Galileo, sabio precursor de la ciencia moderna (1564 – 1642)


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ADOLFO PÉREZ

La historia de Galileo Galilei es la de un hombre que, con escasos recursos y enfrentándose al oscurantismo de su tiempo, se atrevió a descifrar racionalmente el mensaje de la bóveda celeste y a leer con ojos nuevos el libro de la naturaleza. Probablemente sea el que con sus estudios se le considera precursor de la ciencia moderna en el occidente europeo. Sin embargo, por adherirse a las teorías del astrónomo prusiano Nicolás Copérnico (1473 – 1543) para el que el Sol era el centro del sistema solar (sistema heliocéntrico), en 1616 fue acusado y obligado a retractarse por el Santo Oficio de la Inquisición. Y es que en aquella época resultaba difícil que los científicos aceptaran aquella teoría, que era una auténtica revolución. Pero dieciséis años después Galileo volvió sobre la teoría heliocéntrica, que mordazmente atacaba las teorías astronómicas aceptadas por la Iglesia Católica. Nuevamente, en 1633, el Santo Oficio lo condenó a la abjuración solemne de sus teorías astronómicas y a prisión, que no cumplió al dejarlo marchar a su quinta.

Su abjuración era del siguiente tenor: “Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galilei de Florencia, de setenta años de edad, compareciendo personalmente en el juicio y arrodillado ante Vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, Inquisidores generales contra la perversidad herética en toda la República Cristiana …” Y así, en un largo etcétera continúa el texto del juramento de Galileo ante el tribunal de la Inquisición abjurando de su convicción científica de que el Sol es el centro de la galaxia y que los astros giran dando vueltas a su alrededor, en contra de la creencia general de que era el planeta Tierra el centro y los demás astros girando a su alrededor. O sea, se vio obligado a abjurar de sus convicciones. Al respecto se le atribuye la célebre frase: ‘Eppur, si muove’ (‘Y sin embargo, se mueve’), referida a la Tierra, frase que según su biógrafo Johannes Hemleben es apócrifa.

Galileo Galilei procedía de una familia de buen linaje venido a menos, nació el 15 de febrero de 1564 en la ciudad de Pisa, el mayor de seis o siete hermanos, de los que dos varones y dos mujeres llegaron a la edad adulta. Su padre, Vincenzo, era un músico mediocre, dedicado al comercio para poder subsistir. Su madre se llamaba Giulia Ammannati, de la que se sabe que tenía un carácter muy fuerte, que sobrevivió a su marido treinta años y murió cuando Galileo tenía cincuenta y seis años, en 1620. De la infancia y juventud de Galileo se sabe muy poco. Los diez primeros años de su vida los pasó en Pisa, su ciudad natal. Al haberse trasladado su padre a Florencia, allí se reunió la familia en el otoño de 1574, donde los Galilei se establecieron definitivamente. Al poco tiempo enviaron a Galileo al monasterio de Santa María de Vallombrosa, cercano a Florencia, donde recibió su educación y donde es probable que llegara a ser novicio. Se desconoce el tiempo que permaneció en el monasterio, al parecer estuvo muy a gusto y que disfrutaba con la enseñanza de la poesía, la música, la aritmética y la mecánica práctica. Los planes del padre eran que fuera médico, por eso lo sacó del monasterio y lo puso a dar clase con Ostilio Ricci, famoso matemático.

Su padre lo enseñó a tocar el laúd y a dibujar. Cuando contaba diecisiete años fue enviado a Pisa a estudiar medicina, cuyos estudios consistían en aprender cómo había concebido Aristóteles la naturaleza, sin que apenas los alumnos vieran un cuerpo humano directamente. Cuatro años permaneció en la universidad sin obtener el título, pero sí hizo acopio de la sabiduría aristotélica. Regresó a Florencia para seguir con el estudio de las matemáticas con el profesor Ostilio Ricci, aunque se interesó también por la filosofía y la literatura. En el verano de 1589, ante la vacante de la cátedra de matemáticas de la universidad de Pisa, con sólo veinticinco años logró el puesto de profesor, pero como el sueldo no le llegaba se puso a dar clases particulares. En Pisa, Galileo realizó estudios sobre las esencias de la dinámica. Los resultados de sus experiencias los pasó a un escrito en el que daba cuenta del fenómeno de la caída de los objetos, o sea, el aumento de la velocidad durante el tiempo de la caída. En el año 1591 falleció su padre y tuvo que hacerse cargo de su madre y sus hermanas. Sin embargo, al año siguiente, el 26 de noviembre, Galileo Galilei obtuvo el título de profesor de matemáticas en la muy liberal universidad de Padua, con un contrato de seis años; así es que a sus veintiocho años alcanzó una importante meta en su vida.

