Jaime I el Conquistador, gran rey de Aragón, siglo XIII


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ADOLFO PÉREZ

No cabe duda que la Edad Media aporta a la historia de España una gran riqueza de hechos y personajes apasionantes en los reinos cristianos peninsulares, incluso con leyendas, más o menos ciertas, que le dan colorido a este periodo histórico. Una gran figura protagonista de la Baja Edad Media hispana es sin duda Jaime I el Conquistador, que para escribir sobre él es preciso situarnos en el tiempo histórico inmediato anterior a su reinado dentro de pequeño reino de Aragón.

En 1134 falleció sin heredero el rey de Aragón Alfonso I el Batallador, que tuvo la ocurrencia de legar sus reinos a las órdenes militares de los templarios y hospitalarios de San Juan de Dios. Un testamento que, por absurdo, no se cumplió, lo que dio lugar a que la asamblea de Jaca eligiera rey de Aragón a su hermano Ramiro II el Monje (1134 – 1137), monje de un monasterio y después obispo. Debido a su estado clerical el papa lo dispensó para que se casara con Inés de Poitiers con la que tuvo a su única hija, Petronila. El rey Ramiro se vio duramente hostilizado por Alfonso VII de Castilla a causa de sus ambiciones imperiales, que el rey aragonés esquivó desposando a su hija, con algo menos de dos años, con el conde barcelonés Ramón Berenguer IV, de veinticinco años. A partir de entonces Ramiro II renunció al trono en favor de su yerno, que gobernó en nombre de su mujer con el título de príncipe de Aragón, y él se retiró a un monasterio, aunque conservó el título de rey. Con esta boda se unieron el reino de Aragón y el condado de Barcelona, quedando así constituida la Corona de Aragón. La unión de Aragón y Cataluña, además de fortalecer el poder de la monarquía, fue fecunda y pródiga para todos. Aragón ganó en poderío militar y mercantil. Cataluña aseguró su independencia y obtuvo mayores espacios comerciales. Hispania recibió un nuevo aliento para la Reconquista. El matrimonio entre Ramón Berenguer y Petronila se hizo realidad cuando ella cumplió la edad canónica de catorce años. Les sucedió su hijo Alfonso II (1162 – 1196), en realidad el primer rey de la Corona de Aragón, un buen rey que impulsó la Reconquista con la toma de varias villas.

A Alfonso II le sucedió su hijo Pedro II el Católico (1196 – 1213). Este rey, padre de Jaime I, cuya genuina virtud religiosa contrastaba con su vida disoluta y la austeridad de su padre. Aspiró a consagrar la hegemonía aragonesa en el sur de Francia, cuyo resultado más importante fue la incorporación de Montpellier gracias a su boda con María de Montpellier. El matrimonio no se llevó bien, hasta el punto de que la casi nula vida marital puso en peligro que hubiera un heredero para la dinastía, pues el rey nada quería saber de su esposa, a la que de una u otra forma maltrataba, aunque engendró a su hijo Jaime de forma ocasional como cuenta el cronista de la Corona de Aragón Ramón Muntaner (1265 – 1336), lo que más bien parece un hecho novelesco. Escribe Muntaner que la reina, siempre abandonada, sufría por la falta de un heredero. Para lo que sus fieles, aprovechando que el rey se encontraba en un castillo cerca de Montpellier y que cada noche se hacía servir una dama, convencieron a la reina para que una noche ocupara el lugar de la dama de turno y que con el dormitorio oscuro se acostara con el rey. Mientras, junto al aposento, su séquito de fieles esperaba el resultado de la aventura con el ferviente deseo de que diera sus frutos, como así fue. Allí mismo dieron cuenta al rey de la estratagema que él aceptó sin más. El resultado de aquella noche fue que la reina María quedó en estado del infante Jaime. El relato de Muntaner no se contradice con el del propio don Jaime que al respecto dice en su autobiografía: “Contemos ahora de qué manera fuimos engendrado. Es de saber primeramente que nuestro padre Don Pedro desamaba a la sazón a nuestra madre la reina, pero sucedió una vez que hallándose nuestro padre en Lates y la reina en Mireval se presentó en aquél un ricohombre llamado don Guillermo de Alcalá, el cual pudo conseguir con sus ruegos que el rey *fuese a reunirse con la reina. La noche aquella en que ambos estuvieron juntos, quiso el Señor que nos fuésemos engendrado”.

