Francisco de Orellana, descubridor del Amazonas, 1541 - 1542


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ADOLFO PÉREZ

El siglo XVI no representa solamente para España la hegemonía política en Europa, sino que es además el momento de su gran expansión por el Nuevo Mundo en casi toda la primera mitad del siglo siguiente a su descubrimiento por Cristóbal Colón. Es el tiempo de la conquista de América, la más asombrosa epopeya de la historia humana, con sus dos máximas figuras: la conquista de México por Hernán Cortés (1523) y la del Perú por Francisco Pizarro (1536). En menos de veinte años dos imperios inmensos, bien organizados y poblados, se vinieron abajo a manos de unos aventureros cuyo número nunca superó los mil hombres. Pero junto a Cortés y Pizarro hubo otros exploradores que mostraron al mundo la grandeza del nuevo continente con sus impresionantes accidentes geográficos, tales como los Andes o el río Amazonas, pues ha de tenerse en cuenta que en aquel medio siglo los españoles, además de penetrar en ese gran río, lo hicieron en las cuencas de los otros grandes ríos: Misisipi, Orinoco y De la Plata. Bien es verdad que en la mayoría de los exploradores primaba el ansia de hacerse ricos atraídos por las míticas leyendas de minas de oro y plata, incluso de los árboles de las especias como ya buscaron Magallanes y Elcano cuando dieron la primera vuelta al mundo. Tampoco faltaron los que buscaban sólo aventuras.

Entre los españoles de entonces que soñaban con hacerse ricos atraídos por las míticas leyendas del Nuevo Mundo, junto con el atractivo de la aventura en aquellas lejanas tierras, estaba el joven Francisco de Orellana, nacido en Trujillo (Cáceres) en 1511, que en 1527, con dieciséis años, se embarcó para aquellas tierras. Su aspecto físico era impresionante y lo fue más cuando luchando junto a Pizarro en la conquista del Perú, que lo nombró su lugarteniente, perdió un ojo. Orellana permaneció siempre fiel a Pizarro al que ayudó en su lucha contra Almagro. En los retratos que hay de él aparece con la cabeza ligeramente ladeada para disimular su defecto. A los veintiséis años fue nombrado gobernador de la provincia de Culata, dedicándose con esmero a recaudar impuestos. Y desde luego no desaprovechó el tiempo pues en poco tiempo amasó una buena fortuna.

Entre los mitos que corrían como realidades en los tiempos de la conquista americana, además de la leyenda de El Dorado, que en 1541 buscó Orellana, uno de tales mitos era el del País de la Canela por el que estaba obsesionado Gonzalo Pizarro, gobernador de Quito, hermano menor del conquistador, para lo que preparó una expedición (1541) en busca de los fantásticos bosques donde se producía tan codiciada especia. Se adentró en la selva tomando el camino hacia el este. Llevaba consigo 200 soldados españoles, algunos miles de indios y bastante ganado, cerdos y llamas para aprovisionar a tanto expedicionario, pero los rigores del clima andino, las lluvias ecuatoriales y las fatigosas marchas a través de charcas y pantanos diezmaron a los viajeros y acabaron con los víveres. A la altura de Zumaque se le unió Francisco de Orellana, que llevado de su espíritu aventurero se enroló en la expedición de Gonzalo Pizarro para ir en busca de la canela.

A la llegada al río Coca Pizarro dispuso la construcción de un bergantín (barco de vela cuadrada con dos palos) en él embarcó los metales preciosos, parte de la impedimenta y los enfermos más debilitados mientras que los demás marcharon andando por la orilla del río. De este modo, unos por agua y otros por tierra recorrieron 200 leguas. Contaba el padre Gaspar de Carvajal, cronista del viaje, que enterado Pizarro por los indios que a quince jornadas de allí se llegaba a un “un río muy grande e poderoso, e que por él abajo había grandes poblaciones e caciques muy ricos, e tanto bastimento que aunque fueran mil españoles hallaran para todos abasto …” Ante noticia tan prometedora Gonzalo Pizarro envió a Orellana a explorar lo dicho por los indios para ver si era cierto y que volviese con el barco cargado de provisiones ante la gran necesidad que tenían de comida. Orellana con 70 hombres partió con el bergantín (26.12.1541), y era tan rápida la corriente que en tres días llegó a la confluencia de los ríos Coca con el Napo donde comprendió que era imposible regresar, así es que prosiguió el viaje. Gonzalo Pizarro tuvo por muertos a Orellana y a sus compañeros y se volvió para Quito. Parece evidente que Orellana no fue un traidor, como se dijo, que abandonó a su jefe y se alzó con la expedición, sino que por el contrario, tomó posesión de las tierras que descubrió en nombre de Gonzalo Pizarro. Sus compañeros hicieron un relato de lo sucedido alegando que había sido imposible regresar debido a la fuerte corriente del río, razón por la que le conminaron a continuar el viaje.

