A propósito de la DANA


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CLEMENTE FLORES

Hablar de DANAS es hablar de inundaciones, de desbordamientos de ramblas y ríos, de desgracias personales y de cuantiosas pérdidas materiales. La sorpresa, la solidaridad con la desgracia ajena, la curiosidad y el dolor por el daño recibido son sentimientos que espontáneamente se disparan y acrecientan cuando estas se producen. Luego los ecos de las noticias adquieren resonancias especiales cuando en todos los noticiarios y medios se nos relatan los acontecimientos y desgracias personales de forma reiterada y prolija. Nadie puede permanecer ajeno al sentimiento general de angustia que se produce observando como manchan sus calzados andando por el barro Juan Pablo II en Alcira o la Reina Sofía en Puerto Rey. En estos casos nadie parece ser ajeno a estos sentimientos, que a mi me producen sensaciones contradictorias.

Nacido y vinculado con el levante almeriense, en los superados tres cuartos de siglo que he vivido, son muchas las anécdotas y experiencias que acumulo sobre este fenómeno de la DANA, que siempre desde finales del XIX los alemanes nos habían enseñado a conocer como gota fría.

Recuerdo de niño, las tardes en que se alteraba la placidez de mi pueblo por un sonido alarmante que, primero se percibía lejano y apagado y luego iba acercándose y multiplicándose de cortijo en cortijo al hacer sonar las caracolas que siempre solían permanecer colgadas en la pared cercanas a las puertas. Era el aviso de que el agua venía rio abajo, ondulante como una serpiente, arrasando todo lo que encontraba a su paso. Cuando se hacía la noche mirando desde la altura de mi pueblo, veíamos agitarse en la obscuridad del campo los hachos encendidos que iban y venían y oíamos los gritos de los hombres que se mezclaban con las trallas que restallaban azuzando a las bestias para ponerlas a salvo. Una agitación violenta se apoderaba de mí y me acompañaba hasta la cama. Al día siguiente cuando cedía y aminoraba la riada, los anegados campos cercanos al cauce brillaban como un inmenso espejo creado por las aguas que los riegos de boquera habían sustraído del cauce y conducido hasta ellos. Al día siguiente los hombres se dirigían al río provistos de hachas y sierras para recoger leñas y maderas arrastradas por el agua que pasaba a ser propiedad del primero que las recogía.

La última DANA, vivida personalmente, fue la de San Wenceslao a finales de septiembre de 2012 durante la cual circulé por encima del Puente de los Coloraos apenas unos minutos antes de que su estribo fuese destruido por la riada cuyos efectos se acrecentaron debido a la berma que habían dejado sin demoler, aguas arriba del puente, cuando se suspendieron las obras de la carretera Vera -Garrucha. Aparte de este incidente, ahora, las imágenes de las DANAS, como la de estos días pasados, me producen pena y sobre todo rabia. He escrito mas de una vez sobre esto, porque estamos hablando de un fenómeno frecuente, periódico y repetido una y otra vez de forma similar, que suelen coincidir en estación y calendario.

Tenemos datos y referencias de multitud de riadas al menos desde el año 1500. Fueron muy destructivas las de 1504 y 1505 porque se desbordaron casi todos los ríos de la comarca. Hubo muchos muertos con la riada de S. Calixto de 15 de octubre de 1661. Otras riadas célebres por sus consecuencias fue la de S. Nicomedes en1732 y la del 15 de noviembre de 1778. Una de las más graves que se recuerdan fue la de Sta. Teresa el 15 de octubre de 1879 en la que hubo más de 1000 muertos en la región y se destruyeron más de 5700 viviendas y a la que por cierto también acudió el rey. ¿Quién no recuerda en Cuevas la de octubre de 1973 que dejó, en la comarca, el record de lluvia caída en una hora?

¿Qué adjetivos poner a un pueblo que vive de forma perenne, durante siglos ajeno a esa amenaza que se cierne sobre él y luego cuando inevitablemente se produce el fenómeno se transforma en un corifeo de plañideras llorando sus desgracias? Todos los pueblos del levante tienen alguna figura de ordenación se llame Plan, Norma Subsidiaria o como quiera que se le quiera llamar, redactada por “prestigiosos” y experimentados urbanistas. Sin embargo, ni una de ellas se preocupa exactamente del problema de las inundaciones. Los pueblos tienen normativa especial sobre ruidos, sobre vados, sobre estética y sobre otras varias cosas. Hace unos pocos años la televisión nacional dio la noticia de que los niños del colegio nacional de Mojácar tuvieron que ser rescatados del colegio, que está en lo alto del pueblo, por una amenaza de inundación. Como es conocido el núcleo originario esta elevado y sus calles normalmente son cuestas. No era el día de los santos inocentes y a mi me costaba creérmelo. Quinientos años de desastres por inundaciones no han servido de nada. El caso de Mojácar es sólo un ejemplo. El comportamiento del agua es sobradamente conocido. El comportamiento de los hombres es impredecible. ¡Qué desgracia! Personalmente no encuentro los adjetivos apropiados para enjuiciar esta forma de actuar y tampoco se si merece la pena seguir escribiendo de ello.