La muerte del trasvase (2)


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CLEMENTE FLORES

Los primeros años del siglo XX son los posteriores a la pérdida de las últimas colonias y el país comenzaba a tomar conciencia de que no podía vivir de los recuerdos de un pasado glorioso y a ser consciente de su propia realidad asumiendo que era un pueblo atrasado, pobre e inculto. Era una imagen de la realidad que los intelectuales de la generación del 98 rechazaban unánimemente cuando la describían.

En ese tiempo, hablar de riegos no significaba sólo hablar de agricultura y riqueza, sino también de población, y por eso, cuando hablemos de la puesta en riego de territorios de secano y nos refiramos al periodo de los años 40 a 60, hemos de referirnos conjunta y obligatoriamente a las colonizaciones que vendrán unidas a los riegos.

La España vacía, de la cual ahora tanto se habla, no es un invento nuevo. Para hablar de sus orígenes hay que remontarse hasta la famosa Reconquista que produjo el mismo efecto que una ola de fuego que a lo largo de ochocientos años hubiese recorrido España de Norte a Sur dejando, a modo de tierra quemada, grandes espacios sin pobladores. Para rematar la faena, en el siglo XVI se expulsó a moriscos y judíos y se abrió América como tierra de promisión para acoger a miles de españoles. El resultado ha sido que no se ha conseguido ordenar los espacios y evitar la sangría poblacional.

Eso explica que, para los ilustrados españoles del siglo XVIII, el paradigma de creación de riqueza estaba en la repoblación de las zonas despobladas y, en la práctica, su preocupación se tradujo en la repoblación de Sierra Morena, seguramente porque les urgía terminar con los robos y asaltos de caminos, a cargo de los bandoleros de Sierra Morena. Para conseguirlo concedieron terrenos baldíos a los pobladores para que los explotasen en régimen censitario. (Real Provisión de 26 de mayo de 1770).

Los liberales, en pleno XIX, agobiados por las deudas del Estado, de eso sabemos mucho ahora, y con la excusa de hacer más justa la distribución de la propiedad de la tierra, “pisaron a fondo” en el proceso desamortizador hacia el año 1855.

Se planteó que el Estado, presionado por las ideas liberales, dejase la iniciativa a los propietarios más activos y emprendedores confiando en que ellos aumentarían la productividad de las tierras no cultivadas y, por tanto, no debía intervenir en la asignación de tierras desamortizadas. La situación se acabó transformando en un sinsentido porque pobres y ricos no podían competir libremente en igualdad de condiciones en las subastas y pujas por las tierras. Como debían haber previsto, con la desamortización se produjo una mayor concentración de la tierra y de la riqueza y pocos labradores sin tierras tuvieron la oportunidad de ser propietarios. La desamortización no cumplió ninguna función de reparto con la trasmisión de tierras porque los terratenientes, que se hicieron más poderosos, no mostraron mucho interés en mejorar las explotaciones. Para sumar más trabas al desarrollo agrícola, los liberales insistían en la idea de que tampoco el Estado debía dedicar dinero a construir infraestructuras que mejorasen la vida de los labradores o el comercio de los productos de la tierra.

Con Joaquín Costa como ideólogo en el cambio de siglo, el paradigma de las soluciones para mejorar la producción agrícola pasa del reparto de las tierras a la política hidráulica y a la introducción de máquinas y de abonos. A partir de ahí se fue admitiendo la conveniencia de acometer la construcción de infraestructuras, fundamentalmente de riegos, como paso previo y necesario para al crecimiento de la riqueza agrícola. Se produjo un cierto alejamiento de las políticas liberales y se fue aceptando el intervencionismo estatal en materia de riegos, cosa en la que también influyó la presión que los movimientos sociales, las organizaciones sindicales obreras y los grupos de intelectuales. Las opiniones sobre el papel que debe asumir el Estado acabaron imprimiéndole ideas y obligaciones socializadoras de las cuales no se ha vuelto a desprender.

El preámbulo del proyecto de ley de 1904 recoge que las grandes empresas de riegos tropiezan, aunque las auxilie el Estado, con enormes dificultades para su desarrollo porque el establecimiento de los riegos en grandes extensiones exige, aparte de obras capitales para la preparación de las tierras, abonos, competencia técnica y una densidad de población que en muchas comarcas de España no existe. El cambio de rumbo se inicia en la Ley de 7 de julio de 1905 donde se conceden ayudas en metálico a los concesionarios de las obras.

La semilla de un nuevo enfoque del papel del Estado en materia de riegos estaba sembrada y su germinación se vino a confirmar en la Ley, para la Construcción de Obras Hidráulicas para Riegos, de 7 de julio de 1911, que en su artículo 1º dice que el Gobierno realizará el proyecto de pantanos y canales de riego y describe las tres formas de participar el Estado en su construcción, dejando a la iniciativa particular sólo las obras secundarias de la puesta en riego. Ahora el objetivo estatal era “intervenir” en las obras para aumentar la riqueza agrícola regando y acondicionando la tierra y dotándola de abonos, semillas y máquinas. En ese momento se empieza a confiar en que los riegos, como una panacea, crearían automáticamente la riqueza suficiente para fijar la población.

El impacto de la mencionada Ley de 1911 se plasmó en “Los Congresos Nacionales de Riegos” que durante varios ejercicios se celebraron a partir de 1913 y que tuvieron gran influjo en la política de riegos que se siguió hasta 1935, y en particular en las reformas de la Administración, con la creación del Centro de Estudios Hidrográficos en 1923 y las Confederaciones Hidrográficas creadas en 1926, con lo que la Administración dispuso, por primera vez, de organismos con solvencia técnica y administrativa para afrontar las políticas de riego que la sociedad deseaba y necesitaba.

Su puesta en práctica puso de manifiesto las grandes diferencias que pueden existir entre las concepciones teóricas y la realidad práctica dejando claro al gobierno de la República, que vino después, que no bastaba la política de riegos para “colonizar” la tierra y que la política hidráulica y la colonizadora deberían ir de la mano porque en éstos, como en otros casos, no se aprovecharon las pocas infraestructuras de riego construidas y las tierras habían seguido sin regarse por la falta de respuesta de los posibles usuarios propietarios de los terrenos.

Pese a todas las dificultades, los cambios implantados en el primer tercio del siglo XX se tradujeron en el aumento de superficies regadas, porque las 900.000 Has. de regadío de principios de siglo pasaron a ser 1.350.000 en 1930.

A los gobiernos republicanos se debe la redacción del Plan Nacional de Obras Hidráulicas redactado en el Centro de Estudios Hidrográficos y que fue dirigido por el ingeniero Lorenzo Pardo. Ahora el paradigma volvía a cambiar y aparte de la disposición del agua se pretendía la redistribución de la propiedad, (ley OPER de 13-4-32).

(CONTINUARÁ)