícita. Al fin, las diferencias surgidas en la delimitación del territorio, en el verano de 1500, reanudado el forcejeo por Nápoles, el Gran Capitán volvió a los lugares donde tantos triunfos había cosechado y desplegando lo mejor de su arte de la guerra, se apoderó definitivamente de todo el territorio (1503), después de brillantes victorias en las batallas de Seminara, Ceriñola y Garellano en las que Gonzalo Fernández de Córdoba demostró su alta capacidad militar. Y Terminada la guerra gobernó Nápoles durante cuatro años en calidad de virrey. Ya por aquellos días la salud de la reina declinaba de forma ostensible. Sus días estaban contados, y ella lo sabía, hasta que llegó el día de su muerte, 26 de noviembre de 1504, en Medina del Campo (Valladolid), cuando tenía 53 años.

En ese tiempo el Gran Capitán estaba en la cúspide de su gloria, tan alta que era imposible que no despertara las envidias propias de la miseria humana, estando su posición debilitada porque ya no contaba con la protección de la reina Isabel. Y una serie de rumores se propalaron en contra de su conducta, cuyo fin era dañar su imagen, rumores que prendieron en el rey Fernando, que llegó a considerar que Gonzalo Fernández se podía alzar como rey soberano de Nápoles, el cual intentó disipar los recelos del rey enviándole mensajes de lealtad inalterable, pero fue en balde. Durante los años del Gran Capitán como virrey de Nápoles se recrudecieron las tensiones entre él y el rey, que en su viaje a Italia en compañía de la nueva reina, Germana de Foix, en el verano de 1506, dio lugar al famoso encuentro en Nápoles. El rey puso todo el empeño en sacar a Gonzalo de Nápoles hasta que lo consiguió. También existe la leyenda de sus dispendios económicos, razón por la que el rey le pidió cuentas de los gastos habidos en las campañas; de tal leyenda surgieron las famosas ‘cuentas del Gran Capitán’, leyenda de la que se desconoce su certeza, aunque ha quedado como tal en el refranero español. Cuando Gonzalo llegó a Castilla de vuelta de Nápoles todos salieron a recibirlo y le prestaron el homenaje que tenía bien merecido, de modo que su leyenda y su fama siguieron creciendo. Sin embargo, se le denegó el maestrazgo de Santiago que había solicitado.

Pero donde el rey manifestó su disfavor al noble castellano fue cuando, por causa del desacato juvenil al monarca de un sobrino de Gonzalo, ordenó demoler el castillo de Montilla donde él había nacido. Pero se le concedió la tenencia y fortaleza de Loja, en la que entró el 15 de julio de 1508. En esta ciudad vivió casi como un rey en el destierro, sin ocultar su disgusto con el rey Fernando al que no quiso visitar cuando estuvo enfermo, ni quiso asistir al capítulo de las órdenes militares. Allí se estableció una pequeña corte que daban lugar a que aumentaran los recelos del monarca y las envidias de otros nobles. Pero las victorias de los ejércitos franceses en Italia dieron lugar a una alianza entre Aragón, el papa y Venecia con la idea de entregar el mando del ejército aliado a Gonzalo Fernández, único capaz de dirigir tal empresa, pero la muerte de Luis XII y la mejora del signo de la contienda evitaron el nombramiento temido por don Fernando, que no quería que el Gran Capitán volviera a Nápoles.

En la primavera del año 1515 enfermó de gravedad y se trasladó a Granada, donde falleció el 2 de diciembre del mismo año. El rey Fernando y la corte se vistieron de luto. El rey mandó que se hicieran honras fúnebres en su propia capilla y en todas las iglesias del reino. Sobre su túmulo hubo infinidad de banderas y dos pendones reales recordaban la gloria y los servicios prestados a la patria por el Gran Capitán. De sus mutilados restos por los franceses se desconoce su paradero.

Bibliografía. Profesor y académico Manuel Fernández Álvarez: Isabel la Católica. Espasa Calpe. Profesor y académico Ciriaco Pérez Bustamante: Compendio de Historia de España. Atlas, Madrid. Escritor Huberto Pérez de la Ossa: El Gran Capitán. Universitas, Enciclopedia Cultural. Salvat Editores, S.A.