Isabel II, la castiza reina de España


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ADOLFO PÉREZ

La Pragmática Sanción (ley de prerrogativa real) fue determinante para el reinado de Isabel II y los hechos que le sucedieron. Se trata de una ley de origen medieval que rigió en la monarquía española mediante la cual las mujeres tenían derecho a acceder al trono a falta de varones en la línea de sucesión. Dicha ley fue derogada por Felipe V mediante el Auto de sucesión de 1713, conocido como la Ley Sálica, que excluía del trono a las mujeres, pero esta ley de la monarquía francesa fue derogada por Carlos IV en 1789, que restableció la Pragmática Sanción, de tradición monárquica española, aunque no llegó a publicarse, cosa que hizo su hijo Fernando VII.

Como ya se ha visto en el artículo dedicado a este rey, quien después de tres matrimonios carecía de descendencia, razón por la que optó a un cuarto casamiento, esta vez con su sobrina María Cristina de Borbón Dos Sicilias, hija de su hermana mayor, Isabel, y del rey de Nápoles, Francisco I. La boda se celebró el 11 de diciembre de 1829 y tres meses después al conocer que la reina estaba embarazada es cuando recobró y publicó la Pragmática Sanción que en 1789 había promulgado su padre, el rey Carlos IV. La razón estaba clara, se trataba de prevenir su sucesión, bien con un varón o una mujer, pero estos hechos del rey en su afán de tener un hijo que le sucediera en el trono le trajeron a España pésimas consecuencias. Tales hechos de Fernando VII referidos a su sucesión supusieron la indignación y la ira de su hermano Carlos María Isidro destinado a ceñir la corona en caso de que el rey no tuviera un hijo varón que le sucediera, como así ocurrió, lo que dio lugar a las guerras carlistas. En la tarde del domingo 10 de octubre de 1830 se anunció que la reina María Cristina alumbró a una niña que llevó los nombres de María Isabel Luisa. Como es de suponer el nacimiento de la infanta provocó las iras de su hermano Carlos que veía alejarse su pretensión de ser rey de España, pero no se resignó y siguió intrigando.

Meses después, septiembre, estando la Corte en La Granja, un ataque de gota puso en grave peligro la vida de Fernando VII, entonces la reina María Cristina, presionada por el ministro carlista Calomarde, accedió resignada a que su esposo derogara la Pragmática Sanción por el bien de España, según le dijo, lo que beneficiaba al infante don Carlos. Pero enterada del hecho la hermana de la reina, Luisa Carlota, se presentó en palacio, increpó a la reina y le arrancó de las manos el codicilo al Calomarde y lo destruyó, a la vez que le dio una bofetada, entonces el ministro le dijo: ‘Manos blancas no ofenden, señora’. Pero, contra todo pronóstico, el monarca se curó, derogó el decreto y restableció la Pragmática Sanción, destituyó a Calomarde y su hermano se fue a Portugal. Hizo jurar heredera a su hija Isabel a pesar de la protesta de su hermano. El 29 de septiembre de 1833 murió Fernando VII, sucediéndole su hija, la reina Isabel II, con casi tres años de edad. En su testamento el rey nombraba a su esposa María Cristina (con 27 años) regente y gobernadora del reino asistida de un Consejo de Gobierno hasta que la niña cumpliera dieciocho años, aunque luego se adelantó la mayoría de edad cuando tenía trece.

¿Pero cuál era la realidad de España en este tiempo? Cuando nació Isabel II España contaba con doce millones de habitantes. La economía estaba estancada y la revolución industrial había llegado tarde por una deficiente tecnología, junto con una baja productividad agrícola. Aún se mantenían vínculos feudales en el campo. La falta de mercados y de capital frenaron el progreso. El atraso, que se reflejaba en las formas de vida y en el bajo nivel, era espectacular.

