Paranoia onírica


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AMANDO DE MIGUEL

Todo fue un sueño debido a la febrícula o a la hipocondría de creer que me había dado la calentura. Puede que todo se redujera a una obsesión de las mías, una paranoia más sin fundamento, pero lo cuento tal como se incubó en alguna caverna de mi mente.

Ignoro por qué estaba yo en aquel lugar, pero el hecho es que me había colado como corresponsal en las deliberaciones del Comité Central del Partido Comunista Chino. Se debatía la estrategia para culminar el proceso en marcha sobre el exterminio de la civilización capitalista y el dominio mundial de China. Ellos decían “imperio”, una voz con una gran tradición en su idioma.

La campaña imperial estaba dando sus frutos al controlar una gran parte del comercio internacional y la propiedad de las minas de materiales estratégicos en África y Sudamérica. Todo eso iba muy bien, pero faltaba una decidida ofensiva para conseguir que se resquebrajara la moral de los países capitalistas centrales. Eran los que a sí mismos se llamaban “occidentales”, con manifiesta imprecisión geográfica.

Puesto que la implantación del imperio chino era literalmente una empresa bélica, había que perfeccionar los instrumentos de la llamada “guerra biológica”. Se trataba de manipular los elementos más diminutos y malignos de la vida: los virus. En latín significa “venenos”. Era el equivalente de dominar la energía atómica.

No parecía aconsejable diseñar un virus con una alta tasa de letalidad, del tipo del ébola, por ejemplo. Parecía más inteligente la fabricación de un virus nuevo con una rapidísima velocidad de contagio, aunque con una baja tasa de mortalidad. Alguien sugirió que sería conveniente convencer al mundo de que la nueva proteína maligna se había originado en los Estados Unidos. Era una cuestión de los servicios de Inteligencia.

El proceso se puso en marcha a través de los imponentes laboratorios de Wuhan en la China central. Se situaban muy lejos de un posible blanco para las agencias de Inteligencia occidentales.

La desgracia (o la oportunidad según la filosofía china) fue que, en el proceso de investigación, algunos virus se escaparon accidentalmente de las máquinas centrifugadoras. El resultado fue una inopinada epidemia en Wuhan a fines del año 2019 o más bien el 4317 para los chinos. Como se temía, y se esperaba, el “virus corona” se expandió rapidísimamente por la provincia de Wuhan y las limítrofes, pero se vio que su letalidad era baja, tal como estaba previsto. Sin pretenderlo todavía, en un par de meses el virus prendió en casi todos los países, singularmente en ciertas zonas metropolitanas más densas, por ejemplo, Milano y Madrid. Estas dos grandes ciudades cuentan con una gran proporción de población china y muchas relaciones con empresas exportadoras de China.

En marzo de 4318 los laboratorios de Wuhan consiguieron desarrollar la terapia para contrarrestar el virus corona y precipitar los anticuerpos correspondientes. El descubrimiento se aplicó inmediatamente en China. Donde se cortó la epidemia de modo radical. Mientras tanto, el virus siguió expandiéndose por las zonas urbanas de numerosos países. El blanco perfecto iba a ser pronto la sociedad norteamericana, donde era más laxas las medidas de confinamiento de la población.

Este fue el momento de la gran oportunidad para la economía china. Las empresas chinas empezaron a exportar a todo el mundo ingentes cantidades de productos de protección clínica (trajes impermeables, gafas, mascarillas, respiradoras, equipos de pruebas para el virus corona, etc.). La operación, aparte de constituir un gran negocio para China, le iba a dar la vitola de la solidaridad universal.

En la primavera de 2318 (año de la rata para los chinos), los países occidentales emprendieron la carrera para conseguir la vacuna contra el virus corona. Fue una mala decisión, pues los laboratorios de Wuhan ya sabían que el virus iba a mutar en seguida y la vacuna sería inservible. Por tanto, aparte de la vacuna, los laboratorios chinos se inclinaron por la táctica de potenciar el sistema terapéutico. De esa forma China estaba preparada para la segunda ola más mortífera, que llegaría en el otoño. Esa misma secuencia estacional de las dos olas se produjo en la epidemia de influenza de finales de la Gran Guerra Europea.

Esta fue mi pesadilla nocturna. La pude transcribir con cierto detalle gracias al “hipnómetro” de fabricación china. Un aparato así habría hecho feliz a Sigmund Freud.