Fundación de los Estados Unidos de América, siglo XVIII


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ADOLFO PÉREZ

Como admirador de los Estados Unidos de América que soy, me place mucho escribir este artículo sobre una gran nación que ha sido gobernada por presidentes tan carismáticos como Lincoln y Kennedy de los que he escrito sendos artículos publicados en este medio. No cabe duda que la fundación de los Estados Unidos de América es un acontecimiento de primera magnitud en la historia del mundo en la época moderna. El origen de esta nueva potencia se sitúa en las últimas décadas del siglo XVIII, cuando ya se apreciaban señales de creciente claridad.

Era el tiempo del imperialismo británico, fortalecido con su poderío comercial y financiero y con una Inglaterra convertida en potencia industrial. Mientras, en el continente europeo avanzaban las ideas del siglo de las Luces (XVIII) que dio al traste con el oscurantismo religioso predominante para dar paso a la razón, a la experiencia y al sentido crítico, que dieron lugar a importantes cambios políticos, culturales, filosóficos y científicos, los cuales prendieron en el Nuevo Mundo, tanto en el anglosajón de las trece colonias de América del Norte como en la América hispana. Tales ideas son interpretadas allende el océano en provecho de lo que ha de ser una nación, concebida como una asociación de personas libres e iguales, a fin de ejercer su derecho a gestionar sus propios asuntos, de ahí emanaron soluciones más radicales que dieron lugar a la Revolución americana, cuya perturbación señaló el camino de la Revolución francesa, perturbadora para Francia y Europa.

Y todo comenzó cuando el 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón descubrió América en nombre de la reina de Castilla, Isabel la Católica. Se trataba de un nuevo mundo al que se lanzaron los europeos ansiosos de aventuras y hacerse ricos con el oro y los metales preciosos de los que tanto se decía. Tan inmensos territorios estaban habitados por nativos desde la noche de los tiempos, los cuales vivían ajenos al resto del mundo, y a los que Colón y demás descubridores llamaron ‘indios’, creídos de haber llegado a las Indias orientales (sudeste asiático). Cuando españoles, británicos, franceses, holandeses y otros recalaron en lo que hoy es el territorio USA, allí vivían las tribus de los seminómadas indios pieles rojas, por su piel cobriza: apaches, seminolas, comanches, sioux y demás, los cuales vivían tranquilos en las vastas praderas cazando búfalos, también con sus conflictos tribales, sin poderse imaginar la civilización que se les venía encima, cuyo avance les supuso verse confinados en las injustas reservas indias.

Conforme se exploraban los territorios, los europeos establecían los asentamientos de población, así tenemos que el primer asentamiento estable en el territorio USA fue español, el de la ciudad de San Agustín, Saint Augustine (Florida), fundada por Pedro Menéndez Avilés en 1565. Las colonias estables inglesas de América del Norte se formaron poco a poco durante el siglo XVII, siendo Virginia la primera en 1606 con el inicial asentamiento de la ciudad de Jamestown fundada por John Smith, marino inglés. Enseguida Virginia prosperó con el cultivo del tabaco y se organizó políticamente con una asamblea general electa. Y así arribaron sucesivas oleadas de peregrinos europeos, la mayoría británicos, que se establecieron en la costa atlántica del actual territorio USA, formando las trece colonias que más tarde constituyeron los primeros trece estados de la Unión.

En la primera mitad del siglo XVII la persecución religiosa inglesa contra los puritanos, causada por su pretensión de reformar la iglesia en Inglaterra, aportaron a América gran número de colonos. Los puritanos eran religiosos calvinistas radicales para los que la vida giraba en torno a la supremacía de Dios por encima de lo humano. Famosa fue la expedición de los peregrinos del barco Mayflower que en el año 1620 cruzaron el océano hasta desembarcar en Massachusetts. El Mayflower era un barco mercante de 30 metros de largo (eslora) por siete de ancho (manga) en el que se hacinaron 102 peregrinos y 33 tripulantes. Junto a tanta gente iba la comida y la bebida, muebles, utensilios de labranza, un cañón y animales domésticos. El viaje duró 66 días, de principios de septiembre a noviembre, habiendo partido del puerto de Plymouth (Inglaterra). Ni que decir tiene las calamidades y sufrimientos que hubieron de padecer en la travesía y en la llegada.

