España en la época de los romanos


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ADOLFO PÉREZ

La historia antigua nos muestra los diversos pueblos que habitaron en la península Ibérica más de mil años antes de Jesucristo, siendo los más significados: tartesios, iberos, celtas y lusitanos. Los iberos son considerados la esencia de la población española. Se estima que su distribución geográfica fue de este modo: al sur los turdetanos (antiguos tartesios); al este los iberos (divididos en muchas tribus); en el centro los celtas, que mezclados con los iberos formaron los celtiberos; el norte lo ocupaban los vascones, astures y galaicos; y al este los lusitanos. Más tarde llegaron los pueblos colonizadores: fenicios, griegos y cartagineses, que se establecieron en las zonas costeras. Primero arribaron los fenicios (año 1000 a. de JC.), después, sobre el siglo VII a. de JC., se calcula la llegada de los griegos y alrededor del año 500 a. de JC. debieron arribar los cartagineses. Detrás llegaron los romanos (siglo III a. de JC.), los cuales le dieron a la península el nombre de Hispania en la que permanecieron más de seis siglos.

Los romanos pusieron por primera vez los pies en España en el año 218 a. de JC., y en el año 19, también a. de JC. quedaron dominadas las tribus insumisas. La conquista, pues, duró doscientos años. La llegada de los romanos a la península hay que enmarcarla en el ámbito de las guerras púnicas, que desde el año 264 a. de JC. sostenían romanos y cartagineses (púnicus) por el dominio del Mediterráneo. Los cartagineses dominaban el norte de África, siendo Cartago su capital. El resultado de la primera guerra púnica (264 – 241 a. de JC.) fue espléndido para Roma y desastroso para los cartagineses, que juraron vengarse, por tal motivo acometieron la conquista de España a fin de crear un poderoso ejército. Para ello se envió un ejército mandado por Amílcar Barca, que pasó el estrecho de Gibraltar, desembarcó en Gádir (Cádiz) y dominó el valle del Betis (en Andalucía). Muerto Amílcar Barca en lucha contra los indígenas le sucedió su yerno Asdrúbal, que desarrolló una política de acercamiento a fin de atraerse a los nativos; se casó con la hija de uno de ellos y fundó la ciudad de Cartagena. Fue asesinado por un nativo que vengaba a su señor.

Al frente del ejército púnico le sucedió su cuñado Aníbal, uno de los grandes capitanes de la historia, ante quien los mismos romanos no ocultaban su admiración. Aníbal tenía entonces veintiún años y estaba acostumbrado a luchar contra las tribus ibéricas. Rectificó la política de atracción de su cuñado y se dispuso a dominar el territorio acordado con los romanos. Una vez conseguido el dominio hasta el Ebro decidió conquistar su parte oriental, que inició con el ataque a Sagunto, aliada de Roma. Los saguntinos se defendieron heroicamente, pero después de ocho meses de asedio fueron vencidos y los pocos supervivientes fueron esclavizados.

De inmediato Aníbal organizó un formidable ejército de unos cuarenta mil hombres más un buen número de elefantes, a marchas forzadas avanzó con su ejército hacia Italia. Pasó los Pirineos, cruzó el río Ródano y atravesó los Alpes donde perdió la mitad del ejército, víctima de la nieve, el frío, los despeñaderos y los torrentes; a los cinco meses cayó sobre Italia, dando comienzo a la segunda guerra púnica, entre los años 218 y 201 a. de JC. En los dos primeros años ganó a los romanos en las batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno, y poco después la de Cannas. Aníbal pidió ayuda a su hermano Asdrúbal mientras él se dedicaba a hostigar a los romanos en Italia, pero cuando su hermano acudía a ayudarle fue derrotado por los romanos. Así es que Aníbal sólo, abandonado a su suerte, incluso por la ingratitud de Cartago, fue derrotado en la batalla de Zama, que puso fin al poder cartaginés. En el año 201 ambos contendientes firmaron la paz cuyo significado le supuso a Cartago la pérdida de su categoría de gran potencia. Aníbal huyó a Cartago y anduvo errante por varios países hasta que se envenenó para no caer en manos de los romanos. Medio siglo después Cartago fue conquistada por Roma en la tercera guerra púnica.

Mientras Aníbal invadía Italia, los romanos, a la genial maniobra de Aníbal de marchar sobre Italia, respondieron de forma semejante: trajeron la guerra a España para destruir la base del imperio cartaginés. Desembarcaron en Ampurias (218 a. de JC.) al mando de Cneo Scipión, avanzaron por la costa hasta llegar a Sagunto y desde allí marcharon a la región del Betis, pero el avance fue cortado por Asdrúbal, hermano de Aníbal, que con tropas africanas derrotó y dio muerte a los Scipiones, Cuando mejoró la situación en Italia fue enviado Publio Cornelio Scipión, que reorganizó el ejército y en un avance victorioso se apoderó de Cartagena, entró en la región del Betis y se apoderó de Cádiz (año 205 a. 205 a. de JC.), donde Roma concluyó la expulsión de los cartagineses de España. Así comenzó la dominación romana en la península, que al principio comprendió sólo la zona costera y tierras cercanas. En el año 197 a. de JC. dividieron las tierras conquistadas en dos provincias: Citerior y Ulterior. La primera se extendía desde el valle del Ebro hasta Baria (Vera, en Almería). La segunda por la zona andaluza, desde la sierra de Cazorla hasta la desembocadura del rio Almanzora (Villaricos, en Almería). El interior permaneció insumiso.

