Oller y las plagas de Egipto


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SAVONAROLA

Moisés y Aarón se presentaron ante el faraón y su corte, quienes estaban saliendo del río luego del baño del regente. Siguiendo las instrucciones de Dios, Aarón extendió su vara, y tocó el agua, no sin antes haberle solicitado al regente la libertad de los esclavos hebreos. El agua se tornó roja y comenzó a expeler hedor, ya que se había convertido, al parecer, en sangre, por lo que no era posible beber de su cauce, y causó la muerte de las especies que vivían allí.

Después, Jehová hizo que salieran ranas del río Nilo. Estaban en los hornos, las vasijas de amasar, las camas, por dondequiera. Cuando las ranas murieron, los egipcios las pusieron en montones, y el país se llenó de mal olor.

Entonces Aarón golpeó el suelo con su palo y el polvo se convirtió en mosquitos, pulgas y piojos, y estos insectos atacaron a todo el país, animales y personas por igual. Esta fue la tercera plaga.

La cuarta fue de moscas grandes que se metieron en las casas de todos los egipcios. La quinta plaga hirió a los animales. Muchísimas de las vacas y las ovejas y las cabras de los egipcios murieron.

Después Moisés y Aarón tiraron al aire puñados de cenizas, las cuales les causaron llagas y úlceras a las personas y los animales. Esta fue la sexta plaga.

Después de eso, Moisés levantó la mano al cielo, y Jehová mandó truenos y granizo. La tormenta dañó gravemente los huertos y cultivos. Fue la peor granizada que Egipto había tenido.

La plaga octava fue un gran enjambre de langostas. Nunca antes hubo, ni después de eso ha habido, tantas langostas. Se comieron todo lo que el granizo no destruyó.

La plaga novena fue de oscuridad. Por tres días una oscuridad densa cubrió el país. Los egipcios podían sentir las tinieblas en su piel, pero los israelitas tenían luz donde vivían.

Finalmente, Dios le dijo a su pueblo que rociara la sangre de un cabrito o un corderito en los postes de sus puertas. Entonces el ángel de Dios pasó sobre Egipto. Cuando veía la sangre, no mataba a nadie en aquella casa. Pero cuando no veía la sangre, mataba al primer hijo nacido, de hombre y de animal. Esta fue la plaga décima.

Después de esta plaga, Faraón dejó ir a los israelitas, los cuales ya estaban listos y aquella misma noche empezaron a marcharse de Egipto. Mas el Padre, amados míos, sabía una catástrofe mayor. Ranas, pulgas, piojos, cenizas, langostas, granizo y todos los ángeles del infierno juntos no alcanzan a emular el vigor devastador del jefe Oller.

Sólo el líder de los policías locales de Garrucha, mis queridos discípulos, tiene la osadía de retar el poder de Dios nuestro Señor. Es capaz de multiplicar sus propias gratificaciones extraordinarias, como el Hijo del Padre hizo con los panes y los peces.

Como Jehová por medio de Moisés y su cayado separó las aguas del mar Rojo para que pudiera atravesarlo el pueblo elegido, Oller, tan callado, posee el poder, caros míos, de dividir a los agentes del suyo frente al azul Mediterráneo.

Empero, a diferencia del Todopoderoso, hacedor del Cielo y de la Tierra, Oller olvidó proteger con mascarillas a su pueblo en el principio de la plaga. Y la mitad menos a Dami, si bien, a fuer de ser justos, el jefe de los guindillas ha evitado a sus subordinados el suplicio de ser aguijoneados por los demonios de Pfizer o de Astrazéneca.

Aunque, como el titán más luminoso, aquél al que llaman Titanlux, él bien que puso su brazo -no trascendió si el izquierdo o el otro más siniestro- para recibir la herida de la adarga antiviral.

¡Que Dios le guarde, voto a bríos!, porque los policías garrucheros han decidido ya parapetarse frente al azote del jefe de los avernos. Se dice que, en sus oraciones, piden al Padre que les trate como a egipcios antes que como lo hace el superior de su convento. Y si el Altísimo así lo dispone, vale.