A perro flaco todo son pulgas ¿Cómo nos protegemos de una invasión vírica?


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CLEMENTE FLORES

Durante muchos miles de años el hombre, en su evolución, ha ido perfeccionando una serie de artilugios defensivos a los que llamamos el sistema inmune que es como un ejército completo dotado de especialistas, instalaciones, estado mayor y murallas defensivas.

El coronavirus está diseñado para invadirnos y, para lograrlo, desarrolla estrategias que superan, a veces, los “escudos” de que se han dotado nuestras células.

La primera barrera con que tropieza el virus que nos pretende infectar es la piel, que le resulta dura y bastante infranqueable y, por eso, prefiere y busca las paredes de las vías respiratorias y los órganos del sistema circulatorio o del aparato digestivo que son mas fáciles de franquear.

Si el virus logra entrar en nosotros, seguramente se va a encontrar con un ejercito de glóbulos blancos de distintas clases que constantemente están en estado de alerta y prestos a actuar.

Los glóbulos, al detectar la presencia de sustancias extrañas (antígenos), acuden como soldados de guardia que localizan e inmovilizan a los invasores hasta que lleguen otros que se encargan de eliminarlos. La inmovilización del antígeno la consiguen creando anticuerpos que, después, no suelen desaparecer y serán los que “reconocerán” al antígeno pasado un tiempo, cuando vuelva a intentarlo.

A veces producimos el mismo efecto de identificación cuando nos inyectamos vacunas. En cuanto a reconocimiento del patógeno, funcionan como un anticuerpo “natural” del sistema inmune. Quizás los glóbulos que más llamen la atención de un profano, como yo, sean aquellos que se encargan de matar una célula propia cuando está infectada y consideran que no tiene “recuperación”.

Resumiendo, podemos decir que, cuando nacemos, venimos dotados para reconocer muchos de los patógenos que nos van a invadir, o sea, que traemos una “inmunidad innata” (como ocurre con la viruela), a la que, a lo largo de la vida, se puede añadir una “inmunidad adaptativa”, que se produce cuando nos vacunamos o cuando, estando expuestos a nuevas enfermedades, nuestro sistema inmune elabora los anticuerpos que van a reconocer a los virus en el futuro.

Este hecho tiene mucha importancia en el caso del coronavirus y sus test, porque todavía no estamos preparados para diferenciar si los rastros del virus que se están encontrando en algunos contagiados, que incluso no presentan los síntomas (los asintomáticos), son anticuerpos o si conservan capacidad de infección en otros individuos. Otros asintomáticos son personas que están en una primera fase del contagio, que todavía tienen pocas células contagiadas y que pueden contagiar a otros, aunque no presenten síntomas de la enfermedad.

Por último, también hay asintomáticos a los cuales no les ha afectado el virus porque, sin ellos saberlo, tenían anticuerpos o han podido desarrollarlos porque posiblemente lo hicieron hace algunos años enfrentándose a otro coronavirus, como el SARS -Cov-2.

La historia de la pandemia es conocida. El 31 de enero se detecta en un alemán en La Gomera, el 9 de febrero en un italiano en Mallorca y entre el 24 y el 26 de febrero aparecieron varios infectados en Cataluña, Valencia y Madrid. Era el momento de haber tomado medidas para evitar contagios y no se tomaron. ¿Quién podrá saber las veces que Carmen Calvo se habrá arrepentido de haber “sacado de dudas” a las mujeres que no sabían si debían acudir a la manifestación del 8-M? (“Les diría que les va la vida, que les va su vida”).

El virus llegó infectando a diestro y siniestro, pero no fueron iguales ni los síntomas de los contagiados, ni la intensidad de los síntomas, ni las edades de los infectados.

¿De qué dependen estas diferencias en cuanto a la infección y sus consecuencias?

Desde mi punto de vista, dos son las razones que pueden explicarlo, a saber: La carga o impacto viral que recibe el infectado y el estado y potencia de su sistema inmunitario. En este segundo caso, nos interesan, sobre todo, los ancianos de las residencias de los cuales presuponemos que casi ninguno asistió a la manifestación del 8-M.

Los síntomas más generalizados como fiebre, pérdida de olfato y afecciones traqueo-bronquiales, no diferían, en principio, de los de una gripe. En otros afectados también aparecieron dolores abdominales, complicaciones gastrointestinales y un estado inflamatorio de los vasos sanguíneos más o menos generalizado. Por último, el síntoma que más problemas ha dado ha sido la aparición de neumonías que exigen la utilización de respiradores cuya dotación hospitalaria se saturó desde el primer día.

La aparición de unos u otros síntomas, al tratarse del mismo virus, hay que suponer que depende del enfermo, de su naturaleza y de su estado de salud, pero y, sobre todo, del estado de su sistema inmune.

Los médicos se preocupan del estado de nuestro sistema inmune cuando nos recuentan los glóbulos blancos en un análisis de sangre, pero creo que no es suficiente porque nuestro sistema inmune y su funcionamiento es muy complejo.

Aparte de nuestra genética, el sistema inmune se ve afectado por las enfermedades infecciosas que padecemos, por insuficiencias hepáticas, por la falta de vitaminas y proteínas, por tratamientos anticancerosos y por otras muchas enfermedades y dolencias.

También, y no en menor importancia, influyen los estilos de vida, las relaciones personales, el estrés, el dormir y descansar bien, mantener una aptitud optimista, la soledad, la depresión, la higiene personal y una dieta sana y equilibrada rica en frutas, verduras y proteínas. De una u otra forma todos tenemos problemas con nuestro sistema inmune, y mucho más los individuos de la tercera edad. Eso es la mejor explicación, creo, de la gran cantidad de fallecimientos de ancianos por coronavirus.

Los síntomas de un mal sistema inmunitario son, entre otros, el malestar, el cansancio, los cambios de humor, las migrañas, las anemias o la inflamación de ganglios.

Los mayores de 65 años han pasado a formar las cohortes más numerosas de la población española. En consonancia con las nuevas formas de vida, muchos de ellos, casados y viudos, acaban viviendo en residencias de la tercera edad. Hay en España, unas 5.500 residencias de mayores que alojan a más de 350.000 personas. La mayoría son privadas (casi el 75%).

Aunque no hay ni habrá datos oficiales fidedignos, se calcula que son mas de 9.000 los fallecidos en estas residencias.

El problema “traerá cola” toda vez que entre diligencias civiles y penales se han abierto al parecer más de trescientos casos. ¡Cuánto dolor y cuanto papel nos ahorraríamos si hubiésemos vigilado el estado de inmunidad de los ancianos y hubiésemos actuado en consecuencia!

Veremos las conclusiones e iniciativas que se sacan y adoptan porque los jóvenes tienen que aprender mucho sobre la forma de envejecer, ya que ellos, con un poco de suerte, llegarán a viejos.