El 12 de febrero siguiente entraron los expedicionarios en el Amazonas. Las aguas de color amarillento durante kilómetros se mezclaban con las oscuras de noroeste. Era un espectáculo singular. El río llevaba un caudal que a veces las orillas se separaban hasta parecer un lago en continuo movimiento. El padre Gaspar de Carvajal escribía que “el río era tan ancho de banda a banda, de ahí en adelante, que parecía que caminábamos por anchísimo mar engolfado” (mar adentro). Cuando ponían pie a tierra aprovechaban para tomar alimentos en los poblados indios y si encontraban resistencia quemaban las casas. Tenían sumo cuidado cuando se convencían de que estaban vigilados por los indios, que en cualquier recodo podían aparecer a cientos, aunque muchas veces tuvieron que huir. Pero si conseguían un rato de calma podían admirar aquella vegetación que se les ofrecía: el urucú con sus flores rojas y sus semillas medicinales con las que los indios se pintaban la cara, el bambú, el cocotero, el árbol del cacao, el amor de hombre que cambiaba el blanco de la mañana por el dorado y malva durante el día y el rojo por la noche, y así infinidad de especies vegetales nunca vistas por los exploradores.

Construyeron un bergantín de mayor capacidad y prosiguieron el viaje; el barco se deslizaba en silencio impulsado por la corriente, envuelto en tonos claroscuros que escondían su silueta. De noche los sonidos de la selva eran una algarabía, pero al amanecer lo que antes era un ruido ensordecedor se convertía en silencio, la infinidad de animales de las distintas especias se habían vuelto mudos. Mientras, los viajeros eran molestados por los mosquitos y los indios machiparos, que en los desembarcos perturbaban el aprovisionamiento y el descanso. Mucho peor era defenderse de los indios caribes que usaban flechas envenenadas. Cuando fueron a las armas se encontraron con que la pólvora de los arcabuces se había humedecido y no los podían usar, así es que respondieron con las ballestas y perdieron varios hombres. Orellana daba órdenes precisas para que ninguno de sus hombres sufriera el más mínimo roce de aquellas malditas flechas emponzoñadas con veneno extraído de raíces y de tallos. Él conocía bien sus efectos. El cronista Carvajal, que fue herido dos veces y perdió un ojo, nos describe la terrible muerte del burgalés Carranza: “Fue cosa de mucha lástima verle. Porque el pie herido se le puso muy negro, e fue subiendo la ponçoña por la pierna arriba, como cosa viva, sin poder atajar, aunque le dieron muchos cauterios de fuego, en lo cual se vio claramente que la flecha traía yerba ponçoñosissima e como subió al corazón, murió estando en mucha pena hasta el tercero día, que dio el ánima a Dios que lo crió”. Había padecido grandes dolores y asfixia continua.

Cuando el ataque los sorprendía no les daba tiempo a colocarse la armadura ni a calarse el yelmo, así es que se exponían a la muerte sin protección alguna. Las flechas volaban de tal modo que el costado del bergantín parecía un acerico. La Historia de España del marqués de Lozoya dice que los indios atacaban a los españoles junto con sus mujeres. Puede que de ahí surgiera la leyenda que cuenta el periodista Jos Martín en el sentido de que Orellana y sus hombres fueron atacados por mujeres desnudas subidas en un enjambre de canoas mandadas por una mujer con pelo rubio trenzado, que disparaba flechas con gran fuerza y daba las órdenes. Eran las coniupuyara, las amazonas, que una vez al año realizaban una ceremonia en la que escogían a los indios más hermosos para ser fecundadas y si nacía un varón lo mataban o regalaban, si nacía hembra entonces la acogían, la cuidaban y la educaban según sus normas. (Pura leyenda, pero los viejos de los poblados amazónicos dirán que siempre han existido, son las llamadas icamiabas, las mujeres sin ley).

