La guillotina en la Revolución francesa (y 2)


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ADOLFO PÉREZ

Después de la toma de la Bastilla (14.07.1789), el siguiente episodio trascendental de la Revolución francesa fue el asalto al palacio parisino de las Tullerías para detener al rey Luis XVI, donde en realidad estaba confinado con su familia. Un rumor se extendió por París en el sentido de que el monarca preparaba un golpe de Estado, lo que dio lugar a que en la mañana del 10 de agosto de 1792 marcharan sobre las Tullerías dos secciones de guardias a las que se sumaron dirigentes de “sans culottes” (traducción literal: sin pantalones; eran radicales de clase media y baja), que se enfrentaron y vencieron a los guardias suizos del palacio. Se llevaron al rey y a la familia real a que comparecieran ante la Asamblea Nacional que decretó apresarlos en la fortaleza del Temple. Luis XVI fue destronado y proclamada la República el 21 de septiembre siguiente.

De mucho más que atroces fueron las masacres que a menos de un mes del asalto a las Tullerías tuvieron lugar en París entre los días 2 y 6 de septiembre de 1792, que conmovieron a Francia y al extranjero. La guillotina hubiera sido muy lenta lo mismo que lentos hubieran sido los juicios para los condenados de aquellos trágicos días de septiembre. No están claras las causas de este aciago y cruel episodio, pero la idea de que entre los revolucionarios existiera una “quinta columna” y que en las saturadas cárceles hubiera muchas personas leales al bando enemigo exasperaba sus febriles mentes. El hecho de tener que acudir a defender las fronteras de los ataques de los austriacos suponía dejar París en manos de los enemigos del nuevo régimen (aristócratas, clérigos y otros), de modo que se apoderó de ellos la idea que dio lugar a crímenes tan horrendos, que empezaron con el ataque al convento de los Cármenes donde, según la lápida colocada en el edificio, fueron 114 los monjes masacrados el 2 de septiembre. Y siguió la matanza en las cárceles llenas de París y en otras ciudades. Así fue el comienzo del Régimen del Terror.

El procedimiento en la masacre de septiembre siempre fue igual: la masa entraba en tropel en la cárcel, sin apenas oposición, dentro se organizaba un tribunal popular que hacía llegar uno a uno a los aterrados presos. En aquellos juicios dominaba el odio y casi todas era sentencias de muerte. Para evitar la escena de la sentencia de muerte en la sala del tribunal, el presidente daba orden de conducir al preso a la cárcel de L’Abbaye si el tribunal estaba en la cárcel de La Force o a La Force si estaban en L’Abbaye. Eso que parecía absurdo significaba que el preso no iba a ninguna de las dos cárceles citadas. Cuando el preso salía, en cierto modo contento por cambiar de cárcel, caía en manos de la multitud que esperaba en la calle y que los mataba a golpes de pica y de sable, mutilando después el cadáver. Se dio el caso de que Montmorin, que había sido ministro de Luis XVI, al oír lo del cambio de cárcel pidió que le pusieran un coche, a lo que el “juez” le dijo que enseguida se lo traerían; ni que decir tiene cual fue el final del pobre infeliz al salir a la calle. Se calcula que llegaron a morir de este modo alrededor de 1.400 personas.

El Gobierno revolucionario estaba en manos del Comité de Salvación Pública que decidía sobre la política interior y exterior, pero también hubo de hacer frente a la gran escasez de alimentos debido a las necesidades del ejército y a la resistencia de los comerciantes a vender a los precios fijados por la ley. La escasez originó bastantes alborotos en las calles. Se creó la cartilla de racionamiento llamada “carte du pain”. El Comité estaba dirigido por un triunvirato cuyos miembros más célebres fueron los jacobinos Georges Danton, Jean Paul Marat y sobre todo Maximilien Robespierre. El abogado Danton, por su talante gozaba del calor popular y el del cuerpo de una joven amante. Fue guillotinado en 1794. Marat, ardoroso jacobino, hombre violento y enemigo declarado de los girondinos. Murió apuñalado en el baño de su casa por la girondina Charlotte Corday en 1793, que lo visitó en su domicilio y la dejó entrar en contra del parecer de su mujer. Ni que decir tiene que Charlotte pasó por la guillotina. Caso aparte es la figura excepcional de Maximilien Robespierre, inteligente, frío y a la vez ardiente revolucionario, llegó a ser el amo de Francia. Iba siempre bien vestido, con la peluca empolvada aun siendo signo aristocrático y reaccionario. Su oratoria era precisa, fría y envenenada, pero sus silencios eran aún más peligrosos. En una entrevista con el vizconde Paul Barras, figura de la política francesa se mostró tan frío que Barras salió temblando convencido de que iba a ser su próxima víctima, razón por la que se enroló en la conspiración que llevó a Robespierre a la guillotina con 36 años.

