La muerte del trasvase (1)


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CLEMENTE FLORES

FUE HACE UN par de años cuando los periódicos y noticieros del país, y en especial los de ámbito provincial y regional del sudeste, nos informaron de los grandes problemas que los agricultores de estas comarcas tenían para conseguir agua para riegos. Hubo un momento en que comenzó a cundir la alarma por la posible pérdida de sus cosechas. Oí hablar de la compra de derechos de agua a cosecheros de arroz sevillanos y de que alguna dádiva o concesión especial llegaría a través del Trasvase del Tajo después de múltiples reuniones de los políticos de todos los partidos y entidades.

La información, para mí que soy pregonero, admirador y entusiasta de la evolución de la agricultura almeriense desde que se comenzaron a aplicar los enarenados a principio de los años setenta del pasado siglo, me impactó y pensé que en nuestra comarca se han realizado en los últimos tiempos pantanos como Benínar o el del Almanzora, que funcionaba el Trasvase Tajo-Segura y que existía un cacareado Plan de Desaladoras. En todas estas obras se había invertido muchísimo dinero. ¿Cómo era posible que con estas instalaciones la pertinaz sequía “de toda la vida” viniese a liquidar las cosechas? ¿Cómo teniendo cuarenta años un régimen político salido de una Constitución democrática siguen existiendo dudas sobre quién ostenta los derechos del agua? Como ocurre hoy con muchos otros temas, cuando intenté indagar en el problema, aparecieron palabras como democracia, Constitución o leyes europeas, y también otras como ignorancia, cacicada o mafia, de interés y matices distintos.

Preguntándome quien era o había sido el dueño del agua escribí una serie de ocho artículos intentado recoger la evolución del derecho y de la gestión del agua desde la prehistoria hasta la promulgación de la Ley de Aguas de 1879. He dedicado especial interés a cuanto afectaba a nuestra comarca y concretamente a los cambios acaecidos como consecuencia de la reconquista, primero de Murcia en 1243 y luego de Granada entre 1488 y 1492.

A lo largo de la serie hemos podido comprobar que, en esta tierra tan árida, el problema del agua para riegos, que ahora nos acucia, lejos de ser una novedad, ha sido una constante perenne. Por ese motivo, ahora que hemos llegado con nuestro relato a los albores del siglo XX, hemos decidido variarlo y continuar el relato dejando al margen otros usos del agua, como el humano o la producción de electricidad, para referirnos casi exclusivamente a los riegos, y en particular a los riegos que utilizan las aguas públicas de los ríos según la Ley de Aguas de 1879. A ello se dedicarán los siguientes artículos.

EL TURBULENTO XIX

Los movimientos ilustrados, fundamentalmente en el reinado de Carlos III a través de ministros como Jovellanos y otros, defendieron el papel de los riegos como fuente general de la riqueza para mejorar el bienestar material y espiritual del país. Para ellos concernía al Estado un importante papel para conseguir sobre otras cosas mejorar la agricultura, las técnicas de cultivo, introducir nuevas plantas como el maíz o la patata y sobre todo mejorar e intensificar los riegos.

Pese a la buena voluntad de los ilustrados, los sucesivos gobiernos de la nación, que siempre defendieron la titularidad Real del agua de los ríos, nunca se plantearon la obligación de realizar a su costa las obras necesarias para aumentar los riegos y con ellos la riqueza de España. Por abulia, impotencia, ignorancia y dejadez, durante siglos las aguas de los ríos acababan, inexorablemente, en el mar, mientras las cosechas quedaban a merced de las lluvias y de las consabidas rogativas “ad pretendam pluviam”, que el español de a pie podía esperar inútilmente cuanto quisiese, sin que la iniciativa privada construyese, como querían el Rey y su Gobierno, los canales necesarios.

Varias empresas, movidas por iniciativas particulares intentaron a finales del XVIII y durante la primera mitad del XIX acometer obras de riego a gran escala, y una tras otra fracasaron porque la tradición y el recelo hacían difícil introducir nuevos hábitos de riego.

Por desconocimiento y desconfianza de los agricultores, por la presión de los tributos y por el coste del agua, los proyectos fracasaban. Así estaban las cosas cuando se elaboró la Ley de Aguas de 1879 que establecía que “Los dueños de los predios lindantes con cauces públicos de caudal no continuo… pueden aprovechar en su regadío las aguas pluviales que por ellas discurran y construir al efecto, sin necesidad de autorización, malecones de tierra y piedra suelta o presas móviles” (Art.177). (Era el reconocimiento legal de las presas de boquera tan usuales en la provincia de Almería).

En aras de dejar la iniciativa de riegos al capital privado, la ley recogía que la construcción de presas para riegos debía autorizarla el Ministerio de Fomento o el gobernador civil según se derivaran más o menos de 100 litros de agua por segundo. Si la concesión se hacía a los mismos regantes propietarios era a perpetuidad y si se hacía por medio de una empresa privada para regar tierras ajenas por medio de un canon, la concesión se hacía por 99 años. Esta forma de conceder agua para riegos, por la cual “de facto” se concede el dominio de las aguas públicas a personas o entidades privadas, sólo se puede entender por la voluntad de la administración de no implicarse en los gastos e inversiones para riegos.

El ingeniero catalán Llauradó, en su “tratado de Agua y Riegos (1884), dice que “no hay resultados positivos en los proyectos de canales presentados con la pretensión de regar” porque haría falta preparar los terrenos, disponer de abonos y atender los cultivos, y los propietarios de las tierras de secano prefieren continuar practicando el secano.

Tanto en la Ley de Aguas de 1866 como en la de 1879 aparecen claros rechazos a la intervención directa del Estado en la construcción de los sistemas de riego, a lo cual, además, se “oponen las ideas liberales” y los defensores de la República bajo la acusación de que la actuación del Estado estaría conculcando las libertades del libre comercio. La Ley de Canales y Pantanos de 1870 era un brindis al sol y ni ésta ni ninguna, consiguió vencer la voluntad de posibles inversores, los rigores del clima y la agreste orografía del país. El Estado no “estaba” para invertir y los terratenientes preferían lo agradable a lo útil, y el ocio y la caza a la ocupación exigente del cultivo de la tierra.

El regeneracionista Joaquín Costa, a finales de siglo, vino a recoger las ideas del siglo anterior defendidas por Campomanes y Floridablanca, entre otros, y dejaba claro que la iniciativa particular no lograría nunca resolver por sí sola el problema sin una política hidráulica que fuese precedida por una política de instrucción en las respectivas comarcas. España no dejaba de pedir más lluvia al cielo. (CONTINUARÁ)