Felipe IV, rey de España, siglo XVII


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ADOLFO PÉREZ

El reinado de Felipe IV es una de los más largos de la historia de España: comprendió cerca de medio siglo, de 1621 a 1665, cuarenta y cuatro años. Fue un periodo decisivo, durante el cual se visualiza el comienzo de la decadencia del imperio español, que va desde el apogeo de la corte de Madrid, cuyas decisiones eran acatadas en gran parte del mundo a un creciente descrédito. Un historiador inglés definió a la monarquía española como una ballena muerta flotando sobre los mares. El interminable declive no se puede imputar en su totalidad al rey y a sus ministros, aunque ha sido la figura histórica del monarca la que ha representado tal decadencia.

Era una realidad que el paso del tiempo hacía más complicado el gobierno y la administración de la diversidad de dominios de la monarquía española extendidos por el mundo. Mientras que los dirigentes españoles se estancaron y no crearon órganos de gobierno eficaces, otras potencias europeas evolucionaron a tiempo, como sucedió con Francia. A la hora de hacer frente a las ‘armas’, certeras y eficaces, que manejaban sus enemigos, el imperio español funcionaba de forma lenta y torpe.

Por los retratos que el pintor Velázquez le hizo a Felipe IV conocemos su aspecto físico. Su retrato moral nos lo facilitan incontables documentos y la copiosa correspondencia, íntima y sincera, que sostuvo con sor María de Ágreda, abadesa del convento de la Encarnación de Ágreda (Soria), famosa por su sabiduría y virtudes, a la que visitó a su paso hacia a Aragón en 1643. El monarca halló en aquella santa mujer un singular consuelo para sus amarguras, sus temores y su cada vez más escasa fortuna. Y es que el rey había heredado de sus antepasados una fe tan firme que en todo veía la providencia divina. Sor María lo estimulaba a gobernar por sí mismo, sin entregarse a validos ni favoritos; le predicaba la energía en el ejercicio del poder, que remediara los desórdenes en materia de tributos y le pedía la paz a todo trance en las relaciones exteriores.

Felipe IV nació en el palacio real de Valladolid el 8 de abril de 1605, hijo de Felipe III y de Margarita de Austria. Nació en Valladolid porque su padre trasladó la corte a aquella ciudad en 1601. Con diez años lo casaron con Isabel de Borbón, de doce años, hija del rey de Francia, Enrique IV. De este enlace nacieron siete hijos, de los que sólo dos llegaron a mayores el príncipe de Asturias, Baltasar Carlos, fallecido a los dieciséis años, y María Teresa casada con Luis XIV de Francia, que fue abuela de Felipe V, que sería rey de España al morir sin sucesión Carlos II, hijo de Felipe IV. La reina Isabel falleció con cuarenta y dos años (16.10.1644) sin que los médicos se pusieran de acuerdo en el diagnóstico de la enfermedad que le causó la muerte.

A pesar del dolor que le ocasionó la muerte de su primera esposa, don Felipe se vio en la necesidad de contraer un segundo matrimonio para intentar tener un heredero del que carecía tras la muerte del príncipe Baltasar Carlos, para lo cual la elegida fue su sobrina Mariana de Austria, de escaso atractivo físico, hija de su hermana María Ana y del emperador alemán Fernando III. Al casarse con su sobrina, el monarca perseveró en la nefasta política matrimonial de los Austrias de enlazarse con miembros de la familia cercana, lo que, al cabo, fue la ruina de la dinastía. Cuando se celebró la boda el 7 de octubre de 1649 Felipe IV tenía cuarenta y cuatro años y ella casi quince. Los frutos de aquel matrimonio, casi incestuoso, fueron cinco, de los que sólo dos llegaron a adultos: Margarita María y el que sería Carlos II, rey de infortunio.

Felipe IV era más inteligente que su padre, pero menos voluntarioso; el doctor Marañón dijo de él que era “paralítico de la voluntad”. Rey poeta, rey cazador y rey sensual. A pesar de su gran fe, su fervor religioso y la dirección espiritual de sor María de Ágreda, era un empedernido mujeriego, casi un libertino, al que le gustaban todas las mujeres, todas le parecían bien. Según los cronistas de la época superó todas las marcas de procreación entre los reyes de su tiempo. Se sabe que llegó a engendrar cuarenta y tres hijos: trece legítimos y treinta bastardos. Una noche conoció en un corral de comedias (un teatro) a María Calderón, “La Calderona”, artista del momento. El rey se fue con ella y comenzaron un romance que duró nueve meses. Del romance nació don Juan José de Austria, hijo que el rey reconoció. Ya apagado el fuego de la pasión don Felipe dispuso que “La Calderona” se recluyese en un convento de la Alcarria, del que, ironías de la vida, llegó a ser abadesa. Dice la crónica que la reina Isabel sufrió mucho con la vida libertina y falta de respeto del rey, algo que le costó mucho soportar.

