El carácter autoritario en el habla corriente


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AMANDO DE MIGUEL

A través del lenguaje corriente se calibran muchos aspectos de la personalidad colectiva de los españoles, si es que se puede llegar a tal generalización. Concretamente, el arquetipo de la personalidad autoritaria se manifiesta muy bien a través de muchos dichos, frases hechas, expresiones gastadas. No se trata solo de vulgarismos u obscenidades, tan frecuentes en el español cotidiano (aunque lo sean más en inglés). Por cierto, veamos un ejemplo de esa forma de hablar terminante, desgarrada, taxativa, expeditiva, apodíctica en los escritores españoles hodiernos, sobre todo los que no manejan el inglés. Es la cita, sin traducir, last but not least (algo así como “por último y no menos importante”), que es más tontería que juego de palabras. En el habla corriente se introducen de forma automática otras muchas muletillas castizas con pretensiones filosóficas; se repiten sin ton ni son, más que nada para no pensar. Traduce el ánimo de que el sujeto se halla seguro de sus razones y no va a doblegarse a otras opciones. Es una manera de hablar que hace difícil pedir perdón por los posibles errores, entre otras formas de civilizada cortesía. No es que tales expresiones estén bien o mal; ese juicio sería irrelevante. Lo que importa es que a través de todos estos recursos recursos se califica solapadamente el carácter autoritario del hablante. Con esa reafirmación se reprimen muchas inseguridades.

Los recursos léxicos son muy variados. Tenemos, por ejemplo, la utilización de metáforas dislocadas o imposibles. Por ejemplo, “agarrarse a un clavo ardiendo, callado como un muerto, comulgar con ruedas de molino, descender de la pata del Cid, confundir la velocidad con el tocino, (el tonto que) asó la manteca, hablar con el corazón en la mano”. Dan la impresión de ingenio un tanto surrealista, pero, después de dichas tantas veces, no pasan de vulgaridades. Claro que al español medio le encanta parecer vulgar.

Un recurso parecido es el de lanzar alusiones categóricas igualmente desgarradas. Aunque, de tanto repetirlas, ya no llamen mucho la atención. Por ejemplo, “coger el toro por los cuernos, sanseacabó, no hay más que hablar, para nada, díjolo Blas y punto redondo, aunque tenga que pasar por encima de mi cadáver, carretera y manta”.

También se pueden construir divertidos pleonasmos con reiteraciones que parecen ingeniosas por el simple gusto de acumular palabras innecesarias. Por ejemplo, “al fin y a la postre, ordeno y mando, al pan pan y al vino vino, caer por su propio peso”.

Son constantes los argumentos para convencer al interlocutor de que el sujeto tiene razón. Por ejemplo, “te lo digo yo, la verdad de la buena, arrieritos somos, cría cuervos, te lo juro por mis muertos, es así y punto, aunque no te lo creas, no te lo vas a creer, te lo digo sinceramente, hablando se entiende la gente”.

La esencia de la conducta autoritaria consiste en tratar de tener razón a toda costa, convencer a los demás cercanos de las propias ideas o percepciones, no dar el brazo a torcer. Cambiar de opiniones se considera un desdoro o una cobardía. Hay un argumento definitivo: sumir las propias ideas en una especie de opinión general. Así, “yo soy de los que piensan…”. Claro que a veces se dice con notable solecismo: “yo soy de los que pienso…”.

En la relación cotidiana es raro que una persona reconozca que el interlocutor tiene razón; todavía es menos común el razonamiento de que, en vista del diálogo, uno ha cambiado de forma de parecer. Se arriesga a ser considerado como un comportamiento censurable, que se asimila a parecer un veleta, un chaquetero.