Entre 1618 y 1636 se fundaron las colonias de Massachusetts, New Hampshire, Connecticut y Rhode Island. Los colonos salían huyendo de Inglaterra a fin de escapar del absolutismo regio para lo que sacrificaban sus intereses y sus afectos por amor a la independencia. Ellos aportaron a América su pasión por la libertad individual y su devoción por la democracia. Ideales que contribuyeron a la insurrección de fines del siglo XVIII. A aquellas cinco primeras colonias se sumaron otras que se establecieron en la misma región, con colonos que compartían ideales y sentimientos parecidos: Maryland, en 1634 (colonia católica); Nueva York, Nueva Jersey, Delaware, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Pennsylvania, y Georgia un siglo después, en 1732.

Las causas del levantamiento de estas colonias fueron de naturaleza diversa: económicas, políticas y sociales, donde se mezclaban el idealismo y los intereses materiales. Durante mucho tiempo los colonos ingleses necesitaron de la protección de Inglaterra contra la influencia francesa que se engrandecía en la región de los Grandes Lagos (norte), Luisiana (sur) y el Misisipi (oeste). Cuando no les hizo falta se abrieron las puertas a las caravanas de pioneros que iban a colonizar las tierras del ‘Far West’, la aventura del oeste. Entonces Inglaterra, para pagar las deudas de la guerra contra Francia, pretendió imponer un tributo a unos colonos que nunca habían pagado impuestos sin estar ellos de acuerdo. Existía entonces el llamado ‘pacto colonial’ mediante el que la metrópoli (Inglaterra) se reservaba la exclusiva en el comercio de importación y exportación, así como el de los transportes marítimos en las colonias (‘Actas de navegación’), consistentes en que todas las mercancías provenientes de Europa, excepto unas pocas, debían ser llevadas a las colonias por navíos construidos en Inglaterra o propiedad de ingleses o de colonos.

Pero cuando las colonias inglesas se sublevaron la metrópoli todavía estaba aferrada al ‘pacto colonial’, es decir, al monopolio comercial, bien entendido que se consideraba que las colonias tenían una deuda de gratitud con la madre patria, razón por la que debían subordinar sus intereses a los de aquella (la madre patria), obligados, pues, a mantener el comercio mayoritario de las colonias con la metrópoli a fin de abastecer a fabricantes y artesanos de los producto de los que carecían, tales como el azúcar, tabaco, algodón, índigo, jengibre, es decir, todas las mercancías susceptibles de alimentar su comercio exterior; lista que se iba ampliando a medida que se ponían a la venta otros productos. Asimismo, el comercio por mar se hizo más estricto. A los recelos comerciales entre colonias y metrópoli se unió el contrabando y los plantadores del sur, con muchas deudas y casi arruinados, integrantes de sociedades esclavistas, se unieron a los radicales del norte (Massachusetts) a la espera de que la revolución los librara de las hipotecas.

