Reina María Cristina, ejemplar regente de España (1885 – 1902)


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ADOLFO PÉREZ

Eran las nueve de la mañana del 29 de diciembre de 1874 cuando el general Arsenio Martínez Campos, ante la guarnición militar formada en una explanada de Sagunto (Valencia), de modo vibrante arengó así al ejército: “Nuestra Patria se desangra en guerras civiles. La inestabilidad política es cada día más patente… Soldados: en nombre de la nación, representada aquí por su Ejército en armas, proclamo Rey de España a don Alfonso XII. ¡Viva el Rey! ¡Viva España!”.

Con la proclamación del general Martínez Campos se ponía fin a los turbulentos setenta y cinco años transcurridos del siglo XIX. Alfonso XII, en su calidad de príncipe de Asturias, se encontraba exiliado en París con su madre, la reina Isabel II, que había sido destronada en 1868. Dieciséis días después de su proclamación, el 14 de enero de 1875, hizo su entrada en Madrid con el entusiasmo de los madrileños. Casi once años duró su reinado, hasta el 25 de noviembre de 1885 en que falleció víctima de la tuberculosis.

En seguida el Gobierno consideró llegada la hora de pensar en la continuidad dinástica mediante una boda ventajosa del rey con una princesa europea. Sin embargo, don Alfonso dijo al Gobierno que no se casaría en contra de su voluntad y añadió que lo haría con su prima María de las Mercedes, sobrina de Isabel II, hija de su hermana. La boda tuvo lugar el 23 de enero de 1878 y por una vez la política cedió ante el popular romance. Pero el cruel destino se abatió sobre la feliz pareja, en junio siguiente la reina enfermó de tifus, que complicado con hemorragias intestinales, le produjo la muerte el 26 de junio de 1878, a los dos días de cumplir dieciocho años. El rey se sumió en una profunda tristeza, que se extendió a todos.

Pero la exigencia de la continuidad dinástica supuso que Alfonso XII contrajera nuevas nupcias, siendo esta vez la elegida María Cristina de Habsburgo – Lorena, de veintiún años, nacida el 21 de julio de 1858 en Gross – Seelowitz (Moravia, hoy República Checa); era la sobrina predilecta del emperador Francisco José; esta elección contó con el agrado de Isabel II. La boda se celebró el 29 de noviembre de 1879. La nueva reina no produjo el impacto popular del que disfrutó la difunta reina. María Cristina no era una mujer guapa, su físico no se correspondía con el estilo de belleza de la España de su tiempo en que se preferían las mujeres metidas en carnes. Era una mujer de talento y de grandes cualidades humanas, provista de una excelente formación cultural, desde los quince años hablaba varios idiomas: alemán, húngaro, francés, inglés e italiano, más un poco de español. De una profunda fe religiosa. Su conducta nunca desdijo de su alta condición. El embajador de España dijo de ella que “poseía todo lo necesario para resultar una joven muy agradable”, y añadió: “la nobleza de su estirpe era apreciable en toda su persona”.

Dice el historiador Balansó que su afición a la música clásica suavizó el contacto con las asperezas de la vida y las tristezas que le causaron las relaciones amorosas del rey con gran número de amantes, que como buen Borbón era adicto al sexo. Ella, que se había casado por razón de Estado, poco a poco se fue enamorando del rey. Dos amantes en especial le causaron gran tristeza y muchos celos, pues su educación y su altísima condición no le permitían disputar al marido del lazo que le tendían otras mujeres. Con la cantante de ópera Elena Sanz, trece años mayor, el rey tuvo un apasionado amor y dos hijos. Después, el monarca reemplazó a la famosa diva por otra cantante de ópera, la italiana Adela Borghi, cuyo sobrenombre era ‘la Biondina’, como la llamaban sus admiradores, al parecer bien dotada de perímetro torácico. Pero en los amores del rey con ‘la Biondina’ se cruzó el jefe del Gobierno, Cánovas del Castillo, que al darse cuenta de la tristeza y los celos de la reina indicó al gobernador civil de Madrid, José Elduayen, que expulsara de España a la cantante, que a pesar de resistirse la montaron en el expreso de Irún. Ni que decir tiene el enojo del rey, enojo que descargó sobre el gobernador, pero no pasó de ahí.