Los romanos se afanaron en extender su dominio por el resto de la península para lo que tropezaron con muchas dificultades, empresa que fue muy lenta. Apenas se marchó Scipión se sublevaron los ilergetes, aliados a otros pueblos; sublevación que los romanos sofocaron. El jefe de la revuelta, el régulo (caudillo) Indíbil, gobernante de Ilerda (actual Lérida), murió en la batalla y su compañero Mandonio murió crucificado. La resistencia de los pueblos hispanos se polarizó en dos largas guerras: la guerra lusitana y la celtibérica. Los lusitanos habitaban el actual Portugal. Algunas bandas lusitanas, movidas por la pobreza, atacaban a las ricas comarcas béticas. Para acabar con tales incursiones el gobernador romano Galba les tendió una emboscada en la que perecieron 10.000 lusitanos y otros 20.000 fueron esclavizados. Tal acción supuso la sublevación de todas las tribus lusas dirigidas por el caudillo Viriato, un antiguo pastor, que tuvo en jaque al ejército romano durante ocho años, del año 147 al 139 a. de JC., llegando a vencer a varios generales y dominar gran parte del centro y sur de Hispania. El Senado romano le otorgó el título de ‘rex atque amicus’ (rey y amigo). Viriato intentó negociar pero el cónsul Quinto Servilio Cepión sobornó a los emisarios Alauco, Ditalco y Minuro, que asesinaron al caudillo luso mientras dormía.

A la vez de los lusitanos se sublevaron los celtíberos. El cónsul Quinto Cecilio Metelo sometió a algunas tribus, pero no pudo dominar a Numancia, situada sobre el cerro de la Muela (Soria), poblada por los arévacos. El asedio a esta ciudad duró diez años, del 153 al 143 a. de JC. Su defensa fue heroica y varios jefes militares fracasaron en el asedio, sufriendo muchas bajas el ejército romano, hasta que llegó Publio Scipión Emiliano, que no aceptó la capitulación, sino que cortó el suministro a lo sitiados, los cuales padecieron tanta hambre que se mataron unos a otros y prendieron fuego a la ciudad para no claudicar. Con la caída de Numancia cayó la cuenca del Duero; sólo quedaron libres Galicia, Asturias y Santander hasta la época del emperador Augusto (29 – 19 a. de JC.) en que se logró la pacificación completa. Más tarde repercutieron en Hispania las guerras civiles de Roma, primero la de Sertorio, del partido plebeyo hispano, contra generales romanos del partido de los patricios, guerra que acabó con el asesinato de Sertorio. También la guerra civil entre César y Pompeyo repercutió en suelo hispano, donde se dieron las batallas de Ilerda y Munda ganadas por César. Hubo una última guerra, del año 28 al 19 a. de JC. en la que Octavio Augusto dominó la resistencia de cántabros y astures, de modo que Hispania quedó incorporada a Roma, comenzando así una dilatada era de paz que duró hasta el siglo V.

A lo largo de la dominación romana (218 a. de JC. a 409 d. de JC., 627 años) las regiones de Hispania se fueron romanizando hasta convertirse sus habitantes en ciudadanos romanos, aunque la tradición de los pueblos hispánicos no se perdió totalmente. Durante todo ese tiempo un proceso lento, sin pausa, hizo que la península asimilara la civilización romana: era la romanización. Lengua, derecho, costumbres, religión, economía, administración, todo cuanto compone el complejo cultural de una civilización fue asimilado por los hispanos. Esencial para Hispania fue el legado romano de su lengua: el latín, cuya evolución dio lugar a la lengua castellana o española, que tanto brillo le ha dado a nuestra literatura y que hoy la hablan más de quinientos millones de personas, según los datos aportados por la Real Academia Española.

No se sabe el número de habitantes de la península durante la dominación romana, se especula entre los seis y nueve millones, que se dividían en tres clases: libres, semilibres y esclavos, que a su vez se subdividían en varios estratos. Con los romanos Hispania no formó una unidad política, si bien al principio se dividió en dos regiones: Citerior y Ulterior, más adelante hubo otras divisiones regionales, aunque en cierto modo aún se mantiene esa división en provincias eclesiásticas. La romanización alcanzó a la organización administrativa y a las clases de ciudades, las de tipo autóctono y las romana. La vida económica estaba ligada a la agricultura y a la minería. La agricultura alcanzó gran prosperidad sobre todo con el aceite y los vinos de la región bética (Andalucía). Las minas fueron objeto de una explotación intensiva: plata y plomo en Almería, cobre en Huelva, mercurio en Almadén, hierro en el norte peninsular, etc. La industria estaba ligada a la agricultura, siendo la base del comercio los productos agrícolas, tejidos, lanas, minerales y armas. La moneda se adaptó al sistema romano, acuñándose en multitud de ciudades.