Jerónimo de Zurita, el gran cronista aragonés del siglo XVI, refiere el curioso y bonito detalle de la razón del nombre de Jaime al niño recién nacido: “…Mandó luego la reina llevar al infante a la iglesia de Santa María y al templo de San Fermín, para dar gracias a Dios Nuestro Señor por haberle dado un hijo tan impensadamente; y vuelto a palacio, mandó encender doce velas de igual peso y tamaño y ponerles los nombres de los doce apóstoles, para que de aquella que más durase tomase el nombre, y así fue llamado Jaime”. A pesar del nacimiento del heredero el rey siguió sin hacer vida marital junto la reina; muy al contrario, siguió fustigando a la Santa Sede con la demanda de disolución del vínculo a fin de contraer nuevas nupcias, esta vez con María de Monferrato. A pesar de la presión el papa declaró el matrimonio legítimo e indisoluble, a la par que en el documento hacía grandes alabanzas de la esposa, pero pronto la muerte rompió el vínculo cuando la desventurada reina murió en Roma adonde había acudido a pedir justicia, ya que falleció tres meses después, el 21 de abril de 1213, siendo enterrada en la basílica de San Pedro de Roma. Cuanto había de generoso y caballeresco en Pedro II se manifestó en 1212 al participar en la mítica batalla que le dio un giro decisivo a la Reconquista, la de las Navas de Tolosa junto a Alfonso VIII y Sancho VII de Navarra. Asimismo, al principio del siglo XIII se extendió el sur de Francia la fanática herejía albigense, de origen oriental, que alteraba los dogmas esenciales del catolicismo, bien acogida por el pueblo a causa de su doctrina igualitaria, contra la que no tuvieron efecto las predicaciones, razón por la que el papa Inocencio III lanzó una cruzada (1208) bajo el mando del conde Simón de Monfort, que aplastó a los albigenses, siendo muy cruel con sus mandos, entre ellos el conde de Tolosa, cuñado de Pedro II, lo que le obligó a intervenir en la guerra, aunque no tardó en concertar la paz con Simón de Monfort reconociendo sus derechos sobre aquellas tierras y él lo aceptaba como vasallo, a la vez que prometía casar con una hija suya al infante Jaime, que a la sazón tenía tres años de edad, al que dejó bajo su cuidado en prenda del acuerdo, pero la paz no fue duradera pues nuevos atropellos de Monfort obligaron a Pedro II a acudir en auxilio de sus deudos y vasallos, lo que le costó la vida en la batalla de Muret, cerca de Toulouse (13.09.1213).

Como ya se ha visto, a Pedro II le sucedió su hijo Jaime, nacido en Montpellier (Francia) el 2 de febrero de 1208, cuyo reinado se extendió entre 1213 y 1276. Un rey que por sus grandes empresas pasó a la historia con el sobrenombre histórico de ‘el Conquistador’. Tenía don Jaime seis años cuando murió su padre mientras él permanecía bajo la tutela de Simón de Montfort, quien lo entregó al legado del papa que lo había reclamado. El papa lo cedió a la orden de los templarios, después se hizo cargo el conde Sancho, hijo de Ramón Berenguer IV, y a partir de año 1218 un consejo de nobles gobernó en su nombre, lo que dio lugar a la hegemonía de la alta nobleza y a la disputa entre ellos para ocupar la regencia del rey niño. El gran problema de la minoridad de Jaime I, clave de su reinado y también de sus sucesores fue el predominio de la nobleza que tenía en sus manos los resortes del reino, siempre con la pretensión de anular la autoridad real. La realidad era que el joven rey no tuvo la infancia propia de un niño, que debió enfrentarse a graves conflictos en la edad en que otros niños se dedican a jugar. Lo cierto es que dio pruebas de su gran precocidad, pues aún no contaba diez años cuando intentaba gobernar por sí mismo, lo que entusiasmó a sus vasallos.

Aguantó humillantes desaires de la nobleza, incluso más de una vez fue retenido. Ante los fallidos intentos de someterla pensó en proponer a los nobles del reino grandes empresas que los uniesen en un ideal colectivo del que se beneficiaría el poder real. Con el fin de llevar a cabo el plan ideado convocó a los ricoshombres en Teruel para invadir con ellos el reino de Valencia. Pero aquellos señores, atentos a su egoísmo, se negaron a acudir a la llamada del rey, salvo tres de ellos, de modo que el joven rey se vio desairado y abandonado una vez más. Pero tales contratiempos forjaron su carácter y le aportaron la energía suficiente para superar las grandes dificultades de su reinado.

