¿Libertad de expresión?



JOSÉ Mª MARTÍNEZ DE HARO

APARENTEMENTE LA LIBERTAD de expresión es la madre de todas las batallas. A esa democrática reivindicación se atribuyen en España una serie de actos vandálicos a cargo de grupos extremadamente violentos que compaginan el derecho a las manifestaciones con el saqueo.

¿Puede una causa política justificar el uso de la violencia? La respuesta afirmativa a esta pregunta es la esencia misma del terrorismo de cualquier raíz ideológica. La violencia entendida así sería la antesala del asesinato. Estos han sido los argumentos que se han escuchado en España durante los años de plomo de las bandas terroristas en el País Vasco y Cataluña con cerca de un millar de víctimas mortales.

Hace años los vigilantes de la convivencia y la democracia hicieron sonar los tambores de la “alarma fascista”, un miedo cerval recorrió España sobrecogida ante las terribles asechanzas que pronosticaban la irrupción en al Parlamento de Andalucía de un nuevo partido político que concurrió a las elecciones y consiguió cuatrocientos mil votos y doce diputados electos. En estos años la anunciada amenaza de la supuesta violencia fascista no ha mostrado signo alguno; no se conoce que hayan agredido a la policía, hayan quemado mobiliario urbano, hayan destrozado escaparates ni hayan saqueado algún negocio, caja registradora incluida.

Paradójicamente, en estos mismos años se tiene constancia de la violencia de miles y miles de militantes o simpatizantes de la izquierda extrema, populistas anti sistema, independentistas fanatizados y variopintas tribus de marginados sociales con el común signo de un odio visceral que encuentra cualquier ocasión o pretexto para mostrar sus sacudidas más atroces. Es cierto que las altísimas cotas del desempleo juvenil aumentadas por los devastadores efectos de la pandemia, la desigualdad de recursos económicos que aumenta las cifras de la pobreza y otras frustraciones, han podido empujar a la desesperación a miles de jóvenes que no encuentran presente ni futuro a sus vidas, algunos de ellos podrían encuadrarse en las legiones de los violentos.

En estos últimos días las televisiones han mostrado escenas de inusitada violencia en las calles de las principales ciudades de España. Los cuerpos de Seguridad del Estado desbordados y agredidos con saña. Hogueras en las calzadas, barricadas, cargas policiales y heridos. Escenas que han sobrecogido a millones de ciudadanos atónitos ante la dimensión de la violencia. Y miedo, mucho miedo por lo que esto es y representa. ¿Por qué en España semejante muestra de barbarie? ¿Por qué nada semejante ocurre en los países democráticos de Europa? Hay al respecto varias teorías que podrían resumirse en una; los países más importantes de la Unión Europea son hijos de una cultura democrática y han fortalecido los pilares de la civilización con políticas de entendimiento y colaboración entre los partidos encaminados al robustecimiento de la democracia y del Estado de Derecho. España, por el contrario, carece de cultura democrática, y en lugar de haber asentado los pilares de la civilización algunos partidos políticos han declarado el objetivo de derribarlos. Lamentablemente para España el mensaje corrosivo ha calado mayoritariamente en la juventud desde la escuela a la universidad, en las fábricas y casi todas las capas sociales espoleadas por los mensajes del fanatismo ideológico. Uno de los más respetados intelectuales del pasado siglo afirmó: “donde la barbarie avanza la civilización retrocede”. Y esto es exactamente el escenario que diariamente refleja el panorama nacional.

Podríamos enredarnos en el análisis pormenorizado sobre cifras de heridos, cuantía de los daños materiales, los saqueos y otros detalles que ilustran este patético escenario, pero en asuntos de tamaña gravedad parece pertinente llegar con urgencia al fondo del problema, porque es un problema de dimensiones extraordinarias lo que hemos visto noche tras noche en esta España aterida ante la extensión de la pandemia, el colapso de algunos hospitales, la desorganización de las campañas de vacunación y el número de fallecidos que sin pausa acompañan los telediarios. Otro virus tan antiguo como la humanidad se extiende a la par en todas las regiones, pueblos y ciudades; el virus del odio que ahora se manifiesta en estos tiempos convulsos aún calificados como “tiempos de paz”. Cabría imaginar que ocurriría con estos miles de “manifestantes” en “tiempos de guerra”.



Ante la evidente ausencia de cultura democrática se distribuyen con eficacia las consignas de todas las tribus posicionadas contra la convivencia cuyo objetivo proclamado es destruir el orden democrático que garantiza la Constitución de 1978. Todo lo que se percibe en las noches de adoquines y fuegos y las declaraciones de los cabecillas de los violentos dan a entender que hay millares y millares de jóvenes que no están antropológicamente capacitados para los “tiempos de paz”. Según vemos en decenas de países de nuestro entorno cuando la estabilidad política y social permanece, la convivencia es posible y saludable y la competencia profesional se considera un estímulo al esfuerzo, la capacidad y el trabajo. Este no parece ser el paraíso de quienes pretenden ascender social y económicamente sin necesidad de tanto esfuerzo personal. Una legión de mediocres asaltan las murallas de una sociedad que durante cientos de años pertenece a una cultura; la cultura del mérito y el premio a la excelencia que se ha manifestado con diversas formas de gobierno y distintos modelos de Estado.



Los españoles eligieron libremente hace más de cuarenta años constituirse en una democracia parlamentaria con la Monarquía como forma de Estado ¿Qué autoridad se arrogan quienes pretenden alterar esta voluntad? Porque esto es lo que viene ocurriendo desde hace más de un año cuando un partido político que fuera sostén de la democracia liberal se ha entregado a los peores estigmas de su pasado revolucionario creando un alianza con los enemigos declarados de esta democracia. Las barricadas, las hogueras, los saqueos, los heridos y la alteración de la paz ciudadana son solo una de las consecuencias de esta tóxica alianza, aunque según los más pesimistas, puede que lo peor este aún por llegar.



Nada de lo que ocurre y podría ocurrir sería ajeno a la convulsión social que se ha instalado como una enfermedad en la sociedad española. Una convulsión incitada por técnicas de ingeniería social bien conocidas en los manuales de agitación de los comunismos internacionales. Y es un hecho único en Europa y en el mundo que este afán cainita y destructivo se aliente desde miembros del propio Gobierno de España. No hay justificación alguna que explique esta monstruosidad conceptual incompatible con la democracia y la civilización. Como en otras circunstancias muy tristes, el Gobierno de España alberga a los teóricos de las brigadas del amanecer. Tres días ha necesitado el presidente del Gobierno para preparar una declaración genérica sin mencionar las diferencias entre las víctimas y los autores de la violencia y sin hacer reproche expreso a su vicepresidente. Ignora el presidente que para los éxitos y los fracasos, la guerra o la paz, la corresponsabilidad de los hechos alcanza a todos y cada uno de los miembros del Gobierno que él libremente ha nombrado.



*Premio Bandera de Andalucía de las Ciencias Sociales y las Letras.