Según el profesor Menéndez y Pelayo, Roma fue muy respetuosa con los cultos indígenas, solo prohibía los rituales con sacrificios humanos. La religión romana, además de otros ritos, era de carácter estatal, con cultos a la diosa Roma, a los emperadores y al trío de dioses del Capitolio: Júpiter, Juno y Minerva. A partir del siglo I d. de JC. fue cuando rápidamente se extendió por el Imperio el cristianismo, la nueva religión, elemento importante de la romanización, cuya doctrina sembró el ‘terror’ en la sociedad romana, que dio lugar a crueles persecuciones; sin duda la página más gloriosa de la historia de la iglesia católica. Las persecuciones empezaron en el siglo II al darse cuenta los romanos de que el cristianismo era un peligro para el Estado. Las persecuciones fueron muy violentas en España, siendo terribles las del emperador Diocleciano (siglo IV).

Aunque al principio subsistió el derecho de costumbre de la población autóctona, poco a poco se impuso el derecho romano que llegó a ser el único en vigor, que aún hoy perdura. Pronto dio la romanización frutos literarios. En pocos años el nivel intelectual de los hispanos subió tanto que estuvieron en condiciones de dar al Imperio algunas de sus figuras, como fueron los Séneca: Marco Antonio Séneca, Lucio Anneo Séneca, el más importante de las letras latina, y Marco Anneo Lucano. Retórico el primero, filósofo el segundo y poeta épico el tercero. Retórico y pedagogo importante fue también el riojano, de Calahorra, Marco Fabio Quintiliano; lo mismo que el poeta de Calatayud, Valerio Marcial, autor de ingeniosos y satíricos epigramas. También fueron escritores los emperadores nacidos en Hispania: Trajano, que gobernó desde el año 98 d. de JC. hasta el 117, y Adriano, pariente de Trajano al que sucedió y gobernó desde año 117 hasta el 138.

La península, muy romanizada a lo largo de algo más de seis siglos, es abundante en muestras artísticas de sólidos monumentos de ese tiempo. Como lo romanos eran muy aficionados a las representaciones teatrales, carreras de carros y caballos, luchas de gladiadores y combates de fieras, no es sorprendente que los edificios dedicados a esas finalidades desplegasen la mayor magnificencia. Así es que dejaron espléndidos restos de anfiteatros, circos y teatros, como en Tarragona, la primera comarca romanizada, en la que aún perdura el anfiteatro. En otras provincias también abundan restos romanos, como los renombrados teatros de Sagunto y Mérida. No sólo crecieron las ciudades, también en el campo aparecieron las villas o granjas, con una intensa explotación agrícola, principalmente de viñedos y olivares. Costumbres romanas fue pavimentar las lujosas casas ciudadanas con mosaico a base de trozos de mármol de colores.

Roma sintió la necesidad de asegurar las comunicaciones en todo el Imperio, para eso se dotó de una inmensa red de vías públicas a fin de transportar con mayor rapidez los contingentes militares. Estaban dotadas de los indispensables puentes, que aún se conservan intactos en nuestro país, como son los de Alcántara (Cáceres) y Mérida (Badajoz). Entre las calzadas romanas la más importante en Hispania es la Vía Augusta, la más larga, con una longitud aproximada de 1.500 kilómetros, que discurre desde los Pirineos hasta Cádiz, bordeando el Mediterráneo. El suministro de agua constituía para los romanos una necesidad imperiosa, tanto para la población como para surtir los baños públicos existentes en todas las ciudades, de ahí que fuera menester construir colosales acueductos que condujeran el agua a largas distancias. En España nos queda el acueducto de Segovia, el más bello del mundo, todavía en servicio, que conduce el agua de la sierra de Fuenfría a la ciudad; asimismo, también perdura el de Tarragona.

En los cuatro primeros siglos de nuestra era la península ibérica estaba integrada en el Imperio romano siguiendo su mismo desarrollo caracterizado por el empobrecimiento progresivo. La impotencia política romana y la ola de la acometida creciente de los pueblos germánicos, los llamados bárbaros, acabaron con el Imperio, de cuya penetración en Hispania muy poco se sabe, salvo especulaciones de historiadores más o menos acertadas. La palabra bárbaro la aplicaron los romanos a los pueblos más allá de las fronteras del Imperio, y con este nombre se conoce a los pueblos que cayeron sobre Roma en siglo V d. de J.C., fundando reinos en toda Europa. Los pueblos germánicos eran rudos y feroces, no eran un ejército, sino pueblos en marcha en busca de buenas tierras que habitar. En el año 409 penetraron en Hispania las hordas bárbaras de los suevos, vándalos y alanos, llegando más tarde los visigodos, esenciales en la historia de España.