Reconversión industrial en la nueva normalidad


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Hace unos años, Carlos Solchaga, poderoso ministro de Industria, y Economía y Hacienda en la década de los locos años ochenta, que aún vive, y no me dejará mentir, vaticinó dos cosas que han terminado por cumplirse.

Una era que “España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de Europa y quizá del mundo” (sic). Otra de las frases por las que se le recuerda era la posible conveniencia de que España se convirtiese en un país de camareros (“servicios” decía, pero todo el mundo lo tradujo). Esta extraña combinación de asertos, aparentemente contradictorios, efectivamente, y mejorando las escurridizas profecías de las sibilas, se cumplieron ambos.

Las profecías suelen dejar en su vaga formulación la puerta abierta a todas las posibilidades, pero, en este caso y sorprendentemente, ambas se hicieron realidad. No discutimos las incoherencias de la alternativa que se dibujaba porque todos soñamos, en aquel pasado remoto, en que estaríamos en el lado bueno de la barra.

España, efectivamente, se aprestó a la voladura de los restos de la autarquía franquista, para asumir su lugar en el mundo con cualquiera de los dos destinos que nos asignaba la incorporación a la ansiada Europa de las democracias de nuestro entorno. Nuestro destino tras la reconversión industrial estaba marcado: especulación financiera, especulación inmobiliaria y potencia turística mundial. La todopoderosa y competitiva construcción naval nacional se dejó en manos de modestos países asiáticos, que pronto dejaron de ser modestos, la siderurgia otro tanto de lo mismo, la minería emprendió el camino de las prejubilaciones generosas y de la extinción.

El Instituto Nacional de Industria, viejo residuo de una vaga visión fascista de la economía, fue desmenuzado con ayuda de los dineros europeos, que ya pergeñaban un futuro para nuestro país en ese sentido que prefiguraba Solchaga: una especie de balneario gigantesco de alemanes ingleses y franceses.

La actual situación de la industria española se manifiesta en el hecho de su incapacidad de proveer a su población ni siquiera de esas endebles mascarillas, cuya ingeniería no parece que sea demasiado compleja.

No extrañan, más que por su imprudencia, un lapsus de los muchos que estamos viendo, afectados quizá por algún virus, las declaraciones del ministro de Consumo, señor Garzón, atacando a la miserable industria del turismo y la hostelería. No parece que antes haya reflexionado mucho en la alternativa posible a tan lamentable destino, una vez que se ha disipado la fulgurante riqueza especulativa que existió efectivamente y hoy es solo cenizas.

Más allá de sus ensoñaciones de Planes quinquenales, reforma agraria y soviets solidarios de obreros, soldados y campesinos, libres de la odiosa Europa de los Mercaderes, la verdad es que no se me ocurre en qué reconversión industrial se está pensando. Suponiendo que alguien esté pensando en algo.

En pro de este desmantelamiento soñado de la única industria nacional que nos queda, viene también una medida inteligentísima: imponer una cuarentena de quince días a los turistas que osen molestar en sus vacaciones al viejo país ensimismado. Para ello deberán destinar los primeros quince días de sus vacaciones a este confinamiento, a cuya imposición “manu militari” ya nos estamos acostumbrando los indígenas, e incluso le estamos tomando el gusto, a no salir del apartamento u hotel que hayan reservado. Finalizado este confinamiento, si les queda algún día igual pueden disfrutar de algo de libertad.

Claro que si son franceses y vuelven a su país, deberán cumplir otro arresto similar. Porque donde las dan las toman. Es menester que Carlos Solchaga vuelva de sus ricas consultorías o de Delfos, y proceda a la urgente adivinación, en la lectura de las tripas del todavía Ministro de Consumo, de lo que nos depara el futuro en la nueva normalidad. Por lo que valga.