Otra vez el cruel destino se cebó en el joven rey, que víctima de la tuberculosis falleció el 25 de noviembre de 1885, cuando contaba veintiocho años de edad. Alfonso XII falleció a las nueve menos cuarto de la mañana y en la estancia mortuoria, además de la reina y demás familia, estaba Cánovas del Castillo en su calidad de jefe del Gobierno, que se veía en la necesidad en tan triste y penoso momento de “apelar a la razón de Estado”, de modo que se acercó a la reina y musitó en su oído: - “Señora …” – “Qué me quiere” (contestó ella). Entonces el jefe del Gobierno le dijo que se veía obligado a decirle que no se podía perder un momento en cumplir con la Constitución. Ella se puso en pie y le dijo a Cánovas que le indicara lo que tenía que hacer. Él la advirtió de que en ese momento ella era la encargada de regir los destinos de España como reina regente del reino y que él tenía que dimitir, razón por la que aconsejaba que nombrara jefe del Gobierno al liberal Práxedes Mateo Sagasta en virtud del pacto que ambos políticos tenían acordado en el llamado “Pacto de El Pardo”, en el que también acordaron no proclamar a la princesa de Asturias, María de las Mercedes, hija mayor del difunto Alfonso XII, hasta tanto diera a luz la reina regente que a la sazón estaba embarazada, ya que si nacía un niño, como así fue, tendría preferencia sobre su hermana mayor en virtud de la ley de sucesión española. Un mes más tarde la soberana, junto con sus dos hijas vestidas de luto asidas a su falda, prestó juramento ante las Cortes y el 17 de mayo de 1886, ciento setenta y tres días después de la muerte del rey alumbró un varón, que sería Alfonso XIII en la historia de España.

Uno de los elementos que más favoreció la paz interior en la nación se debió en buena parte al creciente prestigio, dentro y fuera de España, de la reina María Cristina, que hasta la muerte de Alfonso XII procuraba aislarse en sus aposentos reales, pues desconocía el idioma y las costumbres españolas a las que le costó mucho adaptarse. Sin nada que ver con la castiza corte española, nostálgica de la época isabelina. Sin otras cualidades aparentes que las de su distinción, de una virtud intachable y madre ejemplar. Su llegada a la Regencia con veintisiete años reveló en ella cualidades desconocidas: junto a una clara inteligencia reunía una sólida preparación política. En el ejercicio de sus funciones su entrega fue total, siendo la cualidad más característica de su gestión la lealtad a la Constitución que había jurado e igual hacia los personajes, políticos o militares, que con diversa fortuna se alternaban en el poder. Otras cualidades suyas eran la benignidad hacia los adversarios y la clemencia, de modo que el pueblo la llamaba cariñosamente ‘Doña Virtudes’. Por las virtudes que poseía se hizo acreedora de la adhesión absoluta de los hombres del régimen, en especial del riojano Práxedes Mateo Sagasta, varias veces jefe del Gobierno con ella y a la vez su fervoroso admirador, así como los más insignes republicanos como Nicolás Salmerón y Emilio Castelar. Sólo era detestada por los carlistas a los que les cerró sus apetencias y la extrema derecha del catolicismo español, más papista que el papa. Su rectitud le dio derecho tanto al respeto de unos como a la adhesión de otros. Considerada como uno de los grandes monarcas constitucionales de Europa, que con justicia se ganó un puesto en la historia.

Si el artífice de la Restauración monárquica fue Antonio Cánovas del Castillo, de idéntica manera lo fue de la Regencia Práxedes Mateo Sagasta, ingeniero de obras públicas, presidente del partido Liberal. Hombre tenaz y perseverante en sus principios decía de él el conde de Romanones. Su Gobierno hubo de enfrentarse al problema que planteaba la delicada situación de Cuba, así como a las varias intentonas republicanas. Se promulgaron diversas leyes de corte liberal (ley del jurado, sufragio universal, etc.). Se realizaron obras públicas de interés y se inauguró la exposición de Barcelona. Se alternó en el poder con Cánovas del Castillo. En 1893 se produjo un conflicto con los moros de la zona de Melilla que agredieron a unos obreros. El general Martínez Campos logró dominar la situación y acordó un tratado de paz con el sultán.