De gran trascendencia en este reinado fue la privanza de don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde - duque de Olivares, de ilustre familia. Era hombre ambicioso e inteligente, muy aferrado a sus ideas, pero de carácter irascible y orgulloso. Caía en profundas depresiones y al final murió loco. Durante veintidós años dirigió los asuntos del Estado de los que se hizo cargo el mismo día en que Felipe IV ciñó la corona. En ese tiempo el valido arrastró al monarca a una vida relajada, lo llevaba a los teatros (corrales) a ver las obras de Lope, Tirso y Calderón de las que el monarca era muy aficionado, y de paso reclutar a alguna de las artistas que se exhibían en el escenario para pasar la noche. El conde – duque era un megalómano que lo llevó a sobrevalorar la potencia exacta del imperio español y a embarcarlo en campañas que superaban la realidad de sus fuerzas.

Enseguida de hacerse cargo del poder apartó a los que habían figurado en el reinado anterior. Caso singular fue el de don Rodrigo Calderón, marqués de Sieteiglesias, político y militar que estuvo al servicio del duque de Lerma, el favorito de Felipe III. Al final del reinado fue acusado de delitos para favorecer a su señor, el duque de Lerma, tales como el intento de envenenar a la reina Margarita, de usar pócimas contra el confesor del rey, Luis de Aliaga, contra el duque de Uceda (hijo del duque de Lerma) y contra el propio príncipe Felipe (después Felipe IV), así como haber ordenado la ejecución de cinco individuos por criticarlo a él y al duque de Lerma. El proceso estaba paralizado, pero al llegar el favorito Olivares al poder hizo condenar a muerte a don Rodrigo; sentencia que se cumplió en la plaza Mayor de Madrid (21.10.1621). La entereza que mostró don Rodrigo en el cadalso a la hora de su muerte hizo popular la frase que aún perdura: “Tienes más dignidad que don Rodrigo en la horca”, aunque no fue ahorcado, sino degollado.

En política exterior fue un gran error del conde – duque negarse a prorrogar la tregua de doce años acordada por Felipe III con los holandeses, que provocó la guerra en la que se distinguió como general Ambrosio Spínola, aristócrata genovés al servicio del monarca español, cuya toma de Breda fue inmortalizada por el pintor Velázquez en su famosa obra maestra: el cuadro de “Las lanzas”.

Con Inglaterra se rompieron las buenas relaciones mantenidas en el reinado de Felipe III a causa del fracaso del matrimonio del príncipe de Gales con una hermana de Felipe IV, María. Jacobo I, rey de Inglaterra, tenía interés en afianzar la amistad con España para lo que ideó casar a su hijo Carlos, príncipe de Gales, con la infanta María. Con el fin de conquistar a la infanta y de vencer los obstáculos de orden religioso que se oponían a la boda (anglicano uno y católica ella), el príncipe inglés, un joven noble, honrado y tímido, de gran distinción personal, según sus biógrafos, se presentó en Madrid. Al parecer el príncipe se enamoró de la bella infanta. Pero cualesquiera que fueran las razones políticas la boda era realmente imposible pues ni Felipe IV, ni los teólogos, ni el pueblo podían consentir que una infanta de España reinara en un país de herejes. El resultado fue que el rey inglés, cansado y decepcionado, ordenó el regreso de su hijo.

Como ya se dijo en mi artículo sobre Felipe III la paz exterior que se mantenía se truncó con la participación de España en la Guerra de los Treinta años (1618 – 1648) en ayuda del emperador de Austria, Fernando II, pariente de Felipe III. Se trataba de una guerra de religión en el centro de Europa, decisiva para tiempos posteriores. En el reinado de Felipe IV España continuaba en esa guerra y aunque hubo triunfos, como el de la batalla de Nordlingen (1634), no se pudo resistir el empuje de Francia y sus aliados. Y es que las sublevaciones de Cataluña y Portugal ocasionaron una gran debilidad que ocasionó la caída de Olivares, sustituido por don Luis de Haro. En la batalla de Rocroy (1643) cayeron heroicamente los invencibles tercios españoles, aniquilados por el ejército francés, sucediéndose los reveses. En 1648 el Imperio acordó la Paz de Westfalia; España tuvo que reconocer la independencia de Holanda y perder las posesiones de las colonias que había conquistado en Asia a los portugueses.

