Carlos I, rey de España y emperador de Alemania, siglo XVI (1)


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ADOLFO PÉREZ

Es algo complicado escribir un artículo sobre la figura de Carlos I, rey de España y emperador de Alemania, que reunió una herencia dinástica de tan insólita inmensidad que el embajador persa dijo: “el rey que se cubría con el Sol”. Un monarca al que un juicio objetivo no es posible negarle su mucha grandeza en la historia de España y europea. Figura controvertida, protagonista de un sueño que terminó disolviéndose en una Cristiandad (Europa) amenazada por los turcos y convulsionada por las conquistas y guerras de religión del siglo XVI, las cuales dieron lugar a la formación y auge de las naciones europeas, así como a la expansión del luteranismo a pesar del mucho empeño que puso el emperador para evitarlo, acuciado por su profundo catolicismo.

Cuando el 23 de enero de 1516 Fernando el Católico, rey de la Corona de Aragón y gobernador de Castilla, entregó su alma a Dios en Madrigalejo (Cáceres), los reinos hispanos de reciente anexión entre ellos, estaban en una situación difícil y confusa. La mayor prueba de solidez y arraigo en la vida nacional de la obra de los Reyes Católicos era superar aquel trance y que no se derrumbase lo que con tanto esfuerzo habían construido. Para el buen gobierno de los reinos se formó una nómina de personas idóneas que mantuvieron el prestigio de las instituciones reales. La persona principal fue el cardenal arzobispo de Toledo, fray Francisco Jiménez de Cisneros, el cardenal Cisneros, el que salvó la delicada situación.

En su testamento, Fernando el Católico dejaba heredera universal de sus Estados de la Corona de Aragón a su hija Juana (conocida como la Loca), y, en su defecto, a sus descendientes. Debido a la falta de salud mental de la reina, designaba a su nieto Carlos, hijo primogénito de la enferma, para que gobernara en nombre de ella los reinos hispanos y el enorme imperio colonial americano. Para la Corona de Aragón, hasta que se hiciera cargo su nieto Carlos, puso al frente del gobierno a Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza, hijo bastardo suyo. Bien es verdad que en Castilla hubo un intento de algunos nobles de coronar al infante don Fernando, el otro hijo de doña Juana, hermano menor del príncipe Carlos, nacido y criado en Castilla. Otro intento fue el de la corte de Flandes de coronar directamente a don Carlos rey de Castilla sorteando los derechos de su madre, reina legítima. Ambos intentos fueron frustrados por el cardenal Cisneros que hizo que se cumplieran los testamentos de los Reyes Católicos, muy claros al respecto, de modo que se respetaron los derechos legítimos de doña Juana. De Castilla y sus colonias americanas se hizo cargo, con gran acierto, el cardenal Cisneros hasta la llegada de don Carlos, hijo de la reina Juana. Pocos gobernantes como Cisneros se han hecho cargo del poder en situaciones tan difíciles.

De Flandes enviaron a la corte del rey Fernando, ya muy enfermo, al clérigo Adriano de Utrecht en calidad de embajador, preceptor de don Carlos, que ni conocía Castila ni su idioma. Su misión consistía en hacerse cargo del reino en cuanto muriera el monarca, cosa que sucedió al poco de llegar, pero no contó con el cardenal Cisneros, que hábilmente lo apartó sin dañarlo para cumplir fielmente el testamento de Isabel la Católica, que dejó dicho en sus últimas voluntades que no se permitiera a ningún extranjero gobernar sus reinos. Así fue el gran servicio prestado a la Corona por el eminente cardenal que no llegó a conocer al príncipe ya que murió el 8 de noviembre de 1517 y el príncipe Carlos llegó a Valladolid diez días después donde fue recibido por un cortejo de grandes señores presididos por su hermano menor, el infante don Fernando, al que no conocía.