El Tribunal Revolucionario, Instituido para castigar a los enemigos del pueblo, llegó a tener dieciséis jueces y sesenta jurados que actuaban en turnos de doce. Este tribunal sólo juzgaba los delitos cuyo castigo era la pena de muerte. Si existían pruebas, materiales o morales, no se citaba a ningún testigo. Son múltiples las anécdotas sobre su actuación. En un juicio contra el anciano mariscal Mouchy y su esposa, el mariscal fue interrogado pero no su mujer; cuando se le indicó esta circunstancia al presidente, éste exclamó: “¡Qué más da, es el mismo asunto!” Y mandó a los dos a la guillotina. La ignorancia de los presidentes, juristas improvisados, era muy grande. Las apariencias formales se cubrían: los jueces llevaban capa negra, corbata blanca y sombrero de plumas. El Tribunal Revolucionario llegó a dictar entre 35.000 o 40.000 penas de muerte. Como suele suceder en estos casos fueron muchas las personas que huyeron de Francia: aristócratas, generales, alto clero, burgueses ricos, etc., que usaron todo tipo de variopintas artimañas para conseguirlo. Uno de los que logró huir fue el conde de Provenza, hermano del rey. El 21 de junio de 1791 Luis XVI intentó la huida con un plan bien preparado, llevado en secreto absoluto, pero al llegar a Varennes el rey se asomó a la ventanilla de la berlina y uno que andaba por allí lo reconoció, dio la alarma y el monarca fue detenido junto con su familia.

Desde el asalto al palacio de las Tullerías (10.08.1792) Luis XVI y su familia estaban presos en la fortaleza del Temple. A pesar de las agresiones, el rey pesaba mucho en el ánimo de los diputados de la Convención. Pero se descubrió en el palacio un armario de hierro empotrado en la pared que contenía varias cartas muy comprometedoras por su contenido y por los personajes a las que iban dirigidas: Mirabeau, Talleyrand, La Fayette… Ante la gravedad de lo descubierto, el 3 de diciembre de 1792 Robespierre dijo: “Luis debe morir para que la patria viva. Pido que la Convención lo declare traidor a la nación francesa.” El 8 de diciembre Luis Capeto, así lo llamaban los revolucionarios, fue llevado ante la Convención donde lo negó todo aun mostrándole las pruebas. El 26 de diciembre, después de un apasionado debate, se les preguntó a los diputados: “¿Qué castigo merece Luis, ex rey de los franceses?” La pregunta se votó veintiún días después, el 16 de enero, con el resultado de pena de muerte en la guillotina: 361 votos a favor de la muerte inmediata, 289 votaron por otros castigos y 70 por diferir la ejecución de la pena, ejecución que tuvo lugar el 21 de enero de 1793, a las diez de la mañana. Luis XVI tenía 38 años.

Nueve meses después le llegó el turno a la reina, el 16 de octubre de 1793 María Antonieta fue ejecutada en la guillotina a la edad de 37 años. Fue algo ignominioso pues las acusaciones estaban basadas en meros rumores que no se le pudieron probar. Se la acusó de deslealtad a Francia por aportarle a su hermano, el rey de Bohemia y Hungría, recursos financieros de Francia, incluso se dijo en el juicio que había enseñado a su hijo Carlos Luis de ocho años a masturbarse, y que había practicado el incesto con el niño, semejante aberración la exasperó en el juicio. Nada se le probó. No obstante, fue condenada a morir en la guillotina. Montada en una carreta llegó al patíbulo con cofia y vestida de blanco, y en momento tan terrible se comportó con suma dignidad.

Tras la muerte del rey la atención se centró en su hijo Carlos Luis, para la dinastía real era Luis XVII, que estaba preso en el Temple con su madre y su hermana María Teresa. Al parecer hubo intentos de huida preparada por amigos del exterior. La realidad era que los miembros del Directorio (forma de Gobierno que siguió a la Convención en 1795) no sabían qué hacer con los dos niños. Pero después de casi tres años de prisión, el 8 de junio de 1795 falleció el niño Luis XVII, el rey que no existió. Se aseguró que había sido asesinado, pero la verdad es que murió víctima de estar preso en una celda. Su hermana María Teresa vivió muchos años.

En 1789, comienzo de la Revolución, las ideas que todos creían arraigadas en política y religión cambiaron totalmente en pocos años. Si en 1789 la mayoría de los franceses eran monárquicos, lo mismo ocurría respecto a la religión católica, Francia era católica hasta sus raíces. En el clero, obispos y curas, hubo muchas divergencias, mientras unos permanecían fieles a los viejos principios otros se enrolaron en la Revolución, así es que poco a poco se produjo el cisma, aunque para la imagen popular todos eran reaccionarios y antipatriotas, lo que dio lugar a que creciera el anticlericalismo y la persecución. La iglesia católica, ya separada del Estado y a la que además se le incautaron los bienes, llegó a estar considerada como enemiga de la Revolución, de modo que en 1793 se ordenó el cierre de los templos, muchos de ellos profanados; hasta el punto de que la religión llegó a estar mal vista. Se produjo el hecho de que de los 2.000 sacerdotes que se casaron en la Revolución, 1.750 lo hicieron en 1794, en plena etapa del Terror, pues de no haberse casado les esperaba la prisión o la guillotina. En 1795 llegó la libertad de cultos y sonaron las campanas, pero después de lo ocurrido durante el Terror la iglesia católica no volvió a ser lo que era antes.