Asimismo, a las disputas comerciales y de plantadores arruinados se sumó el final de la Guerra de los Siete Años (1756 – 1763), conflicto bélico que enfrentó al imperio británico contra Francia y otras potencias europeas (España entre ellas). La guerra también envolvió a las colonias americanas de unos y otros. Su fin era resolver litigios continentales y de dominio de las colonias, en este caso las de América del Norte para ingleses y franceses. El final del conflicto acabó con la victoria inglesa, pero tanto fue su coste que le supuso una profunda depresión económica, que supuso una fuerte subida de impuestos, algunos de ellos muy injustos, en especial los del azúcar y el té que afectó de lleno a las trece colonias americanas. De acuerdo con esta política el gobierno de Londres decretó también para las colonias americanas el impuesto del timbre, que obligaba a los colonos a servirse para sus contratos de un papel timbrado, fabricado en Inglaterra, de alto precio. Esta ley alcanzó a los hombres de leyes, que fundaron el partido radical, el cual se apoyaba en las constituciones europeas para pedir la plena autonomía de las trece colonias. Al partido se unieron comerciantes e impresores que rechazaban también la ley del timbre. La subida de impuestos, junto con los nuevos, causaron en las trece colonias una gran crispación y fuerte reacción en su contra. Pero tan vivas fueron las protestas contra la ley del timbre que fue derogada en 1766.

Y cuando ya las relaciones comerciales se normalizaban, el gobierno inglés adoptó una medida más impopular que las anteriores. Se establecieron tarifas aduaneras para varios productos, entre ellos el té. Para su control el Gobierno envió agentes de aduanas y militares ingleses. El caso era que no se quería perder la ‘prerrogativa real’ sobre las colonias, pero la medida rompía el principio del consentimiento del contribuyente al impuesto. Y estalló el conflicto cuando los aduaneros confiscaron diversas mercancías en Boston, que el pueblo impidió y los militares hicieron fuego y hubo varios muertos; pero la supresión de las tarifas aduaneras, excepto la mínima para el té, calmó los encrespados ánimos. Otro gran error del Gobierno inglés fue autorizar (abril de 1773) a la Compañía de las Indias, que poseía enormes stocks de mercancías sin salida y muchas deudas, para que vendiera directamente su té en América sin intermediarios. El monopolio de la Compañía produjo en los colonos el temor de que se ampliara a otras mercancías, razón por la que aumentó en ellos gran irritación, hasta el punto de que tres navíos cargados de té no los pudieron desembarcar en Boston, siendo arrojada la carga al mar por individuos disfrazados de pieles rojas.

La del té fue una jornada (el llamado ‘teaparty’, fiesta del té) decisiva en el devenir colonial, que dio lugar a que se convocara en septiembre de 1774 el Congreso de Filadelfia donde se puso de manifiesto la variada opinión de los delegados de las colonias, las tendencias políticas de los tres partidos representados y sus intereses, con frecuencia contrapuestos. Allí estaban los leales conservadores, los moderados comerciantes y burgueses y los radicales (“hijos de la libertad”). Si bien el Congreso fracasó, la llama se quedó encendida pues la opinión pública se dirigía al radicalismo. Desde entonces se produjeron diversos episodios políticos, incluso la guerra, que, inexorablemente, condujeron a la emancipación de las trece colonias. En la primavera de 1775 se preparó en Filadelfia un segundo Congreso en el que los delegados llevaban la consigna de restaurar la armonía entre Gran Bretaña y las colonias, pero en ellas se estaba organizando un movimiento militar, y en abril los soldados ingleses dispararon contra milicianos americanos matando a varios de ellos. De este modo comenzó el conflicto bélico que se extendió a Boston y Nueva York.

Los americanos de las colonias se hallaron metidos en una guerra de independencia a pesar de los que no habían querido llegar a la ruptura total, los cuales habían albergado la ilusión de una negociación y en una reconciliación. Y en ese clima comenzó el año 1776, que se abrió con la publicación del folleto de Thomas Painer (político radical e intelectual de origen inglés) que alentaba a la independencia. El Congreso de Filadelfia pidió ayuda a los canadienses, que rehusaron intervenir. Asimismo, pidieron ayuda a los franceses, pero mientras se negociaba, el Congreso estaba sólo en plena revolución, con autoridad creciente, pero sin poderes concretos. De tan tempestuoso ambiente y guerra con los ingleses se valieron los radicales que propusieron al Congreso la escisión definitiva de Gran Bretaña y la instauración de una Confederación; siendo Virginia la que inició el camino instruyendo al efecto a sus delegados.

