Visión del campo de batalla


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SAVONAROLA

Hubo un tiempo, queridos míos, en que las batallas se disputaban cual partidas de ajedrez. Los ejércitos se desplegaban. En primera línea los peones. Detrás los reyes, protegidos por fortalezas, la caballería y, en previsión de tener que encomendarse al Altísimo, un obispo a cada lado.

Pero por encima de todo, mis muy queridos hermanos, siempre estaba el gran general que movía cada una de las figuras, el deus ex machina que dirían los esnob. De sus órdenes dependía el resultado final de la partida y eran puntualmente cumplidas por todas las piezas subordinadas a sus dictados. Había ocasiones en que decidía sacrificar alguno de sus efectivos para conseguir el objetivo propuesto, y su mandato era acatado con disciplina, pues se aceptaba que el despliegue contrario así lo exigía.

Porque todos sabían que su general conocía la disposición de todos y cada uno de los participantes en la partida, y sabía el escaque ocupado por las diferentes piezas, blancas y negras, porque su punto de vista, en el cénit del tablero, así lo permitía, en tanto que ninguna de las figuras alcanzaba a ver detrás de la que tenía justo enfrente.

Del mismo modo, los generales vivían siempre la batalla desde las alturas. Por una parte, aumentaban su probabilidad de sobrevivir, porque la muerte de la cabeza solía significar la del cuerpo entero. Mas, por otro lado, tener una visión lo más amplia posible del campo de batalla les permitía tener un mayor conocimiento de la disposición del enemigo. De esa manera, podían mover sus ejércitos, líneas, escuadras y pelotones en función de los movimientos del adversario o, en su caso, prevenirlos, conseguir la victoria o, al menos, evitar males mayores.

¿Imagináis, acaso, caros míos, a Julio César luchando cuerpo a cuerpo con Ariovisto en cualquier llanura de Suavia o frente a Vercingetórix en medio de un valle de la Galia Transalpina?

¿Acaso venció el duque de Wellington a Napoleón Bonaparte en un combate a puño desnudo sobre las amenas praderas que se pierden desde el pie de la Colina del León hasta las inmediaciones de la ciudad belga de Waterloo?

¿No hubieron, incluso, a falta de próximos promontorios, de encaramarse los Jordis a un vehículo del Benemérito Cuerpo durante su intento de asonada para obtener una amplitud de miras que a pie de calle carecían?

Ya sabéis, amadísimos míos, que la vida es en sí un camino, pero al mismo tiempo una lucha. Una odisea, que dijo mi querido Homero describiendo el viaje del rey de Ítaca. Así pues, para vencer o, por lo menos, tener más posibilidades de hacerlo, es preciso contemplar el panorama desde lo más alto.

Bien aprendió lo que os digo el gran Martínez García, más conocido como Luis Enrique. El actual seleccionador español dirige sus entrenamientos encaramado a una grúa. Asegura el asturiano que, desde arriba, comprende mucho mejor lo que ocurre abajo.

Y para ganar la Historia, que es la vida de los pueblos y las naciones, también es preciso poseer cierta altura de miras, algo que parece escasear entre la tropa política que nos gobierna.

En esta guerra por la Historia de nuestra comarca, quedan muchas batallas por ganar aún. Tantas como necesidades por satisfacer para que la vida de nuestros vecinos sea homologable a la de otros muchos de nuestro entorno más cercano.

Os hablo de aspiraciones tan básicas como que nuestros enfermos de cáncer no tengan que añadir doscientos kilómetros de sufrimiento a cada sesión de terapia; que la falta de depuración de las aguas residuales de casi toda la comarca no sea una mancha que envenene el mar que nos baña; o que la desidia de administradores lejanos mantenga en perpetuo estado de sed este valle antiguo, espada de Damocles que pende amenazante sobre el porvenir de este Levante.

Hubo un tiempo en que 13 pueblos se unieron mancomunadamente, no para luchar contra Mordor, sino por el futuro de la comarca. El propósito de su alianza era aumentar su fuerza haciéndola una. Al parecer, alguna vez habían escuchado aquello de que la unión hace la fuerza.

Sin embargo, tal determinación se fue diluyendo con el paso del tiempo. Y no os hablo de eras o milenios. Ni tan siquiera de siglos, pues esa voluntad original de ser uno para ser más comenzó a erosionarse en el mismo momento en que se dio por terminada la sesión en que se fundó la Mancomunidad de Municipios del Levante Almeriense. En el orto de esa decadencia original, tres de los pecados capitales. En primer lugar, la envidia, que supone tener el continuo deseo de poseer aquello que otro tiene. Así, frente a la idea de mancomunar más y mejores servicios repartiendo sus sedes entre los distintos municipios, los alcaldes de todos ellos prefirieron poseerlos todos en su término, aun en perjuicio de su calidad y a un coste exorbitante.

Después la avaricia, que basa su máxima en el egoísmo, es decir, quererlo todo y no compartir nada.

Por último la pereza, falta capital que radica en la incapacidad de las personas para realizar nada. Este pecado se basa en la falta de madurez, y suele perjudicar a otras personas. En el caso de los gobernantes, a sus naciones o a sus pueblos.

Porque, a falta de los grandes generales de todos los tiempos, muchos de nuestros regidores adolecen de una visión tan menguada que, en lugar de trece, más parecen ser ONCE.

Esa estrechez de miras les hace perder la fuerza por donde amarga cierta cucurbitácea. Los más pecan de envidia insana, del egoísmo exorbitado del avaro y la pereza del incapaz. No son, ni mucho menos Cid de nada, aunque, a fuer de ser justos, habría que repartir sus culpas entre aquellos que los elegimos, porque en toda democracia, siempre mereceremos el gobierno que nos rija.

Pues, si bien es cierto que ninguno de nuestros alcaldes lucha como debiera por el bien de todos, no lo es menos que tampoco os veo pelear por vuestro destino. O algo cambia en el pensamiento de nuestros regidores, o estamos condenados, como aquel señor que miraba su taza de té, a seguir buscando el tiempo perdido.

Con afecto, a la atención de sus señorías D. Pedro Ridao, D. Ángel Collado, D. José L. Amérigo, D. Antonio Fernández, D. Francisco M. Reyes, Dª. María A. López, D. Domingo Fernández, D. Domingo Ramos, Dª, Rosa M. Cano, D. Juan P. García, D. José Fernández, D. Martín Morales y D. José C. Jorge.

Vale.