Paca y el lobo


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SAVONAROLA

Ahora quiero recordaros, mis hermanos en Cristo, aunque ya definitivamente lo sepáis todo, que el Señor, habiendo salvado al pueblo de la tierra de Egipto, destruyó después a los que no creyeron. Y a los ángeles que no conservaron su señorío original, sino que abandonaron su morada legítima, los ha guardado en prisiones eternas, bajo tinieblas para el Juicio del Gran Día.

Además, os diré, amadísimos míos, la historia de Tomás, uno de los doce, que se decía el Dídimo y no estaba con los demás apóstoles cuando Jesús vino.

Dijéronle los otros discípulos que habían visto al Señor. Y él les dijo: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, metiere mi dedo en sus heridas abiertas y metiere la mano en las llagas de su costado, no creeré”.

Y ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Vino Jesús, las puertas cerradas, y púsose en medio para decir “la paz sea con vosotros”.

Luego, a Tomás, díjole: “mete tu dedo aquí, y ve mis manos, alarga acá tu mano para hendirla en mi costado y no seas incrédulo, sino fiel”. Entonces Tomás respondió, y díjole: “¡Señor mío, y Dios mío!”.

Y Jesús le respondió: “Porque me has visto, Tomás, creíste: bienaventurados los que no vieron y creyeron”.

Porque la falta de fe, y esto lo añade a las enseñanzas del Hijo del Padre vuestro humilde fraile, obliga a algunos a aprender de la peor manera, cual es un baño en el agua helada de la realidad.

Os diré, mis queridos hermanos, un cuento infantil muy popular entre los niños de una villa del norte de Almería.

Érase una vez una reina, por nombre Paca, que alcanzó a gobernar su territorio en virtud de alianzas en precario equilibrio que, a medida que pasaban los días y se disipaba el brillo de los primeros fastos, resultaban cada vez más frágiles.

Muy pronto empezaron a llegarle señales. Apenas habían pasado unos meses de su coronación cuando uno de los menestrales que la alzaron, cuya gracia es la de Pepe, le lanzó los primeros avisos en primera persona.

La acusó de bloquear el acuerdo que ganó su confianza; de gobernar de manera personal y absoluta, y le advirtió que firmar un pacto sabiendo que no iba a cumplirlo era, más que un engaño, una estafa en toda regla. Pepe le habló de una alianza enferma que podía sanar o, por el contrario, morir engullida por el lobo feroz de una moción de censura.

Sin embargo, nadie apreció cambio alguno en la manera de obrar de Paca. Las hojas del almanaque caían tapizando su mandato como hacen las de los árboles caducos; pero a diferencia de éstas, que sirven de alimento para nutrir la tierra, las del tiempo de gobierno de Paca desaparecían sin dejar huella alguna.

Al menos eso le parecía a Pepe, quien continuaba quejándose. Esta vez le reprochó que seguía esperando la jefatura del condado público municipal prometido, a lo que Paca respondió otorgándoselo… pero a medias con una de sus damas de confianza y compañía.

El menestral volvió a avisar a la reina que eso no era lo acordado y que el pacto, lejos de progresar adecuadamente, olía cada vez más a podrido. Mas Paca seguía dispuesta a lo suyo, obviando el nuevo aviso y cada vez más encariñada con la infiel Meca.

Los días pasaban y la distancia entre Pepe y Paca se hacía cada vez más larga, aunque la reina no mostraba ningún gesto o señal de buscar un acercamiento con aquél que tuvo la potestad de conseguirle el cetro, y que también tenía capacidad para arrebatárselo de las manos.

Y llegó la hora. Porque la autoridad no es siempre una cualidad inherente al cargo, sino a la persona. Así, tras los más de tres avisos con que Pepe apercibió a su reina, apareció en el registro de la cabaña consistorial el feroz lobo, encarnado en una esbelta señora de nombre Moción de Censura.

Sólo en ese momento, por fin emergió una reacción en Paca, que hasta el momento guardaba la distancia incrédula de una Tomasa de hogaño. No tuvo nunca fe en las advertencias de Pepe, pero acabó creyendo tras meterle el dedo en sus heridas abiertas y sacar la mano ensangrentada de su costado.

Mas entonces habló por ella la ira, lanzando dardos contra quien la subió a los altares y la dejó caer después, al sentirse tratado como un nadie.

Paca le acusó de ineficaz, de vago, irresponsable y desleal. También de impedir, con su actitud, que no se ejecute lo que nunca hizo, pero lo cierto, queridos míos, es que el final de este cuento dice que acabó destruida quien desoyó una y otra vez las advertencias y, tras guardar tanto silencio, ha acabado alzando el grito sordo de aquellos que, tras el Juicio del Padre, acaban enterrados en prisiones eternas por los siglos de los siglos. O, por lo menos, hasta que culmine el mandato. Vale.