Las ideas y teorías de los sabios de la Antigüedad y de los padres de la Iglesia, así como cualquier cita de las Sagradas Escrituras era reverenciada como verdad indudable e inmutable respecto a la que solo se podía formular estériles y abstractos comentarios o glosas, sin que nadie se atreviera a poner en duda lo tenido por cierto. En lugar de ello Galileo partía de la observación de los hechos que sometía a experimentos. Por ejemplo, con un plano inclinado de seis metros de largo (alisado para reducir la fricción) y un reloj de agua midió la velocidad de descenso de las bolas. Del análisis de los experimentos surgían hipótesis que una vez se verificaran con nuevos experimentos, daba lugar a la formulación de leyes universales. Esta forma de actuar, hoy lógica, entonces era escandalosa, pues se ponían en cuestión ideas que en general eran admitidas, así como la autoridad de sabios y doctores. La revolución de los métodos le valió a Galileo el título de ‘padre de la ciencia moderna’.

Desde 1599 mantuvo Galileo una relación de amistad y amor con la veneciana Marina Gamba, sin que llegaran a contraer matrimonio. Una relación de la que se sabe poco, pero sí que fruto de esta unión nacieron tres hijos: Virginia, Livia y Vincenzo como el abuelo. Las dos niñas profesaron en un convento. Cuando Galilei abandonó Padua se separó de Marina, que poco después se casó. El hijo, que hasta los cuatro años se quedó con la madre, fue legalizado por el padre y permaneció en el entorno familiar, estando al lado de su padre en el momento de morir.

Sus años en Padua (1592 – 1610) fueron muy fecundos, tanto en experimentos como en inventos, cuyo número y relato de ambos excede la cabida de este artículo. De entonces, por ejemplo, datan invenciones como la máquina para elevar agua, un termoscopio y un método mecánico de cálculo. Galileo no inventó el telescopio, el mérito corresponde a los holandeses, que fueron los maestros en el arte de pulir vidrios para lentes. A partir de ahí se desarrollaron los cristales de aumento, la lupa, paso previo al invento del microscopio y el telescopio. En cuanto Galilei averiguó la técnica de los holandeses de su telescopio construyó uno análogo consistente en un tubo metálico de unos 60 centímetros con unas lentes en su interior, lo que le valió ser nombrado profesor vitalicio de matemáticas en la universidad de Padua. Sobre la prioridad del invento del telescopio se produjo una diatriba, pero fue él el que tuvo el mérito específico de su aplicación.

Dado su espíritu observador y experimental enseguida aplicó el telescopio a la astronomía y pronto observó los cráteres lunares, asimismo descubrió cuatro satélites de Júpiter, lo que refutaba la teoría de que la Tierra era el centro del sistema celeste conocido. Y en 1610 observó que Venus presentaba fases semejantes, hecho que le confirmaba la certeza de la teoría de Copérnico de que es el Sol el centro de la galaxia y que los astros giran alrededor suyo, en contra de la teoría del astrónomo griego Claudio Tolomeo (siglo II d. C.), que afirmaba que la Tierra está inmóvil en el centro del universo, mientras que giran en torno suyo, en orden de menor a mayor distancia la Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Galileo, ansioso de que fueran conocidos sus descubrimientos redactó un texto breve publicado en marzo de 1610, razón por la que no tardó en alcanzar fama en toda Europa con su ‘Sidereus Nuncius’ ('El nuncio sideral'). Claro que esta nueva teoría entrañaba riesgos para Galileo pues no desconocía el poder de la Inquisición. Su teoría de que es el Sol el centro del universo conocido y no la Tierra como hasta entonces se creía, suponía, nada menos, que la revisión general del firmamento, algo que iba en contra de lo que creían los inquisidores sin duda alguna, que ya habían comenzado a considerar a Copérnico sospechoso de herejía.

El 12 de septiembre de 1610 Galileo se marchó a Florencia donde permaneció hasta el final de sus días. No se conocen las razones por las que se dejó Padua, en la que pocos meses antes de dejarla descubrió los anillos del planeta Saturno, aunque su descripción no coincide con la actual. Pero ante las sospechas de la Inquisición sobre las teorías de Copérnico, Galileo decidió ir a Roma a exponer su experiencia el centro del poder eclesiástico. Allí llegó en la última semana de marzo de 1611. Fue recibido por el papa Pablo V que le instó a que no se arrodillara y le expusiera sus teorías, que dicho sea de paso apenas entendió. Poco después se le concedió a Galileo el honor de ser incluido en la famosa Accademia de Lincei. En Roma se entrevistó con el cardenal Roberto Bellarmino, notable dirigente de la Inquisición. La primera impresión fue favorable pues el cardenal disponía del dictamen positivo del Colegio Romano, que contaba con astrónomos jesuitas destacados, uno de ellos lo alabó sin reservas, pero ingenuamente, en la conversación privada que mantuvo con el cardenal Bellarmino creyó que el cardenal, persona más decisiva de la curia, podría participar de sus convicciones y aprobarlas, cosa que no logró. Pero a pesar de los elogios recibidos en la Ciudad Eterna, lo cierto fue que el nombre de Galileo Galilei quedó anotado en las actas de la Inquisición.