La necesidad de conseguir el baluarte que representaba para el comercio mediterráneo las islas Baleares estuvo siempre presente desde tiempos anteriores, pero la falta de una flota potente hizo aplazar la empresa hasta el reinado de Jaime I. Ahora las pretensiones de los nobles y los clérigos catalanes incitaron al monarca a preparar la conquista de Mallorca bajo dominio musulmán, que una vez ocupada se convirtió en una zona de expansión catalana, pues los aragoneses tenían pocas apetencias marítimas. En la primavera de 1229 se congregó una flota que, con 155 naves, 15.000 infantes, 1.500 jinetes y el contingente auxiliar, zarpó el 6 de septiembre de ese año. La batalla de Santa Ponça, el durísimo y largo asedio de Palma, su ocupación el 31 de diciembre y la repoblación están narrados con gran colorido en el ‘Libre dels Feyts’ (primera de las cuatro grandes crónicas de la Corona de Aragón). Años después (1235) se ocupó Ibiza y ya, muchos años más tarde (1286) cayó Menorca, y es que los musulmanes baleares defendieron intensa y hábilmente las islas.

Más penosa y larga fue la conquista del reino de Valencia en la que hubo de combinarse la acción de tierra con la lucha en el mar. La campaña se inició en 1232 por una serie de algaradas en que tomaban parte fuerzas aragonesas, siendo uno de sus primeros actos la ocupación de Morella por el joven noble Blasco de Alagón, lo que obligó a Jaime I a presentarse de inmediato en la zona para reclamar el dominio de lo conquistado. A partir de este momento el proceso de ocupación del reino de Valencia aparece muy confuso ya que la cronología de los hechos no coincide con la ‘Crónica de Jaime I’, pues el rey mintió para justificar los desafueros cometidos con Blasco de Alagón. Por fin, tras una serie de incidencias, al atardecer del día 28 de septiembre de 1238 entraron los cristianos en la ciudad. No cabe duda que la toma de Valencia fue una obra personal de Jaime I, el único que supo concebir la grandeza del proyecto de devolver un nuevo proyecto a la cristiandad.

Su última gran hazaña fue su generosa ayuda a los castellanos, para cuyo reino tomó el sublevado reino de Murcia, sin contar con el visto bueno de las Cortes. Con la toma de Murcia en 1266 la Reconquista quedaba prácticamente terminada, de modo que al finalizar el siglo XIII únicamente quedaba en manos musulmanas el reino de Granada, que tributario de Castilla y León, subsistiría hasta los Reyes Católicos. A partir de entonces Aragón se dedicó a hacer frente a sus problemas.

Lo mismo como rey que como hombre, Jaime de Aragón fue un ser superior quizás en todo, salvo en virtudes cristianas. Marcabrú, poeta de la Provenza, le llamó “Emperador de Barcelona” y otro poeta, Mateo de Querci dijo de él que fue el mejor príncipe de su tiempo. Hubo un movimiento en su tierra, más de gente erudita que popular, que promovió su canonización. Algo absurdo, porque si bien Jaime I fue un gran rey y un gran caballero no fue precisamente un santo. Estuvo casado en primeras nupcias con Leonor de Castilla, de la cual tuvo un solo hijo, Alfonso, que murió antes que su padre De sus segundas nupcias con Violante de Hungría tuvo diez hijos. Se especula si Teresa Gil de Vidaurre fue su concubina o estuvo casado con ella secretamente, pero sí tuvo amores con conocidas damas de la nobleza. De sus hijos bastardos descendieron diversas casas nobles de Aragón. Por la pluralidad de amores legítimos e ilegítimos y de sus bastardos, el monarca aragonés más bien parecía un soberano oriental que un príncipe cristiano.

Fue don Jaime uno de los grandes monarcas de la Reconquista, que con él alcanzó momentos de gran esplendor. En cambio, apenas tuvo aciertos en la acción de gobierno. Su política interior fue, en general, desatinada, influida por su mujer, doña Violante, junto con las constantes revueltas de la nobleza. Concertó con el rey de Castilla los límites de la reconquista (Tratado de Almizra) y lo mismo hizo con el rey francés (Tratado de Corbeil) respecto a las apetencias de cada uno en el reino del otro. Intentó una cruzada a Tierra Santa que fracasó por desidia. Repartió sus dominios entre sus dos hijos: a Pedro le dejó la Corona de Aragón y a Jaime el reino de Mallorca y otros condados. Amargado por las discordias entre sus hijos, el gran rey murió en Valencia el 27 de julio de 1276, con 68 años de edad. Está enterrado en el monasterio de Poblet (Tarragona).