Los creyentes escépticos


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Hace unos días hemos tenido la ocasión de ver, en las endebles ruinas de Notre Dame, al arzobispo de Paris y a un número indeterminado de sacerdotes celebrando la primera misa tras la tragedia.

La imagen de los sacerdotes y el arzobispo ha sido transmitida “urbi et orbe” exclusivamente porque los concelebrantes, novedosamente, iban provistos de un inmaculado casco.

La visión no deja de ser muy similar a esas manifestaciones supuestamente artísticas y vanguardistas de tema religioso que los artistas llevan a ARCO cada año para intentar provocar con blasfemias más o menos originales a un público cada vez más abúlico. La única concesión a la liturgia, antes tan estricta, parece ser el color blanco de los cascos con el que iban tocados tanto el arzobispo como los sacerdotes y acólitos que lo acompañaban. No me quedó claro si los fieles asistentes al acto también iban provistos del casco correspondiente. Espero, en atención al sagrado principio de la igualdad, que así fuera.

Para mi es una falta de respeto a la Divina Providencia, o al menos la expresión de una duda razonable sobre la protección que Yahvé tradicionalmente prestaba a quienes creían ciegamente en Él. Una aplicación tremendamente práctica del muy inquietante dicho “Fíate de la Virgen y no corras”.

No se puede entrar en la Iglesia con un casco, como no se puede entrar en el templo de Zeus con un pararrayos. Las firmes convicciones de quienes así actúan demuestran, con ello, no ser tan firmes. Y nos transmiten a los agnósticos más dudas razonables sobre el grado de seguridad en la fe de quienes, hace no tanto, estaban dispuestos a morir por sus ideales.

Cosa parecida he sentido y cierta decepción, por qué no decirlo, ante la inasistencia de Carles Puigdemont a la Junta Electoral Central, ratonera a la que había sido llamado y atraído por la suculenta Acta de Diputado del Parlamento Europeo. Era la ocasión ideal para que, saliendo del maletero de un coche, se entregase dramáticamente al brazo secular de los sayones del Estado, abandonase su grotesco remedo de la Pimpinela Escarlata europea y se convirtiese en un mártir de su causa, como han hecho la mayor parte de los “presos políticos” que este estado fascista tiene aherrojados en sus húmedas mazmorras.

Su figura crecería y veinte años después saldría, blanco como la nieve el pelo pero inquebrantable su homérico espíritu, como un Nelson Mandela catalán, cual redivivo Josep Tarradellas, para tomar posesión del reino inventado de Cataluña y de su tierra prometida.

Junqueras, como es hombre de convicciones religiosas más fuertes que las de Puigdemont, y por supuesto que las del arzobispo de Paris, ha asumido que la promoción de sus ideas descabelladas exige cualquier sacrificio, e incluso el martirio. Al fin y al cabo “mártir” etimológicamente significa testigo.

Su estrella política seguirá brillando pues la luminiscencia del fanatismo merece, como único mérito quizás, la admiración de los que practicamos el escasamente atractivo escepticismo. La estrella de Puigdemont ha colapsado pues su ánimo débil exige, una vez más, la misma protección que la que el casco de los sacerdotes proporciona a los tibios de corazón