Ante los ataques recibidos por académicos enemigos y los indicios de que sus opiniones podían tener consecuencias adversas entre los eclesiásticos, Galileo optó por defenderse con diversos escritos en el sentido de que era preciso establecer la absoluta independencia entre la fe católica y los hechos científicos, sin nada herético, teniendo en cuenta que Galileo era, en conciencia, un católico convencido, hijo fiel de su iglesia. Ahora bien, como hizo notar el cardenal Bellarmino no podía decirse que se dispusiera de una prueba científica concluyente sobre las ideas centrales de Copérnico en favor del movimiento de la Tierra sobre su eje y su vuelta alrededor del Sol, que estaban en abierta contradicción con las enseñanzas bíblicas; en consecuencia, no cabía sino entender el sistema copernicano como hipotético. Pero la polémica se fue acentuando hasta el punto de oírse decir entre algún clérigo notable de que la teoría copernicana asumida por Galileo era incompatible con las Sagradas Escrituras y ‘herética’. Tal situación hizo que se reuniera en secreto el tribunal de la Inquisición con algunas comparecencias de ‘expertos’ en la materia. La piedra había comenzado a rodar, pero, en un principio, solo a escondidas.

Pero ya Galileo era consciente del peligro que le acechaba. Hasta que en 1616 fue citado por primera vez en Roma para que respondiera de las acusaciones habidas en su contra, a las que se dispuso a dar respuesta sin temor alguno, esperando una resolución favorable de la Iglesia. En principio fue recibido con grandes muestras de respeto en la ciudad, pero, a medida que el debate se desarrollaba, fue quedando claro que los inquisidores no darían su brazo a torcer ni aceptarían los brillantes argumentos de Galileo. Muy al contrario, declararon la urgencia de incluir la obra de Copérnico en el Índice de obras proscritas por defender un sistema ‘falso y opuesto a las Sagradas Escrituras’. El decreto no citaba a Galileo, pero se prohibía imprimir y enseñar públicamente las teorías de Copérnico. Y como carecía de la prueba decisiva que pedía el cardenal Bellarmino por más que sus descubrimientos no le dejaran lugar a dudas sobre la verdad copernicana, Galileo se refugió durante unos años en Florencia en sus estudios y experimentos. Sus enemigos habían triunfado y sus amigos le consolaban, pues al fin y al cabo había salido bien librado.

En los años siguientes continuaron las controversias sobre diversos aspectos astronómicas y en ese tiempo se produjo la elección del papa Urbano VIII, que llenó de júbilo al mundo cultural y por supuesto a Galileo. La nueva situación le animó a escribir su gran obra sobre la cosmología copernicana: ‘Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo’ (1632), que después de muchas gestiones y trabas se publicó en Venecia, pero la obra fracasó por algunos errores. El Santo Oficio no dudó en abrirle un proceso a Galileo por desacato pese a que había obtenido el permiso de publicación. Razón por la que de nuevo fua citado a Roma, imputado para que respondiera de sus ideas ante el Santo Oficio en un proceso que se inició el 12 de abril de 1633. El anciano y sabio Galileo, a sus casi setenta años de edad, se vio sometido a un humillante y fatigoso interrogatorio que duró veinte días, sin que para nada le valieran sus razonamientos, enfrentado inútilmente a unos inquisidores que de manera cerril, ensañada y sin posible apelación calificaban su libro de “execrable y más pernicioso para la Iglesia que los escritos de Lutero y Calvino”. Cuyo resultado fue verse obligado a abjurar, arrodillado, de sus ciertas convicciones con un humillante juramento del que doy cuenta al inicio de este artículo, y al que remito al lector. Galileo se libró de la hoguera pero no de la cárcel perpetua, aunque el papa lo autorizó a que se confinara en su quinta de Arcetri, donde falleció en la madrugada del 8 al 9 de enero de 1642.

En 1992, exactamente tres siglos y medio después de su fallecimiento, una comisión nombrada por el papa san Juan Pablo II, que estudió el proceso inquisitorial, reconoció el error cometido por la Iglesia católica.

Bibliografía: Biólogo y pastor cristiano alemán Johannes Hemleben. Galileo. Grandes biografías. Salvat Editores, S.A.