En el otoño de 1793 eran más de siete mil los presos que llenaban las cárceles, juntos mujeres y hombres de toda tendencia y condición, entre ellos obispos y aristócratas. La vida entre ellos, con la muerte tan cerca era extrañamente frívola. Las mujeres y los hombres se daban al fornicio sin ningún recato, al amparo de la noche en las oscuras galerías de la prisión. La pasión sexual era tan fuerte que derribó las barreras sociales, así se vio al tendero Cortey haciéndole arrumacos a la princesa de Mónaco. Por la noche, cuando entraba el funcionario con la lista de los que por la mañana serían llevados a la guillotina, los presos dejaban de sonreír, charlar y coquetear. Y también en la guillotina acabaron los cansados de matar. Los nuevos detenidos estaban muy unidos a la Revolución como Danton, antes citado, y Camilo Desmoulins, el que arengó a las turbas a la toma de la Bastilla. Uno y otro inculpados y amenazados de muerte por Robespierre, el amo de la Revolución. Ambos estaban horrorizados por la sangre derramada y deseaban que no brotara tanta sangre de la guillotina. Fueron acusados de conjuración y complicidad con los enemigos de la Revolución y del intento de lanzar la tropa sobre París para instaurar la monarquía. De nada valieron sus protestas. Condenados a muerte, la guillotina se encargó de ellos.

El ejército era un desbarajuste, ni que decir tiene que también le llegó la guillotina. Con la amenaza en las fronteras y hacer frente a los monárquicos, la República no tuvo más remedio que tomar medidas para acabar con la anarquía en sus filas. Los mandos fueron nombrados entre los más capaces; así comenzó la promoción militar de Napoleón Bonaparte. La necesidad de bronce y la antipatía a la Iglesia supuso que fueran confiscadas todas las campanas de los templos salvo las parroquiales. Buena parte de la población estuvo dedicada a la fabricación de armas y a la confección de uniformes militares y demás utensilios. El fraude en la fabricación o en la confección suponía la guillotina.

Durante la Revolución la calle era la que dominaba la situación. Desde la libertad estrenada en 1789, las calzadas de las ciudades se poblaban de gente donde se vendía, se compraba, se protestaba y donde se aplaudía, se gritaba o se insultaba, incluso se elogiaba. Donde no llegaba la voz llegaban los periódicos vendidos en las esquinas; asimismo, los pasquines informaban pegados en las paredes. Se perdió la costumbre de besar las manos de las señoras y se impuso el tuteo en el trato. La vida seguía, se llenaban los restaurantes para degustar la comida de la buena cocina francesa. El gorro frigio se impuso entre las clases populares. La moda clásica en el vestido alcanzó su apogeo. El auge del teatro era tan grande que brotaron salas por doquier, así como la ópera marchaba al paso de la Revolución. En las canciones se mezclaba el patriotismo con alusiones amorosas. Durante la Revolución se organizaron grandes fiestas callejeras que gustaban mucho a la gente. Se sucedieron las conmemoraciones y los homenajes para los que no se ahorraba ni dinero ni imaginación. Célebre fue la fiesta de la Unidad y de la Invisibilidad de 10 de agosto de 1793 y gran relieve alcanzó la fiesta del Ser Supremo, ceremonia laica alternativa al culto católico, instituida por Robespierre. Sin embargo, la vista de la sangre resultaba muy común.

El vaso ya rebosaba de enemigos políticos de Robespierre al que le tenían un pánico cerval, pues al menor descuido iban a la guillotina lo mismo enemigos de la Revolución como políticos de igual ideología de la primera hora. Ya se ha visto lo sucedido con el vizconde Barras. De modo que con mucha cautela se urdió una trama con el fin de acabar con él, para lograrlo muchos diputados, entre ellos Barras, se conjuraron guiados por el hábil Joseph Fouché, político astuto. En una turbulenta sesión de la Convención donde se sucedían los discursos sin que Robespierre, enloquecido, pudiera intervenir por razón de las artimañas del presidente que daba la palabra a otros para no dejarlo que se defendiera. Y se oyeron mil gritos de “¡Abajo el tirano!” Finalmente, alguien propuso el decreto de acusación que fue votado a favor. Robespierre y los suyos habían caído. Al día siguiente, 9 de termidor (28 de julio de 1794), los guillotinadores fueron conducidos subidos en las carretas hacia la guillotina. Al caer la cabeza de Robespierre en el cesto de la guillotina hubo gritos de alegría y toda Francia suspiro aliviada. Se produjo entonces una salida de presos que se salvaron de morir, entre ellas la española Teresa Cabarrús, que desde la cárcel intervino en la conspiración escribiendo una carta a un alto político que había sido su amante. Teresa Cabarrús era una joven que sus ricos padres enviaron a París para que se educara.

Post data: Algunos hechos de los que se relatan en este artículo pueden parecer exagerados o inverosímiles, pero son reales como la vida misma, consultados en rigurosos textos históricos y en la obra del ilustre historiador Fernando Díaz – Plaja: “A la sombra de la guillotina”.