A los pocos días de la muerte del rey se produjo un hecho insólito en la vida de la reina regente. Resulta que cuando María Cristina se dirigía a La Granja para descansar unos días, en el trayecto sangró por la nariz de tal modo que acabó con los pañuelos de sus damas. Para salir del apuro le pidieron su pañuelo al oficial de la escolta. Una vez resuelto el problema la soberana le devolvió la prenda al capitán Muñoz, que así se llamaba, que la tomó y la llevó a sus labios. Aquel beso prendió en el corazón de la joven viuda, que tanto le gustó el oficial que con reserva indagó sobre él. Se llamaba Fernando Muñoz, hijo de un estanquero de Tarancón (Cuenca), que había llegado a la corte en busca de un oficio decoroso. La regente se atrevió a tener una cita con él en la que ella le declaró su amor. Tras dos meses de lucha interior, la reina se decidió y en secreto se casaron en diciembre, continuando ella en su función regia, pero con el problema de disimular en los actos públicos los embarazos que tuvo entonces. Un dicho popular no faltó: “Nuestra reina es una dama casada en secreto y embarazada en público”, pues, aunque secreto, pronto fue del dominio público. Con aquella boda, impopular para la gente, la reina perdió gran parte de sus simpatías populares.

Al hacerse cargo de la gobernación del país la reina regente se vio envuelta en dificultades para asegurar el trono a su hija. Por un lado, hubo de lidiar con las dos tendencias políticas enfrentadas, la liberal y la tradicionalista, la primera a favor de la Constitución de Cádiz de 1812 y la segunda partidaria de mantener el antiguo régimen. Triunfaron los liberales, favorecidos por la masonería, con los que gobernó la regente en varios gobiernos, entre ellos el de José Mendizábal, que desamortizó los bienes de la Iglesia y suprimió las comunidades religiosas, salvo las dedicadas a la asistencia de los enfermos, la enseñanza de los niños pobres y los conventos de misioneros para Filipinas. Los bienes eclesiásticos fueron vendidos para hacerse de dinero el Estado y que se repartiera la tierra entre la gente más humilde, pero la medida no dio el resultado apetecido pues la mayoría de las tierras subastadas fueron a mano de los grandes terratenientes que se hicieron de ellas a precios irrisorios. La medida le produjo a la regente malestar en su alma de católica.

La regente, desde el primer momento, hubo de hacer frente a la primera guerra carlista que tuvo lugar entre 1833 y 1840. Estas guerras, que ensangrentaron España en el siglo XIX, tenían dos componentes, por un lado la cuestión sucesoria de Fernando VII y por otro la política nacional donde imperaban dos ideologías en disputa: liberalismo y tradicionalismo (estos, defensores del antiguo régimen, llamados apostólicos). El odio entre los dos bandos era incontenible, abocados a una guerra como así ocurrió. Sus combatientes eran, de un lado los carlistas, partidarios de don Carlos y de un régimen absolutista; de otro lado los liberales (isabelinos), seguidores de Isabel II. Mientras, España estaba en desgobierno. La primera de estas guerras, con alternancias, finalizó el 31 de agosto de 1839 con el “Convenio de Vergara”, conocido como el “Abrazo de Vergara” entre el general isabelino Baldomero Espartero y el carlista Rafael Maroto.

En 1840 se constituyó en Madrid una Junta revolucionaria de carácter progresista que trató de imponer a María Cristina una co-regencia, que la reina no aceptó, y para no verse limitada en sus funciones renunció al cargo y marchó a Marsella desde donde dirigió un manifiesto justificando su conducta. Las Cortes eligieron para el cargo de regente al general Espartero, cuyo mandato fue una fuente de conflictos. Reprimió duramente las conspiraciones de los moderados, como ocurrió con un pronunciamiento que costó la vida a varios generales. Pero al no poder dominar un complot de generales moderados y progresistas hizo que se marchara a Lisboa y Londres. Y para evitar que volviera a la regencia la reina madre, los conspiradores adelantaron la mayoría de edad de la reina (1843), que juró la Constitución el 10 de noviembre de 1843, dando comienzo efectivo a su reinado. A partir de entonces la reina Isabel estuvo sola, se le hizo responsable de los desaciertos de sus Gobiernos, así como de sus torpezas debido a su ingenuidad.