El príncipe Carlos, hijo y heredero de aquella infeliz pareja, Felipe el Hermoso y Juana la Loca, nació en Gante (Flandes) el 24 de febrero de 1500. Su niñez la pasó con una madre que ya mostraba síntomas de su dolencia mental y un padre que no le prestó atención. En 1516, a la muerte de su abuelo Fernando el Católico, al que no conocía, y cuando apenas contaba dieciséis años, se hizo cargo de los reinos que integraban la monarquía castellano – leonesa y de la Corona de Aragón dada la incapacidad de su madre con la que cogobernó, aunque ella de forma nominal, según el acta firmada al efecto. Meses después viajó hacia sus reinos peninsulares desembarcando en el pueblecito asturiano de Tazones con un fuerte temporal. El joven príncipe llegó a España siendo un auténtico flamenco (de Flandes), con las costumbres y los gustos de un gran señor borgoñón, aficionado al lujo, la caza, las fiestas, a los torneos, etc., o sea, a la vida brillante y refinada. Vino con un séquito de nobles flamencos de iguales gustos que el monarca.

Cuando llegó a España, ya con diecisiete años, desconocía la lengua castellana y las costumbres. El joven príncipe en su viaje de Tezanos a Valladolid debió quedar sorprendido ante el claro contraste entre las ricas tierras flamencas con la humildad de las aldeas y villorrios que veía a su paso hacia la ciudad de su destino. Igual debió sucederle cuando comparó la austeridad castellana de la corte con la festiva y refinada corte flamenca que había disfrutado hasta entonces. De la austeridad y costumbres castellanas ya se quejó su padre, Felipe el Hermoso, cuando decía que no le agradaba la austera corte castellana poblada de clérigos, que los hombres no reían y que las mujeres se mostraban con la vista baja y encima eran castas, las cuales asiduamente eran cortejadas por los nobles del séquito de don Carlos, razón por la que los padres o maridos de ellas las vigilaban, incluso las encerraban.

Enseguida de llegar a Castilla, el príncipe Carlos y su hermana Leonor visitaron en Tordesillas a su madre, la reina doña Juana (la Loca), confinada por su padre a causa de su dolencia mental. La reina recibió a sus dos hijos mayores y la entrevista, según nos cuenta el historiador Juan Balansó fue patética. Cuando llegaron a los aposentos reales el hijo le dijo: “Señora, vuestros obedientes hijos se alegran de encontraros en buen estado de salud; ha tiempo deseábamos haceros rendimiento y prestaros nuestro testimonio de honor, respeto y obediencia.” Se hizo el silencio. La reina no replicó. Al rato les sonrió, les cogió de la mano y les dijo: “¿Sois de verdad mis hijos? (Pausa.) ”¡Cuánto habéis crecido en tan poco tiempo!” (Pausa.) “Puesto que debéis estar muy cansados de tan largo viaje, bueno será que os retiréis a descansar.” Así fue la entrevista entre madre e hijos tras doce años de separación. La infeliz fue decayendo hasta el abandono de su cuerpo y ropa interior; le salieron úlceras purulentas que no se dejaba curar.

¿Y cómo era físicamente el monarca? Algo bajo de estatura y según el embajador veneciano “ninguna parte de su cuerpo es criticable, sino la mandíbula, que parece postiza y le obliga a llevar siempre la boca abierta”. Era su prognatismo, consistente en una deformación de la mandíbula inferior adelantada respecto a su posición normal. Carlos disimulaba el defecto con una barba ancha y corta que le dio buen resultado. El defecto dio lugar a chanzas fáciles e irrespetuosas.

En Valladolid el príncipe Carlos juró guardar los fueros y libertades de Castilla y dos días después (07.02.1518) fue jurado como rey de Castilla y León donde no consiguió hacerse con el cariño del pueblo que lo veía como un extraño. Como no sabía castellano parecía frío y distante; en resumen, por aquellas fechas era muy impopular. Semejante situación se acrecentó con el tropel de nobles del séquito, que enseguida comenzaron con sus tropelías a hacer de las suyas pues miraban con desprecio a los castellanos. Acapararon los principales puestos civiles y eclesiásticos y saquearon de la hacienda pública todo lo que pudieron. Tal estado de cosas produjo mucho malestar entre la población que les arrojaban calderos de orines desde sus ventanas. Las nubes se convirtieron en tormenta tres años después. Mientras don Carlos visitaba Aragón y Cataluña para ser jurado como soberano de aquellos reinos igual que había sucedido en Valladolid, su preocupación se volvió hacia Alemania donde estaba a punto de morir su abuelo Maximiliano, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, el cual deseaba que la dignidad imperial recayera en su nieto Carlos. Ahora bien, aquella dignidad no era hereditaria sino electiva, aunque desde el siglo XIV la elección venía recayendo en los Habsburgo, su familia.