La guerra siguió contra Francia a la que se unieron los ingleses, hasta que se acordó la Paz de los Pirineos (1659), que le costó a Felipe IV la entrega a Luis XIV de varios dominios europeos y algunas plazas de Flandes, a la vez que se concertó la boda del rey francés con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, que aportó una dote de 500.000 escudos.

Felipe IV tardó cinco años en pisar tierra catalana, lo que originó numerosos desencuentros. A lo que se unió la política uniformista y centralizadora atribuida al conde – duque de Olivares, de modo que todos los reinos participaran de las cargas del Estado, incluida la ‘unión de armas’, o sea, la cooperación militar en los conflictos que se produjeran. Esta política originó un grave choque con Cataluña, la causa fue la participación de España en la guerra de los Treinta Años (1618 - 1648), que en Cataluña tuvo especial incidencia ya que la población hubo de soportar combates, cargas y gravámenes, más la estancia y alojamiento en sus casas de tropas ajenas. Tal situación provocó el malestar y la hartura de los catalanes, lo que dio lugar a que el 7 de junio de 1640, día del Corpus Christi, se amotinaran los payeses segadores en Barcelona, hecho que dio lugar a que el gobierno francés ofreciera su ayuda si se ponían bajo la corona gala, por lo que una vez aceptada la ayuda el rey Luis XIII fue proclamado conde de Barcelona. La separación duró doce años y con ella la inestabilidad política y el desencanto, que se tradujeron en la vuelta al rey de España.

Seis meses después de los sucesos de Cataluña tuvo lugar un movimiento separatista en Portugal, unido a la corona española por Felipe II, muy respetuoso con la autonomía de aquel país, que conservaba sus libertades y prerrogativas. Pero sus sucesores apenas prestaron atención a los asuntos de aquel reino, sumidos como estaban en la lucha contra ingleses y holandeses, lo que fue perjudicial para Portugal a la que se le arrebataron extensas posesiones en Asia e Insulindia, además de ataques en el Brasil. A tal situación, más los propósitos centralizadores que se le atribuían al conde - duque de Olivares, la subida de algunos impuestos, la recluta de tropas portuguesas para combatir a los sublevados catalanes, junto con la ambición del duque de Braganza y el sentimiento nacionalista no extinguido, fomentaron algunos motines que culminaron en la sublevación de Lisboa (01.12.1640). Los rebeldes depusieron y enviaron a Castilla a la virreina, mientras que el secretario de Estado, Miguel de Vasconcelos, muy odiado por los portugueses, halló la muerte cuando lo encontraron escondido en una alacena, siendo arrojado su cadáver a la plaza. Los insurgentes proclamaron rey de Portugal al octavo duque de Braganza, con el nombre de Juan IV (1640), y obtuvo el apoyo de Francia, Inglaterra y Holanda y logró sostenerse contra las tropas españolas. La independencia de Portugal la reconoció Carlos II en 1668. No le faltaron a Felipe IV otros movimientos separatistas que se redujeron en poco tiempo, tales fueron los de Aragón, Andalucía (1641), Sicilia (1646 – 1647) y Nápoles (1647).

Como por un milagro, el mismo siglo que señaló la decadencia es el llamado ‘Siglo de Oro’ de la literatura española de gran influencia en el mundo, gracias a la gloria que dieron a España escritores tales como Luis de Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina, Francisco de Quevedo, Calderón de la Barca, Baltasar Gracián y bastantes más. Pero la gran figura del Siglo de Oro, por encima de todos, es Miguel de Cervantes (1547 – 1616), el más grande escritor de nuestras letras, autor del Quijote y de sus Novelas ejemplares. Y seguramente el mejor de los pintores españoles es el sevillano Diego Velázquez (1599 – 1660), autor de obras que asombran en el mundo.

Los reveses de las armas españolas en Portugal y el agrio carácter de su segunda esposa, Mariana de Austria, mujer no muy inteligente, desdeñosa y altanera, que en los últimos tiempos se las había hecho pasar moradas al rey, incluso le había agriado su carácter jovial, que ensombrecieron sus últimos años. En septiembre de 1665 el monarca cayó al suelo durante un despacho con sus ministros. Pocos días después, el 17 de septiembre de 1665, a la edad de sesenta y cinco años, falleció de un ataque de uremia. Le sucedió su hijo de cuatro años, Carlos II, siendo su madre la regente durante su minoría. Felipe IV está enterrado en la cripta real del monasterio de El Escorial.

Bibliografía: Profesor Ciriaco Pérez Bustamante: Compendio de Historia de España. Marqués de Lozoya: Historia de España. Profesor Juan Reglá Campistol: Introducción a la Historia de España. Juan Balansó Amer: La Casa Real de España.