La joven reina era graciosa y alegre, con sonrisa natural, que de inmediato consiguió el fervor del pueblo. Siempre despertó entusiasmos con su simpatía. Con una formación académica deficiente, pero amante de las bellas artes como sus antepasados. Dice un biógrafo suyo que la mirada del purísimo azul de sus ojos y su franqueza, era lo más atractivo de su persona. Amante de una patria con la que se sentía identificada. Muy religiosa, amiga de hacer el bien, siendo la generosidad una de sus mejores virtudes, de modo que la tesorería real andaba siempre en apuros. Sentimental, frívola y pasional, de carácter versátil. Glotona con tendencia a la obesidad, lo que nunca le importó. Padecía una enfermedad de la piel, un herpes, razón por la que llevaba vendajes a fin de evitar la vista de la piel escamosa.

Isabel II tenía escasa empatía con los políticos y era muy criticada por viperinas lenguas aristócratas. Considerada adicta al sexo, ninfómana, se decía que estaba en continuo adulterio, hasta el punto de ponerse en cuestión si su hijo, el futuro Alfonso XII, lo era también de su esposo, cosa que ella aclaró. Según sus biógrafos al pueblo siempre se lo llevó “de calle”. Se pensó en casarla con su primo, el sucesor del pretendiente carlista, pero la idea fracasó por oposición de los liberales, lo que dio lugar a la segunda guerra de este ciclo (1846 – 1849), de menor intensidad que la primera. Sin embargo, lo peor que se hizo con ella fue casarla a sus dieciséis años, por razón de Estado, con su primo Francisco de Asís Borbón, hombre de recta intención, del que los cronistas de la época especularon sobre su orientación sexual, objeto de la rechifla popular, cosa que no se compadece con las amantes que se le atribuyen. Ambos tenían caracteres opuestos, sin ninguna felicidad entre ellos. Tuvieron nueve hijos, de los que solo lograron cuatro. Para él la boda era un negocio de Estado que le servía para mangonear en los asuntos públicos, cosa que al no admitirlo la reina ocasionó una temporal separación de los cónyuges, situación que arregló el Gobierno.

Tras la caída de Espartero el 23 de marzo de 1844, Isabel II hizo traer a su madre, que fue aclamada a su llegada. Con ella regresó su esposo Fernando Muñoz y meses después se hizo público el matrimonio de ambos. Fernando Muñoz recibió el título de duque de Riánsares con grandeza de España. Ni que decir tiene que la reina madre desempeño una función esencial en el gobierno del reino. Cuando la reina dio a luz a la infanta Isabel, la famosa “Chata”, princesa de Asturias hasta que naciera un varón, los reyes fueron a dar las gracias a la Virgen de Atocha (02.02.1852). De entre la multitud surgió un clérigo (el cura Merino) que se inclinó sobre la reina, haciendo ademán de entregarle un memorial. La reina le preguntó qué quería y él dijo: “¡Toma”! y le asestó una puñalada, pero el corsé la salvó. La reina lo perdonó en el momento, pero el cura fue ejecutado.

El historiador Juan Balansó tiene escrito que Isabel II de Borbón, aunque engañada por muchos y querida por muy pocos de los que la rodearon, estaba dentro del corazón de su pueblo. Cuando llegó la revolución, soliviantando el país, sólo se recordaron los defectos de la reina castiza, no sus buenas cualidades, que no eran pocas. Desde el punto de vista del progreso material, durante su reinado se construyeron miles de kilómetros de carreteras, se instaló la red ferroviaria nacional también con miles de kilómetros y lo mismo pasó con el telégrafo, mientras que la cantidad de oro en circulación se elevó de 450.000 pesetas en 1835 hasta 100.000.000 en 1863. La industria naval tuvo notables avances y el establecimiento de altos hornos en varias ciudades. En Cataluña surgió, poderosa, la industria textil. Sin embargo, en política el país quedó estancado.

