En la muerte de Rubalcaba


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JUAN LUIS PÉREZ T0RNELL

En España enterramos muy bien, dijo poco antes de retirarse de la vida política, y esas palabras fueron casi proféticas. Fue el cerebro gris de una estirpe de presidentes socialistas que probablemente no estuvieron a su altura.

“Qué buen vasallo si oviese buen señor”, se podría decir de él. Quien sirviera a Felipe González, un Marco Aurelio comparado con los que vinieron después, y a los que, “malgré lui”, siguió sirviendo; fue leal a sus ideas y a sus amigos, y al decir de los que le trataron en la corta distancia, era una buena persona. Que es, al final, lo mejor que se puede decir de casi todo el que lo merezca.

Decía mi padre, que murió ya hace años, entre sorprendido y risueño, que “se está muriendo gente que no se había muerto antes”. Y no le faltaba razón. Cuando muere alguien cuya presencia pertenece a buena parte del trecho de nuestra pobre historia, de alguna forma, se muere con ese alguien una parte de nuestra memoria y es inevitable recordar, bajando un momento del tiovivo, y advertir la impermanencia de lo que nos rodea y antes que nada en la propia: las lágrimas derramadas son por nosotros mismos porque perdemos algo que jugó un papel, aunque fuera relevante o mínimo, tanto da, en el telón fantasmal de nuestra memoria.

Como en el poema de Borges :

” Libre de la memoria y de la esperanza,
ilimitado, abstracto, casi futuro,
el muerto no es un muerto: es la muerte.”

El primer contacto del niño con la muerte suele ser uno de los primeros despertares a la vida, una primera toma de conciencia que a veces perdura y uno no sabe muy bien las razones ni el cómo ni el porqué se establecen esas extrañas asociaciones de ideas. En mi remota memoria de las primeras imágenes televisivas en blanco y negro recuerdo un curioso anuncio que de alguna manera me transmitió una idea de la muerte entre grotesca y festiva: era un primitivo dibujo animado - cafés “La Estrella” -, en el que u n gigantesco grano de café – provisto de “canotier” y bastón – invitaba a unos minúsculos granos a ser torrefactados con la alegre frase “Vamos chicos, ¡al tostadero!...”. Los granos, en una feliz Danza de la Muerte, caían a una especie de infierno y eran posteriormente envasados en el aséptico sudario proporcionado por el fabricante.

Personalmente recuerdo haber llorado egoístamente, yo tenía siete años, cuando murió de improviso, como todo el mundo, Walt Disney. De alguna forma intuía que perdía algo bastante más importante que un tío o un primo lejanos. Que nadie podría volver a animar al Pato Donald, a Pluto o a Goofy, que inevitablemente acompañarían al Hades a su creador, y me dejarían a mi un poco más solo y al mundo un poco más gris. Y así fue, efectivamente.

Da un poco de rabia que al final lo imperecedero sean las cosas, los objetos, que también fueron de alguna forma nuestra memoria, los que nos sobrevivan, como aquel espejo que fue nuestro y que nunca más devolverá nuestro reflejo cuando nos vayamos.

Alguien debería romper nuestra espada, o nuestro “iphone” y arrojarlos en nuestra tumba, para advertir a los que quedan, como dijo un poeta hace dos mil quinientos años que solo somos el sueño de una sombra.