El lenguaje sobre el tiempo


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AMANDO DE MIGUEL

De modo más general, el tiempo es la duración sucesiva de los hechos que observamos. Se distingue, así, el pasado, el presente y el futuro. Puede que el ser humano sea el único animal acostumbrado a asimilar la sensación temporal. Empero, se trata de algo difícil de precisar. Dice San Agustín: “Sé lo que es el tiempo, si nadie me lo pregunta; pero, si no me lo preguntara nadie, no sabría cómo explicarlo”.

La voz tiempo procede del verbo griego temno, que significa cortar, trocear. Es una indicación de que se trata de una realidad susceptible de mediciones infinitas, desde los milisegundos a los años-luz. Es, también, una estupenda intuición de la unión indisoluble entre el espacio y el tiempo, elaborada por la Física actual.

Nos encontramos ante un término asaz polisémico. Destacan dos ideas, aparentemente, alejadas entre sí. Una es el “tiempo cronológico” (en inglés, time) y otra el “meteorológico” (en inglés, weather). Aun así, hay una estrecha relación entre los dos sentidos. El tiempo meteorológico (“el tiempo que hace”) representa un cambio constante, una sucesión de meteoros. La precisión horaria nos indica “el tiempo que es”. La antigua institución de los “serenos” (vigilantes nocturnos en las ciudades de antaño) podían cantar: “¡Las tres y sereno!”. Es decir, daban la hora y notificaban el estado atmosférico.

Los dos sentidos dichos se juntan en el refrán “cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento” (en diciembre). Aquí, se introduce un nuevo matiz: el tiempo como oportunidad. Los griegos tenían una palabra (kairós) como equivalente de la ocasión propicia para tomar una decisión, el don de la oportunidad. Seguramente, era una traslación de que, en el cultivo agrario, las distintas faenas requieren un tiempo preciso, determinado por el estado de la atmósfera y de las plantas.

Decía que lo característico del tiempo cronológico es su necesidad de hacerlo medible, de trocearlo según una escala de unidades. La “hora” representa, para un determinado punto en el territorio, la inclinación de la Tierra respecto al Sol. Subsiste la inveterada convención de dividir el tiempo de un “día” (el de la rotación de la Tierra sobre su eje) en 24 horas. La hora consta de 60 minutos, y cada minuto, de 60 segundos. Se utilizan esas cifras, porque, al dividirlas varias veces, se obtienen números enteros. Aunque troceado en divisiones precisas, el tiempo se percibe de forma elástica, según que lo considere una u otra persona, en distintas circunstancias. Lo certifican algunos dichos populares: “Más largo que un día sin pan” o “hay más días que longanizas”. A las mujeres embarazadas, sus parientes y amigos les desean tener “una hora muy cortita”, esto es, un parto expedito.

Tan elástico es el tiempo subjetivo, que da prestigio hacer ver que uno tiene muchas cosas que hacer; por ello, se conduce con cierta premura. Incluso, puede uno presumir de que dedica pocas horas al sueño. Se atribuye a Benjamin Franklin la divisa de time is money, aunque, la idea de que “el tiempo es oro” ostenta una antigüedad venerable. De ella, se deriva la institución del interés de los préstamos. En castellano, decimos “dar tiempo al tiempo”, para indicar que no hay que apresurarse.

Un curioso efecto del tiempo elástico lo tenemos en ciertas expresiones de cortesía: “buenos días” (“tardes o noches”). Obsérvese la forma del plural abundoso y jocundo. En otros idiomas, se opta por la fórmula de “buen día” (“tarde o noche”).

Puede ser, también, que los españoles manifiesten una idea tan elástica del tiempo futuro, que, en definitiva, resulta difusa y equívoca. Por ejemplo, el adverbio “seguramente”, en español coloquial, oscila entre “probable” y “deseable”; esto es, poco seguro. Más grave es la usual confusión entre “debe ser” (= es bueno o deseable) y “debe de ser” (= es probable). Es, otra vez, el equívoco entre los deseos y las posibilidades. El error de emitir la expresión contraria es muy común en los razonamientos de los políticos o, incluso, de los intelectuales.