Pero el problema candente de ese tiempo era el de Cuba. En 1893 el ministro de Ultramar, Antonio Maura, presentó un proyecto de ley de autonomía administrativa para Cuba, mediante el que se le otorgaban a la isla una serie de competencias. Pero los defensores a ultranza del centralismo peninsular dieron al traste con el proyecto y Maura hubo de dimitir. En 1893 se advirtió un pequeño movimiento separatista que fue dominado con facilidad, pero dos años más tarde, el 23 de febrero de 1895, el llamado “grito de Baire” agrió la guerra. Cánovas mandó al general Martínez Campos esperando que con su prestigio restableciera la concordia, pero ya era tarde. El conflicto se fue agravando y el general fue sustituido por el enérgico general Valeriano Weyler. Una mediación de los Estados Unidos, protectores de los cubanos, fue rechazada por Madrid. Para colmo surgieron los primeros chispazos de Filipinas. El general Weyler fue acusado de crímenes horrendos siendo sustituido. Para colmo de reveses, el 7 de agosto de 1897 murió asesinado Cánovas del Castillo por el anarquista italiano Angiolillo en el balneario de Santa Águeda (Guipúzcoa). Fue sustituido por Sagasta que otorgó la autonomía a Cuba y Puerto Rico, pero ya todo fue inútil, la lucha continuó.

El 15 de febrero de 1898 fue hundido en el puerto de La Habana el acorazado ‘Maine’ de Estados Unidos, donde murieron gran número de tripulantes. La voladura se atribuyó a una mina submarina puesta por los españoles (una acusación que se demostró falsa), lo que supuso que Estados Unidos declararan la guerra a España, siendo inútiles todas las mediaciones amistosas de las potencias. El 1º de mayo fue destruida la escuadra española de Filipinas y el 3 de julio sucumbía gloriosa la flota del almirante Cervera en el combate naval de Santiago de Cuba. Tras ambas derrotas España tuvo que aceptar las condiciones impuestas por el vencedor en el Tratado de París (10 de diciembre de 1898) por el que se liquidaba el que había sido el inmenso imperio colonial español, lo que produjo a los españoles una profunda postración. Pero del desastre que supuso la pérdida colonial la figura de la reina María Cristina salió incólume, pues hizo cuanto pudo para evitar la contienda.

Cinco días antes de que su hijo Alfonso XIII alcanzara la mayoría de edad (17.05.1902), la reina presidió su último consejo de ministros. En su despedida oficial de la regencia expresó ‘su inmensa e inalterable gratitud’ al pueblo español. Su hijo decretó que en lo sucesivo se le guardaran los mismos honores de cuando era reina en efectivo. A partir de entonces (tenía 43 años) se apartó totalmente de la política, aunque no regateó consejos a su hijo cuando los necesitara. Pasaba el verano en San Sebastián, en su querido palacio de Miramar. Tuvo la reina la alegría de ver casadas por deseos de ellas a sus dos hijas, pero también pasó por el durísimo trance de la muerte de ambas: María de las Mercedes en 1904 con veinticuatro años y ocho años más tarde María Teresa con treinta. Ambas por sobreparto.

Doña María Cristina murió de repente en el palacio real de Madrid el 6 de febrero de 1929, a la edad de setenta y un años. La noche anterior había pasado la velada con su familia viendo una película en palacio. A su término, después de un rato de charla, se retiró a sus aposentos y al acostarse se quejó de un dolor en el pecho, pero no quiso que la doncella molestara al médico de guardia en palacio. Por la mañana amaneció muerta, víctima de un infarto agudo de miocardio. Alfonso XIII quedó desolado ante la muerte de su madre; dicen que nunca, ni siquiera en las mayores crisis de su vida, se conmovió tanto como entonces. Los restos de la reina descansan en el monasterio de El Escorial, adonde llegó envuelta en un gran fervor popular.

Bibliografía: Profesor Ciriaco Pérez Bustamante: Compendio de Historia de España. Marqués de Lozoya: Historia de España. Profesor Juan Reglá Campistol: Introducción a la Historia de España. Juan Balansó Amer: La Casa Real de España.