Es preciso aclarar en qué consistía el Sacro Imperio Romano Germánico. No era un Estado unitario, sino la unión política de Alemania y un conglomerado feudal de territorios: Estados hereditarios, electivos, un reino, ducados, condados, señoríos, arzobispados, ciudades libres y otros. Los reyes tenían poco poder real, sólo se les reconocía cierta primacía sobre el resto de los nobles; por encima de estos reyes estaba el emperador, cuya autoridad era muy limitada, el cual, al producirse la vacante, era elegido en la ciudad de Francfort por parte de siete grandes electores: cuatro grandes señores y tres obispos o arzobispos. Los siete eran: rey de Bohemia, duque de Sajonia, conde palatino de Baviera, margrave (noble) de Brandeburgo y los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia. El elegido recibía el título de “rey de romanos” hasta que era coronado por el papa, momento en que se convertía en emperador vitalicio a todos los efectos.

Muerto el emperador Maximiliano los alemanes esperaban que su nieto Carlos ciñera la diadema imperial. La elección la disputó con Francisco I, rey de Francia, que no veía con buenos ojos que los inmensos dominios de Carlos I rodearan sus fronteras, razón por la que hubo cuatro guerras entre ellos. La primera fue decisiva, el rey francés fue derrotado y hecho prisionero en la batalla de Pavía (24.02.1525), y llevado a Madrid firmó un tratado que luego no cumplió. Los siete electores, venales ellos, fueron comprados con fuertes sumas de dinero prestadas a Carlos por la banca Fugger más el dinero que envió desde España. El 28 de junio de 1519 fue elegido por unanimidad “rey de romanos” pendiente de ser coronado por el papa a fin de convertirse en emperador vitalicio del Sacro Imperio Romano Germánico, ceremonia que se celebró en Bolonia en 1530. El césar Carlos consiguió lo que no logró doscientos setenta y tres años antes Alfonso X el Sabio con su “Fecho de Imperio” (año 1257), debido a la inquina que el papa le tenía a su familia materna, después de gastarse casi toda la herencia de su padre, Fernando III el Santo.

La elección la recibió el rey Carlos en Barcelona, ciudad que siempre fue de su predilección. De inmediato se dispuso a partir hacia Flandes para recibir en Aquisgrán la espada de Carlomagno, símbolo de la dignidad imperial. La exaltación del rey en Alemania fue considerada por los españoles como un desastre, pues por su forma de pensar no comprendían el significado que era para España la grandeza imperial. Cuestión que se agravó cuando el monarca les pidió los sacrificios fiscales a los que debían de hacer frente para pagar los gastos de viaje e investidura, así como satisfacer la deuda contraída con la banca Fugger, lo que ocasionó disgustos y protestas. Tampoco gustaba que su soberano se ausentara por un tiempo y ser gobernados desde el extranjero, y aún se sintieron menos felices cuando el rey nombró regente en su ausencia a su paisano y mentor Adriano de Utrecht, nombramiento que consideraron improcedente por su condición de extranjero, pero nombrado quedó. Este estado de cosas produjo un gran malestar, caldo de cultivo de la conmoción que se produjo en las ciudades del reino con voz y voto en las Cortes donde hubo actos de desacato a la autoridad real. Así pues, en las Cortes celebradas en La Coruña, por un voto consiguió los necesarios 400.000 ducados y desde ese puerto embarcó hacia Flandes, pero ya se había creado el ambiente que dio lugar a las Comunidades de Castilla y las Germanías de Valencia.

De hecho, Carlos I de España se convirtió en el todopoderoso emperador Carlos V. Sobre el que recayó una vasta herencia que ningún otro personaje ha logrado reunir. La fortuna y las herencias de sus cuatro abuelos lo convirtieron en el monarca más poderoso de la Tierra. Excepto en Francia e Inglaterra, sus dominios se extendían por toda Europa, desde las lejanas fronteras a los ducados austriacos y Países Bajos, abrazando Nápoles y Sicilia. En España, los reinos de Castilla y Corona de Aragón, y más allá del océano, el Nuevo Mundo aún no bien conocido. Si el embajador persa dijo que Carlos I “se cubría con el Sol”, otro contemporáneo dijo que “era dueño del mundo”. Esta dimensión política de un joven de veintiún años que estremece por su grandeza, de modo que debe tenerse en cuenta al analizar su dimensión humana, que asombra por su capacidad.