Alfonso XII, un buen rey de España, 1857 - 1885


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ADOLFO PÉREZ

La restauración en el trono de España de la legítima dinastía Borbón en la persona del rey don Alfonso XII puso fin al turbulento clima político y social que vivieron los españoles en los primeros setenta y cinco años del siglo XIX. Siglo con dos guerras interiores: la de Independencia contra Napoleón y las tres Carlistas contra sucesivos pretendientes al trono de España, resultado de la abolición por Fernando VII de la Ley Sálica para que su sucesora en el trono fuera su hija Isabel, cuyo reinado fue muy inestable, con frecuentes cambios de Gobierno, hasta que la revolución de septiembre de 1868 acabó con su reinado. La reina se exilió en París hasta el final de su vida, sucediéndole el elegido rey Amadeo de Saboya, cuyo reinado duró veinticinco meses. El mismo día de su marcha las Cortes proclamaron la República, que duró algo más de once meses y tuvo cuatro presidentes (1873). Disuelta la República por el general Pavía, se instauró la dictadura del general Serrano, que duro todo el año 1874, hasta que el 29 de diciembre de ese año el general Martínez Campos se pronunció en Sagunto en favor del príncipe Alfonso, hijo de Isabel II.

La reina Isabel II alumbró a su hijo Alfonso el 28 de noviembre de 1857 en el palacio real de Madrid. Don Alfonso era al nacer el príncipe de Asturias, en realidad no era el primer varón que tuvo la reina ya que antes tuvo cuatro que se malograron. La débil constitución del niño tampoco hacía albergar muchas esperanzas de duración, razón por la que se crio entre algodones. Y resultó que como se decía que la reina era adicta al sexo, con varios amantes en su haber, la insidia popular difundió que el niño no era hijo de su marido, Francisco de Asís, del que se decía que era homosexual. Claro que la reina desmintió semejante insidia.

Todos coinciden, historiadores y políticos de su tiempo, en que el príncipe Alfonso era de una gran inteligencia y claridad de ideas. Hasta 1868 en que con once años se marchó con su madre al exilio de París, la educación que recibió en su niñez por ayos y tutores se basó en una intensa instrucción religiosa y poca gramática y aritmética. Al respecto escribió Pérez Galdós: “habrían calificado a Alfonsito para asistir al Concilio de Trento”. Años después Alfonso XII comentó incisivo: “Mamá y papá se empeñaron en prepararme tan bien para la Iglesia que de no ser rey hubiera resultado un teólogo de primera …” Tan deplorable educación, que estaba entonteciendo al niño, según se dijo entonces, se enmendó en el exilio, que le resultó muy útil al príncipe. En París se educó en el liceo Stanislas, después en el colegio Theresianum de Viena donde logró excelentes calificaciones en todas las asignaturas. Más tarde ingresó en la inglesa Academia Militar de Sandhurdt.

Escribe el historiador Juan Balansó en su obra de la casa real de España, que a los dieciséis años el príncipe era un muchacho ágil y atlético, de modales tranquilos. De su padre heredó el porte elegante y de su madre todas sus virtudes y ninguno de sus defectos: tenía el encanto y la afabilidad de ella. Y añade que un compañero decía de él que era inteligente, simpático y animoso. Para don Antonio Cánovas del Castillo, el más eminente político del momento, don Alfonso era: “el príncipe europeo más apto para ser un buen soberano moderno”. Y el estadista llevaba razón.

Volvemos al año 1870, 25 de junio, cuando el príncipe de Asturias tenía doce años. Su madre, la reina Isabel II, bien aconsejada, en un solemne acto que tuvo lugar en el palacio Castilla de París, abdicó en su hijo Alfonso al carecer ella de posibilidades de volver a reinar, pensando todos que ante la situación confusa que reinaba en España, con el trono vacante regentado por el general Serrano, su hijo sería llamado a reinar, pero no fue así porque el general Prim se negaba a que volvieran los Borbones, siendo esa la razón de la búsqueda de un rey extranjero para que ciñera la corona, cuya elección recayó en Amadeo de Saboya. Cumplidos cuatro años desde que abdicó la reina, en cuyo tiempo se sucedieron el reinado de don Amadeo, la meteórica República y la casi dictadura del general Serrano, se llegó a 1874 con la fruta ya madura para el complot monárquico, que de clandestino pasó a ser un clamor popular.

