Sobre Job y satanases modernos


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SAVONAROLA

Yo entiendo el sufrimiento de los hombres, porque he dedicado toda mi vida a contemplar y tratar de entender la entrega de Nuestro Señor Jesucristo para redimir al género humano por todas las ofensas que desde el albur de los siglos ha dirigido al Padre.

No obstante, mis queridos hermanos, me admira y maravilla la entereza con que los Job de hogaño superan en paciencia al patriarca de Uz, predilecto del Altísimo cuya fidelidad fue puesta a prueba por Satanás.

Como sabéis, Belcebú exterminó el rebaño del apaciente así como sus posesiones; lo sumió en la enfermedad y le hizo perder el amor de su esposa. Mató a sus hijos, mas ninguna de esas pruebas logró torcer su rectitud ni la lealtad profesada por Dios Nuestro Señor.

Hoy miro a mi alrededor y observo a mis prójimos aguantando los embates de unas olas que les embisten mientras, desde lo alto, con manos y pies atados, lo que les impide hacer frente a una lluvia que, ante la falta de refugios, ni tan siquiera paraguas, acabará convertida en tormenta, si es que aún no ha evolucionado en temporal.

Me vienen a la cabeza unos versos de Salvador Espriu dedicados a una España con otro nombre: “A veces es necesario y forzoso / que un hombre muera por un pueblo / pero nunca ha de morir un pueblo / por un solo hombre: / Recuerda siempre esto, Sefarad”.

Os digo esto, mis caros amigos, porque, de seguir así, corremos el peligro de sobrevivir al Covid para poder morir de hambre todos. Hubo un tiempo en que las pestes y epidemias diezmaban literalmente a la población. Llegaban a morir hasta la mitad, la tercer parte o uno de cada diez humanos sobre la Tierra. Después, todos vivían mejor, ya que los recursos del planeta eran los mismos para repartir entre muchos menos. Y la especie sobrevivió y se multiplicó.

Vinieron también guerras que masacraron por millones las poblaciones y naciones por las que pasaban. Por no hablar de regímenes que mataron a más paisanos que todos sus enemigos externos a lo largo de la Historia. Y, sin embargo, la vida continuó y muchos de esos países hoy son prósperos y sus ciudadanos más felices que antaño.

Y, a pesar de todo, aun teniendo hoy más experiencia que nunca; teniendo más medios, recursos y conocimiento que en cualquier momento de los anales de esta nación, la plaga que menos víctimas se ha cobrado desde que el mundo es mundo está a punto de hacer caer los medios de vida de buena parte de los españoles. También en el Levante de Almería.

Yo alzo la vista y contemplo a los generales que gobiernan las tropas que defienden al país del virus coronado que lo asedia. Son los que toman decisiones, pero nunca los veo en el campo de batalla. Son como esos soldados de hoy que bombardean objetivos en Bagdad desde una oficina en Dallas o en San Francisco. Más aún. En su hoja de servicios no hay rastro de ninguna batalla librada a cielo abierto. No saben qué es abrir una persiana a las seis de la mañana con la esperanza de que entre alguien a tomar un café, a comer, a cenar o a comprarse una chaqueta, o un tornillo.

Gobiernan pero no conocen la desazón que calienta la frente y las sienes cuando, al final de la jornada, se hacen números con los ingresos y con las facturas a pagar en el otro lado. Un desasosiego que se multiplica exponencialmente cuando inexorablemente llega el día en que toca pagar los impuestos.

Las guerras desde despachos con mullidas alfombras, calefacción y aire acondicionado pagado con el dinero de todos los ciudadanos, cada vez más convertidos en súbditos, se viven de otra manera. Y, como efecto colateral, debe endurecer la piel y el corazón.

Es fácil ordenar parar desde la seguridad de la nómina pública. Y resulta incomprensible que se haga sin adoptar medidas que calmen el dolor que supone el cese de la actividad en aquellos que viven de ella, exigiendo además contribuciones cuando nada se produce. Que, por cierto, se echa de menos el diezmo que cobraban los señores en las épocas oscuras cuando, ahora, los tiranos modernos exigen más de la mitad de lo producido.

Por eso, en este estado de las cosas, insisto, mis discípulos dilectos, en que me admira y maravilla cómo los hombres de esta comarca aguantan con entereza, sin quemar contenedores, destrozar el mobiliario urbano o las propiedades de quienes les someten todo un año sin trabajar o haciéndolo, en el mejor de los casos, con un brazo y una pierna atados a la espalda.

Trabajar es un derecho constitucional y vivir es natural. Quienes mandan deberían empezar a gobernar, y eso significa velar porque todos puedan desempeñar sus cometidos con la máxima seguridad posible. Poner los medios para hacerlo factible. Todo lo que no sea así, les hace acreedores de un sufrimiento más atroz que el que procuran con su negligencia.

Yo entiendo el sufrimiento de los hombres porque he visto el de Nuestro Señor Jesucristo, pero no comprendo que se les abandone hacia un sacrificio estéril. Y recordad al poeta: “Nunca ha de morir un pueblo / por un solo hombre”. Mucho menos por la negligencia y falta de talla de gobernantes evolucionados en satanases modernos. Mientras tanto, vale.