Por fin, después de reparar el bergantín pequeño y de rechazar nuevos asaltos de los nativos hallaron un lugar adecuado para acometer la travesía marítima. Durante catorce días sólo comían cangrejos, caracoles y raíces, mientras que la tripulación se mostraba aterrada cuando a lo largo de la costa encontraban cabezas humanas ensartadas en largos palos. Para poder proseguir el viaje hicieron cuerdas con hierbas y adaptaron las mantas para velas, reanudando el viaje sin anclas, sin pilotos y sin instrumentos náuticos, y después de ocho meses de navegación, el 26 de agosto de 1542, llegaron al Atlántico cuando llevaban 4.800 kilómetros recorridos, allí se separaron los dos barcos, que después de una terrible navegación bordeando el Brasil y la Guayana, “por la costa más peligrosa e brava que hay en todo ese mar Océano”, después de siete días con sus noches, con mucho trabajo remando, consiguieron salir de aquel rincón infernal y llegaron a la isla de Cubagua, donde el 11 de septiembre desembarcó Orellana. Habían recorrido parte de los ríos Coca y Napo, el Amazonas desde su confluencia con el Napo hasta su desembocadura y la costa hasta la isla de Cobagua. En total más de 7.500 kilómetros en un viaje que duró nueve meses, uno de los más audaces entre los que registra la historia.

Cuando Orellana regresó a España se encontró con que Gonzalo Pizarro, que había regresado a Quito y después se embarcó para España, lo había denunciado por haberle robado el barco y los enseres que llevaba sin volver a rescatarlo como habían convenido. El relato veraz del viaje lo libró de cualquier castigo; no obstante el monarca le concedió el gobierno de los territorios descubiertos, que Orellana se dispuso a colonizar y a cuyo efecto equipó otra expedición (1544) a su cargo con 400 hombres y cuatro barcos adaptados a la corriente del río y a los ataques de los indios. Tres barcos se perdieron en la travesía y con uno se adentró 500 kilómetros por el delta del río. Cincuenta y siete hombres murieron de hambre y diecisiete en un ataque de los indios caribe. En plena expedición, noviembre de 1546, le atacaron unas fiebres malignas y murió con treinta y cinco años, al parecer fue enterrado bajo un árbol. La expedición fracasó y su esposa, Ana de Ayala, permaneció en América, volvió a casarse y vivió en Panamá hasta su muerte.

Para completar este artículo y poder valorar la dimensión de la hazaña de Orellana conviene aportar los datos físicos más importantes del río Amazonas en el que todo es grandeza, que cruza América del Sur de este a oeste, desde los Andes peruanos al océano Atlántico, pasando su cauce por Perú, Colombia y Brasil. Su longitud es de 7.062 kilómetros, lo que supone que sea el río más grande de la Tierra en longitud y caudal. En su curso describe profundos y espectaculares meandros. Son innumerables los afluentes que fluyen en él, siendo 78 los más importantes, procedentes de seis países. Su impresionante cuenca hidrográfica, la Amazonía, está ocupada por la selva ecuatorial, una de las maravillas naturales del mundo, con una superficie de siete millones de kilómetros cuadrados, catorce veces la superficie de España.

Termino este artículo con mi pequeño homenaje de recuerdo a la figura de Santiago Manuin Valero, indígena nacido en la selva amazónica peruana el 1º de enero de 1957, que dedicó su vida a defender la Amazonía, hasta el punto de que en su enfrentamiento con la policía por tal motivo, el 5 de junio de 2009 recibió ocho balazos en el abdomen de los que sobrevivió de milagro aunque nunca volvió a recuperar la salud. Hombre inteligente, bondadoso y simpático se entrevistó con la reina Sofía en 1994. Víctima del Covid – 19 ha fallecido el 1º de julio de 2020.