Ante el clima de deterioro en que estaba sumida la vida nacional, el 1º de diciembre de 1874, desde la inglesa academia militar de Sandhurst, don Alfonso dirigió a los españoles el ‘Manifiesto de Sandhurst’, que, inspirado por Cánovas del Castillo, tuvo una gran repercusión en España. En el documento don Alfonso se definía como un buen católico, hombre del siglo y convencido liberal; único representante del derecho monárquico en España, indisolublemente unido a su patria. El entusiasmo que suscitó su persona ante el pueblo español, harto ya de experimentos políticos, nada ni nadie podía oponerse. Y en Sagunto (Valencia) surgió lo inesperado; eran las nueve de la mañana del 29 de diciembre de 1874 cuando en una explanada rodeada de olivos y presente una notable formación de unidades del ejército, el general Arsenio Martínez Campos en una vibrante arenga proclamó a don Alfonso XII como legítimo rey de España, proclamación secundada por el resto del ejército. El general Serrano, jefe del Estado, renunció al cargo y se fue a París. Cánovas del Castillo preparó la acción, pero fue el general Martínez Campos quien llevó a cabo la proclamación, la cual fue recibida con entusiasmo por los españoles. El rey Alfonso XII salió de París el 5 de enero de 1875, embarcó en Marsella y llegó a Valencia en la fragata ‘Navas de Tolosa’. El 14 de enero hizo su entrada en Madrid siendo aclamado por el pueblo madrileño.

Don Antonio Cánovas del Castillo, artífice de la restauración monárquica, nacido en Málaga, era hijo de un maestro de escuela, se trasladó a Madrid y por recomendación ocupó un puesto en la oficina del ferrocarril de Madrid - Aranjuez, y con su escaso sueldo se pagó los estudios de Derecho y Filosofía. Después, por su relación con varios personajes, se promocionó hasta alcanzar las más altas cotas en la vida política nacional, hasta conseguir que Alfonso XII reinara en España.

De inmediato la obra del Gobierno se concretó en lograr el sosiego del país y acabar con la última guerra carlista y con el conflicto de Cuba, así como elaborar una nueva Constitución. El exilio de Isabel II y la llegada de don Amadeo avivaron el agónico carlismo en 1872 con la tercera guerra carlista, liquidada en febrero de 1876 con la toma de Estella, tras las campañas en el País Vasco, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo y la huida del pretendiente Carlos VII a Francia. El mismo Alfonso XII estuvo en las operaciones militares del norte. Con la derrota el País Vasco perdió sus fueros, salvo algunos de tipo administrativo, como los conciertos económicos. Otro problema surgido en 1868 fue el estallido de la guerra de los diez años en Cuba debido al descontento por las promesas incumplidas, que dio lugar al ‘Grito de Yara’, preludio de la emancipación cubana. La paz se logró gracias a la habilidad del general Martínez Campos, por medio de del ‘Pacto de Zanjón’ (febrero de 1878), en virtud del cual el general aceptó las bases acordadas con los cubanos.

En el primer año de la restauración monárquica la tarea que se le presentaba a Cánovas del Castillo era más que ardua, nada menos que la apasionante recuperación de España tras los seis años seguidos de agitación política. Sabiamente y con energía se atendió a lo más urgente. Se redactó la Constitución moderada de 1876, reflejo en buena parte del doctrinarismo político de Cánovas del Castillo. Hasta ahora ha sido la de más larga duración en España. Un pensador de entonces dejó escrito que era una obra bien hecha. Constitución que enfocó la política religiosa en el sentido de restituir la paz y la libertad de conciencia de los españoles, ajena a la ambigüedad de la anterior, y acabar con el anticlericalismo propio de los revolucionarios de 1868. Pero la acción pacificadora del Gobierno no llegó a las zonas campesinas de Andalucía donde se cocía una miseria que varias veces reventó en episodios de violencia.