Siendo reina efectiva hubo infinidad de gobiernos, que se sucedieron sin ningún pudor; además, no faltaron los pronunciamientos y sublevaciones militares. Los generales Espartero (progresista) y Narváez (moderado), sin olvidar al liberal general O’Donnell, eran los hombres fuertes de su reinado, siempre con sus incesantes discordias intestinas. De Baldomero Espartero dijo la reina regente María Cristina: “Le he hecho conde, le he hecho duque, pero no he podido hacer de él un caballero”. El 2 de mayo de 1844 se hizo cargo del Ministerio (Gobierno) el enérgico general Ramón María Narváez, dando comienzo la Década moderada, un largo período de diez años. Un Ministerio de los más eficaces que ha tenido España. En estos años prevaleció la estabilidad y el orden por encima de la libertad y las garantías constitucionales. Se redactó la Constitución de 1845, de carácter moderado. Se llevaron a cabo proyectos de alcance nacional como la red de carreteras y sentar las bases de un amplio sistema de ferrocarriles, que desde 1831 ya circulaban regularmente por Bélgica los trenes a vapor. En 1844 se creó en el cuerpo de la Guardia Civil, reclutada entre veteranos del ejército.

A la Década moderada le siguió el Bienio progresista (1854 – 1856) del general Baldomero Espartero durante el que se pretendió reformar el sistema político. El bienio comenzó con la revolución de 1854 encabezada por el general Leopoldo O’Donnell, de la centrista Unión liberal. La agitación social y lucha sorda entre los partidarios de uno y otro general acabó con el Bienio y el abandono del general Espartero. El general O’Donnell fue nombrado presidente del Gobierno por poco tiempo, pero volvió de nuevo en 1858 hasta 1863. Periodo de bonanza económica y aumento del ferrocarril. En 1859 estalló la guerra con el sultán de Marruecos por los desmanes cometidos en la zona de Ceuta. El propio O’Donnell se encargó del mando supremo de las tropas. Merecen citarse la batalla de Castillejos, en la que destacó el general Prim, y la batalla de Tetuán, plaza que se tomó y le valió a O’Donnell el título de duque de Tetuán. El tratado final no agradó al pueblo por lo poco que España había recibido: “Una guerra grande y una paz chica”, se dijo.

La última parte del reinado de Isabel II fue una fuente de conflictos donde hubo represiones y se sucedieron varios Gobiernos, entre ellos de nuevo Narváez, a lo que se sumó la venta que hizo la soberana sobre parte del real patrimonio, venta de la que se quedó ella con el 25% del importe, lo que provocó fuertes críticas. Tal estado de cosas desembocó en la revolución de 1868 con la rebelión militar que derrotó a las tropas reales en la batalla de Alcolea, que trajo consigo el derrocamiento de Isabel II que estaba veraneando en San Sebastián. Desde allí se marchó a París el 30 de septiembre de 1868. ”Creí tener más raíces en este país”, cuentan que dijo al observar la indiferencia con que el pueblo la vio partir. Dos años después, el 25 de junio de 1870, en París, abdicó la Corona en su hijo Alfonso, príncipe de Asturias, de modo que ella se quedó con el título de condesa de Toledo, por cierto que el padre no asistió a la ceremonia en la que si estuvo la alta nobleza del reino y otras personalidades. En este periodo revolucionario se constituyó en España un Gobierno provisional presidido por el general Francisco Serrano, duque de la Torre, al que siguió el reinado de Amadeo de Saboya, después la primera República, hasta que el 29 de diciembre de 1874 se restauró la monarquía en la persona de Alfonso XII, proclamado en Sagunto por el general Arsenio Martínez Campos.

Isabel II, “la reina de los tristes destinos”. En sus treinta y cinco años de reinado vivió muchas vicisitudes. Es cierto que tuvo funestos consejeros que influyeron demasiado en su ánimo, pero es innegable su amor a España y su desengaño al tener que abandonar tierra española. Falleció en París el 9 de abril de 1904 y está enterrada en el Monasterio de El Escorial.