La cuna de la “Niña de Cera”

De entre las tumbas que pueblan el camposanto de Cuevas del Almanzora, llama la atención poderosamente el mausoleo conocido popularmente como de la Niña de Cera. Allí descansan los restos de la protagonista de una romántica historia de amor

Mausoleo de la Niña de Cera. Aguada de Francis González.

ALMERÍA HOY / 01·11·2019

Enrique Fernández Bolea*

En 1843 muere a la edad de 17 años Angustias Fernández Albarracín, al año y medio de haber dado a luz a una niña, de la que después hablaremos, llamada María de la O Flores Fernández. El marido de la difunta, Miguel Flores Cánobas, quien, según cuentan, profesaba a su esposa un amor desmedido, le mandó construir un monumento funerario en consonancia con la devoción que sentía por ella. Sí, en efecto, es nuestro ya referido cenotafio o, como es conocido entre los cuevanos, «la cuna de la Niña de cera».

Ocupando el centro del destacado conjunto funerario que se muestra a quien atraviesa las puertas de nuestro cementerio, sobresale este monumento que alcanza los cinco metros de altura. Al aproximarnos, lo primero que se distingue es una verja que cerca una superficie casi cuadrada de unos seis metros de ancho por siete de profundidad.

En el centro del acotado espacio se levanta una base rectangular construida en mármol blanco de Macael sobre la que descansan cuatro columnas, del mismo noble material, rematadas por otros tantos capiteles próximos al orden dórico. Soportan un friso en el que, distribuido por sus cuatro lados, puede leerse lo siguiente: «Dios reparte los destinos» (frente al acceso al cementerio); «la Bentura» [sic] (lateral derecho); «i [sic] la desgracia» (lateral izquierdo); y «Gloria a Dios en las alturas» (parte posterior).

Encima del friso destaca una cornisa sobre la que se apoya una cubierta con cuatro resaltes en forma de semicírculo; en el frontal, centrado, aparece el símbolo denominado «copa de Higia», representado por una serpiente enroscada a un cáliz o copón: el reptil simboliza el poder, mientras que el cáliz es el remedio, la curación, la limpieza y la salud.

Grabado sobre el resalte del lateral izquierdo puede leerse un ortodoxo cuarteto que reza de esta guisa: «Una aureola de inmortales flores / cubre tu frente de virtud morada: / en el mundo de todos fuiste amada / y ahora cantan los cielos tus loores». En el de la derecha se contiene otro cuarteto igualmente perfecto en su concepción métrica: «Desde el seno del todo poderoso / en su trono de dicha celestial / dedica una plegaria [ilegible] / por tu hija cara y el [ilegible] esposo». Las esquinas de la cubierta están rematadas por cuatro rostros femeninos policromados y toda ella culminada, en su centro, por una cruz latina de mármol.

El templete descrito cobija el cenotafio o túmulo propiamente dicho. Fabricado como el resto en mármol blanco, fue concebido para contener los restos mortales de la joven, casi niña, Angustias Fernández Albarracín, de ahí que siempre haya sido designado por los cuevanos como la «cuna». En el costado que se nos queda enfrente puede leerse la siguiente inscripción: «Aquí yace / Dª Angustias Fernández Albarracín / falleció el día 4 de mayo de 1843 / a los 17 años de edad / dejando una hija de año y medio. / Su esposo D. Miguel Flores Cánobas / dedica este monumento / a su memoria». Y en el costado opuesto se reproducen otros dos cuartetos de impecable factura que rezan así: «Hermosa flor sobre su tallo erguida / en balsamaba [sic] con su aroma el viento. / Mas, ay, que ruge el huracán violento / tronchóla y cayó de muerte herida»; y «No llores caminante por su suerte: / lamenta, sí, la de su triste esposo, / ella goza en el cielo de reposo; / él vive aún, pero su vida es muerte». Culminando la urna, asoma la figura de una tórtola elegida como modo de expresar la desolación y el dolor del marido ante la pérdida de su amada. No habría que olvidar que estas aves han simbolizado a lo largo de la historia el amor eterno, puesto que una vez que escogen pareja ya no la abandonan hasta la muerte. Esa tórtola solitaria sobre el túmulo mostraría para siempre, a quien hasta allí se acercase, ese profundo sentimiento de amor del marido hacia la esposa.

Miguel Flores Cánobas, el propulsor de este monumento, que es el mejor exponente del arte funerario cuevano, nació en 1821 en el seno de una familia acomodada y vinculada profesionalmente a la judicatura desde hacía varias generaciones, pues tanto su abuelo, Miguel Flores, como su padre, Diego Flores Flores, ejercieron la abogacía, llegando el primero a ostentar las alcaldías mayores de Marbella y Mazarrón. No es de extrañar, por tanto, que nuestro personaje siguiese los pasos de sus ascendientes y concluyese la carrera de leyes. Su formación le permitió ocupar diversos cargos en la administración del Estado, como el de secretario del Gobierno Civil de Gerona, jefe político –después llamado gobernador civil– de las Baleares y gobernador civil de las provincias de Badajoz, Palencia, Ávila y Gerona. Entre los títulos que obtuvo y lo convirtieron en miembro prestigioso de la sociedad de su época destacaron el de caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén, caballero de la Real Orden de Carlos III y secretario de S. M. Isabel II. En 1840, cuando aún no tenía los 20 años, contrajo matrimonio con Angustias, una niña de apenas 15 que enseguida le daría una hija, María de la O. Parece ser que la joven esposa tenía una salud frágil y quebradiza que otorgó a su rostro una extrema palidez, por lo que era conocida en la población como la «Niña de cera».

El desempeño de sus obligaciones y compromisos forzó al abogado a pasar largas temporadas fuera de la localidad, de ahí que su única hija quedase bajo el cuidado y tutela de la abuela paterna mientras se prolongaba la ausencia del progenitor.

Gracias al testimonio de su tataranieta, Francisca Reyes Soler, sabemos que cuando Miguel regresaba a Cuevas visitaba a diario la tumba de su amada esposa, pero lo hacía de madrugada, buscando la quietud y el silencio, embozado en su amplia capa y cubierto con sombrero de copa, y se postraba durante horas ante el cenotafio en medio de la gélida soledad del camposanto. Aquella escena romántica, becqueriana, se repetía con cada nuevo regreso en el primer cementerio con que contó la villa a los pies de la ermita de El Calvario, pues, como ya se sabe, fue en este primitivo recinto donde se instaló el monumento, a pesar de la oposición inicial que mostró el propio Ayuntamiento. Cuando se inaugure el actual cementerio de San Miguel en 1860, Flores ordenará y organizará su traslado pieza a pieza, situándolo en el lugar que entonces se reservó a los sepulcros de las familias más sobresalientes, el mismo que todavía hoy sigue ocupando.

Miguel falleció el 10 de abril de 1866, cuando contaba sólo 45 años de edad.

* Del libro del autor ‘Historias para una historia: Cuevas del Almanzora y su provincia’.
Enrique Fernández Bolea es Cronista Oficial de la ciudad de Cuevas del Almanzora