Poco tiempo después de la llegada del rey a Madrid, el Gobierno consideró que para la continuidad dinástica era hora de pensar en una boda ventajosa del rey con la persona adecuada. Don Alfonso escuchó al Gobierno y dijo que no se casaría en contra de su voluntad y añadió que se casaría con su prima Mercedes, que era hija del duque de Montpensier y de Luisa Fernanda, hermana de Isabel II. Los ministros no mostraron entusiasmo porque ellos querían otra cosa. Su madre, Isabel II, no estuvo conforme, no por la muchacha como ella dijo, sino por su padre, que era su enemigo. Y furiosa se marchó a París. Al pueblo le encantó la noticia, más por ser española. El 23 de enero de 1878 tuvo lugar la boda en la basílica de Atocha de Madrid. Por una vez la política se inclinó ante tan popular romance. Pero el cruel destino se cernió sobre la feliz pareja, cinco meses después, en junio, la reina cayó enferma de tifus, que se complicó con hemorragias intestinales, enfermedad que le ocasionó la muerte el 26 de junio, dos días después de cumplir dieciocho años. Al rey le produjo una profunda tristeza y un hondo pesar abatió a todos.

En ese tiempo emergió la figura de don Práxedes Mateo Sagasta (Riojano, ingeniero de obras públicas), presidente del partido liberal. En 1881 subió al poder y cuyas primeras medidas de Gobierno fueron recibidas con agrado. Con Cánovas del Castillo estableció el turno de partidos, conservador y liberal, para el Gobierno de la Nación. La política de turnos originó el caciquismo de personas (los caciques), los que en sus pueblos y comarcas, gracias a su poder económico, se adueñaban de la voluntad de los vecinos, deudores de favores o ignorantes, para que votaran lo que señalara el cacique. Tal sistema conducía al fraude electoral o al ‘pucherazo’. El caciquismo perduró hasta 1923, tiempo en que lo eliminó la dictadura del general Primo de Rivera.

Durante los primeros tiempos del reinado de Alfonso XII el Gobierno de Cánovas del Castillo, muy atento a los problemas interiores, prestó escasa atención a la política internacional. Ya a partir de 1880 el Gobierno se preocupó de los problemas de Marruecos y el Mediterráneo.

Alfonso XII acusó el rudo golpe que le produjo la muerte de la reina María de las Mercedes en plena luna de miel. En los ocho años que la sobrevivió le fue imposible olvidarla, pero su deber de proveer un heredero a la dinastía real le obligó a contraer nuevas nupcias, de modo que encargó al Gobierno que eligiera a la persona más apropiada, encargo que recayó en la archiduquesa de Austria María Cristina con la que contrajo matrimonio el 29 de noviembre de 1879 en la iglesia de Atocha; hacía diecisiete meses que había fallecido la reina María de las Mercedes. Nadie podía pensar que la nueva reina, joven de veintiún años, algo pálida y muy distinguida, casada con don Alfonso por razones puramente políticas sería una de las más grandes soberanas que ha tenido España; así lo demostró en los diecisiete años (1885 – 1902) que fue reina regente de su hijo Alfonso XIII, que nació pasados seis meses de la muerte de su padre.

Otra vez el cruel destino se cebó en el joven rey, que víctima de la tuberculosis falleció el 25 de noviembre de 1885, cuando contaba veintiocho años de edad. Hacía tiempo que la salud del rey preocupaba, cosa que se llevaba en total secreto. Por consejo de los médicos que lo atendían y para mantener el secreto del angustioso estado del monarca, Cánovas del Castillo decidió trasladar al rey al frío palacio de El Pardo. Cuenta el conde de Romanones que el monarca, alejado de su familia, era atendido sólo por servidores fieles que le limpiaban el frío sudor, lo incorporaban en los accesos de tos y le daban las pócimas para aliviarlo. Hasta tal extremo se mantuvo el secreto del estado del rey que la noche antes de su muerte, el 24 de noviembre, Cánovas del Castillo obligó a la reina María Cristina a asistir a una función del teatro real, mientras su marido, atacado por la disnea, se revolcaba convulso en el lecho. Y así, el rey, con esposa, madre, hijas y hermanas, murió en El Pardo en completa soledad, igual que en los hospitales. Su confesor llegó sólo para darle los santos óleos. La reina nunca le perdonó a Cánovas del Castillo el gesto tan inflexible y tan cruel. El conde de Romanones termina diciendo: ‘Así entregó su alma a Dios la Majestad muy Católica de España’.

Bibliografía: Profesor Ciriaco Pérez Bustamante: Compendio de Historia de España. Marqués de Lozoya: Historia de España. Profesor José María Jover Zamora: Introducción a la Historia de España. Juan Balansó Amer: La Casa Real de España.