A partir de momento tan crucial los extremistas activaron sus últimas maniobras, y, el 4 de julio de 1776, el Congreso proclamó la unión de las colonias y la independencia. La proclamación supuso que se habían fundado los Estados Unidos de América del Norte. El político virginiano Tomás Jefferson fue el autor del texto de la declaración de independencia: extensa solemne y casi religiosa. Mientras, la guerra continuó durante dos años con pocos efectos, hasta que en 1778 llegó la hora de la alianza con Francia para hacerle frente a Inglaterra. Las operaciones militares duraron desde 1778 hasta el 30 de noviembre de 1782 que tuvo lugar un golpe de teatro: el diplomático americano John Jai firmó una paz separada con los ingleses, que reconocieron a los Estados Unidos.

Ya conseguida la independencia, se esperaban las consecuencias. Se había logrado la libertad, pero era necesario hacer la Unión americana donde prevalecieran las uniones: financiera, relaciones exteriores, pago de las deudas interiores y exteriores, organización del ejército y la problemática de las tierras del oeste. Piénsese que la Unión comenzaba con los trece estados salidos de las trece colonias y que hasta la costa del Pacífico se extendían grandes espacios habitados solo por los indios pieles rojas, cuyo número era de menor cuantía. Un territorio a la espera de ser colonizado por los pioneros del ‘far west’, los cuales avanzaban haciendo bueno el derecho de conquista sobre aquellas tierras sin que le importara lo más mínimo el consiguiente exterminio de los nativos que encontraban a su paso. Un territorio sin ninguna división que sirviera de base para deslindar los otros 35 estados (en el siglo XX se incorporaron a la Unión los estados de Alaska y Hawai).

El método que se utilizó para el deslinde de los 35 estados fue como sigue. Como cada Estado alegaba pretensiones sobre tierras inmensas, el Congreso las declaró bienes comunales divididos en parcelas que se vendían en subasta y se pagaban al contado. Después, una vez agrupadas en ‘territorio’, se convertirían en Estados en el momento en que contaran con sesenta mil habitantes.

Por último, faltaba dotar a la nueva nación de una constitución. Un problema difícil de resolver en razón de los particularismos de los Estados de la Unión. Un grupo de prohombres patriotas acordaron la elección de una ‘convención’ constituyente para organizar la Unión americana, de modo que se constituyó la Convención de Filadelfia, que entre mayo y septiembre de 1787 redactaron la Constitución por la que habían de regirse los Estados Unidos de América, cuya firma tuvo lugar el 17 de septiembre de 1787, y su entrada en vigor el 4 de marzo de 1789. El virginiano George Washington fue elegido por unanimidad su primer presidente. Además de George Washington y Tomás Jefferson, figuras relevantes de aquellos padres fundadores que hicieron posible la independencia, fueron también John Adams (segundo presidente) y el científico Benjamín Franklin.

Aunque la bandera no tuvo de principio carácter oficial, empezó a usarse la compuesta de trece franjas alternas de igual ancho, siete rojas y seis blancas, que representan los primeros trece Estados (las primitivas trece colonias), y en el ángulo superior izquierdo un rectángulo azul con tantas estrellas como eran los Estados de la Unión, trece entonces. Conforme se fueron sumando Estados se añadía una estrella a la bandera, y así veintiséis veces, hasta las cincuenta estrellas actuales.

Los 244 años transcurridos desde su independencia, los Estados Unidos de América han visto crecer su grandeza hasta ocupar hoy el primer puesto en el concierto mundial de las naciones.

Consulta bibliográfica: Profesor Gastón Castella. Historia Universal Ilustrada, E. Th. Rali. Vergara Editorial. De Luis XIV a la Segunda Guerra Mundial.