Paz, piedad, perdón


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Esas fueron las palabras más recordadas del discurso que pronunció en el Ayuntamiento de Barcelona Don Manuel Azaña el 18 de julio de 1938. Menos de un año después abandonaría un país que había dejado de ser el suyo.

“Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, piedad, perdón.”

Cuarenta años después, y antes de despilfarrar su crédito histórico, D. Juan Carlos I, en la embajada de España en México, recibió a la colonia española de exiliados republicanos y singularmente, y en su representación, a la viuda de Azaña, emblema de aquella otra España a la que la dictadura de Franco no ofreció otra paz, piedad ni perdón que las que los vencedores impusieron a los vencidos durante cuarenta años.

«Cuánto le hubiera gustado a don Manuel Azaña vivir este día, porque él quería la reconciliación de todos los españoles», decía emocionada la viuda del que fuera presidente de la República, la anciana de ochenta y cuatro años, doña Dolores Rivas Cherif. Diario “Informaciones” 21-11-1978.

Fue uno de esos momentos históricos luminosos y raros, que parecía sellar un período negro de la Historia de España, siempre abundosa en acontecimientos extremos, para bien y para mal, encerrando con la llave del pacto, de la cesión recíproca, del consenso, a los sempiternos demonios familiares de nuestros abuelos, de nuestros padres, pobrecillos, para empezar una época nueva con generaciones nuevas. Yo tenía dieciocho años.

Con ese sentimiento se empezó a caminar. Con presidentes y lideres como Suárez, Felipe González, hijos de dos Españas distintas, se escribió la parte más importante, y que ya está en esa historia nunca definitiva, siempre revisada con criterios cambiantes por ojos nuevos, en la que unos pasan de villanos a héroes y viceversa. Y que sólo son sólidos e inmutables en el recuerdo para los que lo vivimos con cierta ilusión que, a la postre, como todas las ilusiones, se ha demostrado pasajera.

Pero las generaciones se suceden y, como sospechaba Freud, los nietos se conjuran con los abuelos para matar al padre. Llegó la generación de José Luis Rodríguez Zapatero, desgraciadamente, que ni hizo la guerra, ni la transición, ni hizo otra cosa destacable que soplar sobre los rescoldos de la guerra civil para, ayuno de inteligencia o de propósito alguno, buscar algo que ofrecer a “los nuevos españoles”. Para ocultar su irrelevancia política y mental, reabrió, sin pestañear, la caja de Pandora de nuestra historia. Ni las bellas palabra de Azaña, ni la otrora modélica Transición, fueron nunca cosas suyas.

Y hay que recordar el momento estelar y las razones por las que un individuo de este jaez ocupó el poder: los atentados del 11-M y la inmediata cobertura de este hecho con mentiras por parte de las dos nuevas y redivivas Españas, por políticos mediocres que ya no podían exhibir como glorias propias la superación de la Guerra Civil ni el abrazo de esas nuevas generaciones a las que Azaña impetraba generosidad en la paz y que, se quiera o no, intentaron los políticos de la hoy superada transición democrática.

Esos días, esas horas, entre el atentado y las elecciones, hicieron que perdiera la fe en la sociedad de mi tiempo y en mis compatriotas. Me vuelvo a Azaña y “escucho con mis ojos a los muertos”.

Decía Rubalcaba, precisamente en aquellas aciagas horas, que España no se merecía un gobierno que mienta. Como si el poder y la mentira fueran separables. Me pareció miserable la respuesta que se dio a un acto criminal por una buena parte de la sociedad. En ningún país “de nuestro entorno” se han usado atentados terroristas como ariete no contra los responsables sino contra los adversarios políticos. A partir de ese hecho los viejos demonios volvieron a escapar de la botella, rota intencionadamente por aquellos que no soportan la grandeza de otros en los historia que no vivieron y pretenden reescribirla.

Ahora estamos “en guerra” -así se ha denominado reiteradamente- contra una enfermedad y una presumible y subsiguiente catástrofe económica. Se exige unidad y lealtad en la “lucha” contra el enemigo. “A este virus le ganamos... entre todos” dice la salmodia institucional.

Escucho con bastante pena las caceroladas peronistas de la derecha, ansiosa por la revancha a esos “enemigos”, que usaron contra ella esas mismas armas: caceroladas, manifestaciones y argumentos desleales, convirtiendo la gestión de la cosa pública en un arrojarse muertos y abrir fosas que estaban cerradas, para resucitar esa Guerra Civil que unos pocos ingenuos creíamos que pertenecían al tenebroso pasado de nuestros enfrentamientos carlistas. Se va a usar la tragedia de la gestión de una enfermedad como antes se usó un atentado. Como arma de grueso calibre para no tener que razonar, para reducir la política al intercambio soez de insultos y la evidencia incontestable de que las nuevas generaciones de políticos, esas tan preparadas, carecen de ideas distintas a las que en los años treinta produjeron el desastre. Si acaso son todavía más necios y hablan peor, aunque están mejor alimentados.

Es tan fácil el recurso a la agitación y la propaganda, y tan complejo y pesado convencer al otro, que entiendo la tentación, donde las dan las toman, de los que ya piensan en cómo usarla para volver al poder de nuevo, y la utilizarán como antes usaron otros la tragedia de una acción terrorista: para ocupar los resortes del estado sin grandeza ni propósito alguno.

España, al contrario de lo dicho por Rubalcaba, se merece políticos que les mientan, porque en esta sociedad, engordada en la mentira, nadie saca conclusiones de nada y porque sus voceros están más a gusto en la consigna que en reconocerle cualquier destello de interés a las razones del contrincante.

Poco tendría que pedir Azaña a la musa del escarmiento y a gente así. Con estos bueyes no hay Pactos de la Moncloa ni Plan “B”.